Nunca quizá como en este tiempo de pandemia habían aparecido tantas virtudes en titulares de prensa y en boca de políticos
Sin ir más lejos, el diario Le Monde presentaba así la cuarta alocución del presidente Macron a los franceses desde el comienzo de la crisis: “Coronavirus: esperanza y humildad”.
En su intervención ante las cámaras de televisión presentaba un panorama a los ciudadanos para el 11 de mayo, con una salida progresiva de la cuarentena. Como resume el diario, “la retórica de la guerra dejó paso a la modestia y a la compasión”.
Ciertamente, l’espoir no es la esperanza teologal. Pero, sin necesidad de acudir a estudios eruditos sobre espera y esperanza, se entiende el cambio de actitud de un líder más bien caracterizado hasta ahora por una cierta arrogancia y confianza en sí mismo.
La amplitud de la pandemia, con la vacilación de los científicos y las indudables exigencias políticas, le lleva a admitir al fin errores, insuficiencias, falta de preparación, fracasos… Aunque aporta horizontes de futuro, reconoce la inseguridad, porque no queda claro que la inmunidad colectiva esté a la vuelta de la esquina. Con lenguaje ético, expresa su gratitud a los franceses que, con disciplina y compromiso, han hecho posible la fortaleza del país.
Viene al pensamiento la clásica idea del contrato del dirigente político con los ciudadanos que le eligen y le siguen, en términos de mutua responsabilidad. Romper las “cláusulas” de ese pacto es tanto como abrir las puertas a la desconfianza. Ese camino suele comenzar, más que con la prepotencia, con la falsía: la sustitución retórica de la verdad por la imagen, el reemplazo de los hechos por el prejuicio ideológico. De ahí que la veracidad haya pasado al primer plano de la conciencia ciudadana.
Cuando en tantos países se abren balcones y ventanas a las ocho de la tarde, para “honrar” −agradecer− a quienes arriesgan su vida cuidando a los enfermos, se advierte la profundidad de un término que parecía asfixiado en medio de tanta sofística. Se cae en la cuenta de que el valor “honra”, funda la honradez y exige “honrar” a quienes practican esa virtud. Al contrario, la mentira lleva a una deshonra personal, sentida como tal por la opinión. No es una tautología: de ordinario, uno es honrado −reconocido así− porque es honrado.
Pienso el caso límite del cardenal australiano George Pell: su inocencia prevalece hoy después de meses de acciones y decisiones que buscaban deshonrarle −quizá, en él, al conjunto de la jerarquía católica−, con afirmaciones increíbles para cualquier persona con un mínimo de sentido común aplicado a la justicia. Mucho antes del caso Dreyfus, la Biblia había descrito dramáticamente la condena inicua del inocente en la figura de la casta Susana.
Según el relato del libro de Daniel el pueblo acaba arropándola, cuando estaba a punto de lapidarla. No sabemos qué habría sucedido en Australia, si no se hubiera decretado el confinamiento; pero noticias de la absolución por el Tribunal Supremo como la de AFP −incompatible con un mínimo de profesionalidad periodística− habrían justificado, si no promovido, la sinrazón de la protesta contra el cardenal.
La honradez y la veracidad de los gobernantes forman parte del “contrato” con los ciudadanos. La correspondencia de éstos hacia sus dirigentes, como se está demostrando hoy, se refleja en los índices de popularidad. Ciertamente, los estudios demoscópicos pueden estar influidos por operaciones de imagen, tanto o más que la propia realidad. Pero, en los países democráticos, el pluralismo permite corregir posibles excesos y al cabo, como en Francia, puede producir una notable recuperación a favor del jefe de Estado −en sondeos no estatales−: ha aumentado 14 puntos, tras la caída derivada de la concatenación de crisis como la revuelta de los chalecos amarillos y las manifestaciones y huelgas interminables contra la reforma de las pensiones, zanjadas de momento por la amplitud de la pandemia.
Se publican muchos artículos de grandes figuras tratando de diseñar el futuro tras esta gran crisis mundial de la globalización. Mi impresión es que proyectan sobre el porvenir su visión del presente y los deseos de reforma que tantas veces habían manifestado tiempo atrás. Quizá no pueda ser de otra manera. Y quizá también por esto, me alegra esa actualización de las virtudes clásicas, al compás de la pandemia, que da pie a soñar en un renacimiento de la ética pública.