El Santo Padre concede su primera entrevista sobre la crisis mundial causada por el coronavirus al escritor y periodista británico Austen Ivereigh.
El Papa Francisco ha concedido su primera entrevista extensa sobre la crisis mundial causada por la pandemia de coronavirus al escritor y periodista británico Austen Ivereigh, autor de la biografía de referencia, «El Gran Reformador» (Ediciones B, Madrid, 2015), y del mejor libro sobre el pontificado, «Wounded Sepherd («Pastor herido» (Holt, Nueva York, 2019).
La entrevista, dirigida al mundo anglosajón, se publica hoy simultáneamente en «The Tablet» (Londres) y «Commonweal» (Nueva York). Por gentileza de Austen Ivereigh y del Papa Francisco, ABC ofrece en exclusiva el texto original en español.
Hacia finales de marzo le sugerí al Papa Francisco que quizá era un buen momento para dirigirse al mundo. La pandemia que tanto había afectado a Italia y España llegaba también al Reino Unido, Estados Unidos y Australia. Sin prometer nada, me pidió que le enviara las preguntas. Elegí seis temas: cada uno incluía una serie de preguntas que él podía contestar (o no) como le pareciera mejor. Después de una semana recibí una comunicación de que había grabado unas reflexiones en torno a mis preguntas. La entrevista fue en español.
Santo Padre, ¿cómo está viviendo la pandemia y encierro, tanto en la Casa Santa Marta como el Vaticano en general, en lo práctico y en lo espiritual?
La Curia trata de sacar adelante el trabajo, de vivir normalmente, organizándose por turnos para que no toda la gente esté junta en el mismo momento. Una cosa bien pensada. Mantenemos las medidas establecidas por las autoridades sanitarias. Aquí en Casa Santa Marta se han hecho dos turnos de comida, que ayudan bastante a aliviar el impacto. Cada uno trabaja en su oficina o desde su habitación con medios digitales. Todo el mundo está trabajando; aquí no hay ociosos.
¿Cómo lo vivo yo espiritualmente? Rezo más, porque creo que debo hacerlo, y pienso en la gente. Es algo que me preocupa: la gente. Pensar en la gente a mí me urge, me hace bien, me saca del egoísmo. Por supuesto tengo mis egoísmos: el martes viene el confesor, o sea que ahí arreglo las otras cosas. Pienso en mis responsabilidades de ahora y ya para el después. ¿Cuál va a ser mi servicio como obispo de Roma, como cabeza de la iglesia, en el después? Este después ya empezó a mostrar que va a ser un después trágico, un después doloroso, por eso conviene pensar desde ahora. Se ha organizado a través del Dicasterio del Desarrollo Humano Integral una comisión que trabaja en esto y se reúne conmigo.
La gran preocupación mía −al menos la que siento en la oración− es cómo acompañar al pueblo de Dios y estar más cercano a él. Este es el significado de la misa de las siete de la mañana en «streaming» (o retransmitida en directo), que mucha gente sigue y se siente acompañada; de algunas intervenciones mías, y del acto del 27 de marzo en la plaza de San Pedro. Y de un trabajo bastante intenso a través de la Limosnería Apostólica, de presencia para acompañar las situaciones de hambre y enfermedad. Estoy viviendo este momento con mucha incertidumbre. Es un momento de mucha inventiva, de creatividad.
Hay una novela italiana del siglo XIX muy querida por usted, que ha mencionado varias veces recientemente: «I Promessi Sposi» («Los novios») de Alessandro Manzoni. El drama de la novela se centra en la peste de Milán de 1630. Hay varios personajes del clero: el cura cobarde Don Abundio, el santo cardenal arzobispo Borromeo, y los frailes capuchinos que sirven en el «lazareto», una especie de hospital de campaña donde los contagiados son rigurosamente separados de los sanos. A la luz de la novela, ¿cómo ve el Papa la misión de la Iglesia en el contexto de la enfermedad Covid-19?
El cardenal Federico Borromeo realmente es un héroe de esa peste de Milán. Pero en uno de los capítulos se dice que pasó a saludar a un pueblo pero con la ventanilla del carruaje cerrada, quizá para protegerse. A la gente no le cayó muy bien. El pueblo de Dios necesita que el pastor esté cerca, que no se cuide demasiado. Hoy el pueblo de Dios necesita el pastor muy cerca, con la abnegación que tenían los capuchinos, que estaban cerca. La creatividad del cristiano se tiene que manifestar en abrir horizontes nuevos, en abrir ventanas, abrir transcendencia hacia Dios y hacia los hombres, y redimensionarse en la casa.
No es fácil estar encerrado en casa. Me viene a la mente un verso de la Eneida en medio de la derrota: el consejo de no bajar los brazos. Resérvense para mejores tiempos, porque en esos tiempos recordar esto que ha pasado nos ayudará. Cuídense para un futuro que va a venir. Y cuando llegue ese futuro, recordar lo que ha pasado les va a hacer bien. Cuidar el ahora, pero para el mañana. Todo esto con la creatividad. Una creatividad sencilla, que todos los días inventa. Dentro del hogar no es difícil descubrirla. Pero no huir, escaparse en alienaciones, que en este momento no sirven.
En relación a las políticas del estado en respuesta a la crisis, mientras la cuarentena masiva ha sido una señal de que algunos gobiernos están dispuestos a sacrificar el bienestar económico para beneficio de los más vulnerables, igualmente pone al descubierto el nivel de exclusión que antes se consideraba normal y aceptable.
Es cierto, algunos gobiernos han tomado medidas ejemplares con prioridades bien señaladas para defender a la población. Pero nos vamos dando cuenta de que todo nuestro pensamiento, nos guste o no nos guste, está estructurado en torno a la economía. En el mundo de las finanzas parece que es normal sacrificar. Una política de la cultura del descarte. Desde el principio al fin. Pienso, por ejemplo, en la selectividad prenatal. Hoy día es muy difícil encontrar personas con síndrome de Down por la calle. Cuando la tomografía los ve, los mandan al remitente. Una cultura de la eutanasia, legal o encubierta, en que al anciano se le dan las medicinas hasta un cierto punto.
Me viene a la mente la encíclica del Papa Pablo VI, la Humanae Vitae. La gran queja de los pastoralistas de la época se centraba en la píldora. Y no se dieron cuenta de la fuerza profética de esa encíclica, que era adelantarse al neomaltusianismo que se venía preparando para todo el mundo. Es una alerta de Pablo VI ante esa onda de neomaltusianismo. Lo vemos en la selección de la gente según la posibilidad de producir, de ser útil: la cultura del descarte. Los sin techo siguen siendo sin techo. Salió una fotografía el otro día de Las Vegas donde eran puestos en cuarentena en una plaza de estacionamiento. Y los hoteles estaban vacíos. Pero un sin techo no puede ir a un hotel. Ahí se ve ya en funcionamiento la teoría del descarte.
¿Se puede entender la crisis y su impacto económico como una oportunidad de una conversión ecológica, de revisar prioridades y nuestros modos de vivir? ¿Ve posibilidad de una sociedad y economía menos líquidas y más humanas?
Hay un dicho español: Dios perdona siempre, nosotros de vez en cuando, la naturaleza nunca. Las catástrofes parciales no fueron atendidas. Hoy día, ¿quién habla de los incendios de Australia? ¿De que hace un año y medio un barco cruzó el Polo Norte porque se podía navegar porque se habían disuelto los glaciares? ¿Quién habla de inundaciones? No sé si es la venganza, pero es la respuesta de la naturaleza.
Tenemos una memoria selectiva. Sobre esto quisiera insistir. Me impresionó cuando se celebró el 70 aniversario del desembarco en Normandía. Había gente de primer nivel de la política y la cultura internacional. Y festejaban. Es verdad que fue el comienzo del fin de la dictadura, pero ninguno se acordaba de los 10.000 muchachos que quedaron en esa playa. Cuando fui a Redipuglia en el centenario del fin de la Primera Guerra Mundial se veía un bonito monumento y nombres en la piedra, nada más. Yo lloré pensando en Benedicto XV (que se refirió a la Primera Guerra Mundial como «una matanza inútil») y lo mismo en Anzio el día de los difuntos; en todos los soldados norteamericanos allí sepultados. Cada uno tenía una familia, cada uno podía ser yo. Hoy aquí en Europa cuando se comienza a escuchar discursos populistas o decisiones políticas de ese tipo selectivo no es difícil recordar los discursos de Hitler de 1933, que eran más o menos lo mismo que los discursos de algún político europeo de hoy.
Me viene otra vez a la mente un verso de Virgilio: «Meminisce iuvavit». Recuperar la memoria, porque la memoria nos va a ayudar. Este es un tiempo para recuperar memoria. No es la primera peste de la humanidad. Las otras pasaron a ser anécdotas. Debemos recuperar la memoria de las raíces, de la tradición, que es memoriosa. En los Ejercicios de San Ignacio, la primera semana, y la contemplación para alcanzar el amor en la cuarta semana, están totalmente signadas por la memoria. Es una conversión con la memoria.
Esta crisis nos afecta a todos: a ricos y a pobres. Es una llamada de atención contra la hipocresía. A mí me preocupa la hipocresía de ciertos personajes políticos que hablan de sumarse a la crisis, que hablan del hambre en el mundo, y mientras hablan de eso fabrican armas. Es el momento de convertirnos de esa hipocresía funcional. Este es un tiempo de coherencia. O somos coherentes o perdimos todo.
Usted me pregunta sobre la conversión. Toda crisis es un peligro pero también una oportunidad. Y es la oportunidad de salir del peligro. Hoy creo que tenemos que desacelerar un determinado ritmo de consumo y de producción (Laudato si’, 191) y aprender a comprender y a contemplar la naturaleza. Y reconectarnos con nuestro entorno real. Esta es una oportunidad de conversión. Sí, veo signos iniciales de conversión a una economía menos líquida, más humana. Pero que no perdamos la memoria una vez que pasó esto, no archivarlo y volver a donde estábamos.
Este es el momento de dar el paso. Es pasar del uso y el mal uso de la naturaleza, a la contemplación. Los hombres hemos perdido la dimensión de la contemplación; tenemos que recuperarla.
Y hablando de contemplación, quisiera detenerme en un punto: es el momento de ver al pobre. Jesús nos dice que «a los pobres los tendréis siempre con vosotros». Y es verdad. Es una realidad, no podemos negarlo. Están ocultos, porque la pobreza es pudorosa. En Roma, en medio de esta cuarentena, un policía le dijo a un hombre: «No puede estar en la calle, tiene que ir a su casa». La respuesta fue: «No tengo casa. Yo vivo en la calle». Descubrir esa cantidad de gente que se margina… y cómo la pobreza es pudorosa, no la vemos. Están ahí, pasamos al lado pero no los vemos. Son parte del paisaje, son cosas. Santa Teresa de Calcuta los vio y se animó a empezar un camino de conversión.
Ver a los pobres significa devolverles la humanidad. No son cosas, no son descarte, son personas. No podemos hacer una política asistencialista como hacemos con los animales abandonados. Y muchas veces se trata a los pobres como animales abandonados. No podemos hacer una política asistencialista parcial. Me atrevo a dar un consejo. Es la hora de descender al subsuelo. Es conocida la novela corta de Dostoievski, «Memorias del subsuelo». En otro relato más breve, «Memorias de la casa muerta», los guardias de un hospital carcelario trataban a los presos pobres como cosas. Y viendo cómo trataban a uno que acababa de morir, otro de los presos les dijo: «¡Basta! ¡Ese hombre también tenía madre!». Decirnos muchas veces: ese pobre tuvo una madre que lo crio con amor. Después, en la vida no sabemos lo que pasó. Pero pensar en ese amor que recibió, en la ilusión de una madre, ayuda. Nosotros a los pobres no les damos derecho a soñar con su madre. No saben lo que es cariño, muchos viven drogados. Y ver eso nos puede ayudar a descubrir la piedad, la pietas que es una dimensión hacia Dios y hacia el prójimo. Descender al subsuelo, y pasar de la sociedad hipervirtualizada, sin carne, a la carne sufriente del pobre. Es una conversión que tenemos que hacer. Y si no empezamos por ahí, la conversión no va a andar.
Pienso en los santos de la puerta de al lado en este momento difícil. ¡Son héroes! Médicos, religiosas, sacerdotes, operarios que cumplen con los deberes para que la sociedad funcione. ¡Cuántos médicos y enfermeros han muerto! ¡Cuántos sacerdotes, cuántas religiosas han muerto! Sirviendo. Me viene a la mente una frase que decía el sastre, a mi juicio una de las personas mas simples pero coherentes de «I promessi sposi». Decía: «Non ho mai trovato que il Signore abbia cominciato un miracolo senza finirlo bene» («No he visto nunca que Dios comience un milagro y no lo termine bien»). Si reconocemos este milagro de los santos de al lado, de estos hombres y mujeres héroes, si sabemos seguir estas huellas, este milagro terminará bien, para bien de todos. Dios no deja las cosas a mitad de camino. Somos nosotros los que las dejamos y nos vamos. Es un lugar de metanoia (conversión) lo que estamos viviendo, y es la oportunidad de hacerlo. Hagámonos cargo y sigamos adelante.
¿Cómo es vivir esta Cuaresma y Pascua tan extraordinarias? ¿Tiene algún mensaje particular para los ancianos aislados, los jóvenes encerrados, y los empobrecidos por la crisis?
Usted me habla de ancianos aislados. Soledad y distancia. ¡Cuántos ancianos hay que los hijos no los van a ver en tiempos normales! Recuerdo que en Buenos Aires cuando visitaba los geriátricos yo les preguntaba: ¿Y qué tal la familia? «Ah, sí, muy bien, muy bien». «¿Vienen?» «Sí, ¡vienen siempre!». Luego la enfermera me decía que hace seis meses que no iban los hijos a verlos. La soledad y el abandono, la distancia. Sin embargo los ancianos siguen siendo raíces. Y deben hablar con los jóvenes. Esa tensión entre viejos y jóvenes tiene que resolverse siempre en el encuentro. Porque el joven es brote, follaje, pero necesita la raíz; si no, no puede dar fruto. El anciano es como raíz. Yo les diría a los ancianos de hoy: «Sé que sienten la muerte cerca y tienen miedo, pero miren para otro lado, recuerden a los nietos, y no dejen de soñar». Es lo que Dios les pide: soñar (Joel,3,1). ¿Qué les digo a los jóvenes? Anímense a mirar más adelante y sean profetas. Que el sueño de los ancianos corresponda a la profecía de ustedes. También Joel 3,1. Los empobrecidos por la crisis son los despojados de hoy, que se suman a tantos despojados de siempre, hombres y mujeres cuyo estado civil es «despojado». Lo han perdido todo o van a perder todo. ¿Qué sentido tiene hoy el despojo para mí a la luz del Evangelio?
Entrar en el mundo de los despojados, entender que aquel que tenía, hoy ya no tiene. Lo que pido a la gente es que se hagan cargo de los ancianos y los jóvenes. Que se hagan cargo de la historia y de los despojados. Y me viene a la mente otro verso de Virgilio cuando Eneas, derrotado en Troya, había perdido todo, y le quedaban dos caminos. O quedarse allí a llorar y terminar su vida, o aquello que tenía en el corazón de ir más adelante, subir al monte para salir de la guerra. Es un verso precioso: «Cessi, et sublato montem genitore petivi». «Cedí a la resistencia, y cargando a mi papá a la espalda, subí al monte». Eso es lo que tenemos que hacer hoy en día: tomar las raíces de nuestras tradiciones y subir al monte.
Entrevista de Austen Ivereigh, en abc.es.
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