Nos fiamos de una persona cuando creemos lo que nos dice, asentimos a sus afirmaciones, le otorgamos crédito o confianza. Ésta es una condición importante para la adquisición de conocimientos y aun para todo el desarrollo de la vida humana
“El hombre no ha sido creado para vivir solo. Nace y crece en una familia para insertarse más tarde con su trabajo en la sociedad. Desde el nacimiento, pues, está inmerso en varias tradiciones, de las cuales recibe no sólo el lenguaje y la formación cultural, sino también muchas verdades en las que, casi instintivamente, cree” (San Juan Pablo II. Enc. Fides et ratio, n. 31). Algunas de ellas son puestas en tela de juicio: “el crecimiento y la maduración personal implican que estas mismas verdades puedan ser puestas en duda y discutidas por medio de la peculiar actividad crítica del pensamiento. Esto no quita que, tras este paso, las mismas verdades sean «recuperadas» sobre la base de la experiencia llevada que se ha tenido o en virtud de un razonamiento sucesivo” (Ibidem).
La fe humana tiene una función sumamente importante en la vida de toda persona, por muy crítica o autosuficiente que se considere: “las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal. En efecto, ¿quién sería capaz de discutir críticamente los innumerables resultados de las ciencias sobre las que se basa la vida moderna? ¿Quién podría controlar por su cuenta el flujo de informaciones que día a día se reciben de todas las partes del mundo y que se aceptan en línea de máxima como verdaderas? Finalmente, ¿quién podría reconstruir los procesos de experiencia y de pensamiento por los cuales se han acumulado los tesoros de la sabiduría y de la religiosidad de la humanidad? El hombre, ser que busca la verdad, es pues también aquél que vive de creencias” (Ibidem).
Al igual que otros hombres nos hablan, Dios también lo ha hecho, se ha manifestado por medio de su Revelación: “Dios invisible habla a los hombres como amigo, movido por su gran amor y mora en ellos para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía” (Conc. Vaticano II. Const. Dei Verbum, n. 2). Si es razonable fiarse de las palabras de un buen amigo, mucho más razonable es fiarse de las palabras que Dios nos dirige. “La respuesta adecuada a esta invitación es la fe” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 142). Se trata ya no de una fe meramente humana: el hombre se fía de Dios, asiente a lo que Éste le revela, somete su inteligencia y su querer a Dios, con la “obediencia de la fe” (cf. Romanos 1, 5; 16, 26).
La Biblia hace el elogio del patriarca Abraham, “el padre de todos los creyentes” (Romanos 4, 11. 18; cf. Génesis 15, 5), que abandonó su tierra y parentela para poner enteramente el rumbo de su vida en las manos de Dios, hasta llegar a ofrendarle en sacrificio a su único hijo (cfr. Hebreos 11, 17). Cuando el Redentor viene a la tierra, “la Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que «nada es imposible para Dios» (Lucas 1, 37; cf. Génesis 18, 14) y dando su asentimiento: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lucas 1, 38)” (Catecismo..., n. 148).
Hace falta creer para alcanzar la verdad: “el conocimiento por creencia, que se funda sobre la confianza interpersonal, está en relación con la verdad: el hombre, creyendo, confía en la verdad que el otro le manifiesta” (Enc. Fides et ratio, n. 32). “La capacidad y la opción de confiarse uno mismo y la propia vida o otra persona constituyen ciertamente uno de los actos antropológicamente más significativos. No se ha de olvidar que también la razón necesita ser sostenida en su búsqueda por un diálogo confiado y una amistad sincera. El clima de sospecha y de desconfianza, que a veces rodea la investigación especulativa, olvida la enseñanza de los filósofos antiguos, quienes consideraban la amistad como uno de los contextos más adecuados para el buen filosofar” (Ibidem, n. 33).
Todo esto tiene su realización más eminente con la fe en Dios. Fiarse de Dios es lo más razonable y lo más confortante. “La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado (...); la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que El dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una criatura” (Catecismo..., n. 150). Nuestro Padre Dios se nos ha revelado por medio de su Hijo Jesucristo, y el Espíritu Santo infunde en nosotros la luz de la fe (cf. Ibidem, n. 151-152).