Homilía pronunciada por san Josemaría 4-IV-1971, Domingo de Ramos, y publicada en “Es Cristo que pasa”
Como toda fiesta cristiana, ésta que celebramos es especialmente una fiesta de paz. Los ramos, con su antiguo simbolismo, evocan aquella escena del Génesis: esperó Noé otros siete días y, al cabo de ellos, soltó otra vez la paloma, que volvió a él a la tarde, trayendo en el pico una ramita verde de olivo. Conoció, por esto, Noé que las aguas no cubrían ya la tierra. Ahora recordamos que la alianza entre Dios y su pueblo es confirmada y establecida en Cristo, porque El es nuestra paz. En esa maravillosa unidad y recapitulación de lo viejo en lo nuevo, que caracteriza la liturgia de nuestra Santa Iglesia Católica, leemos en el día de hoy estas palabras de profunda alegría: los hijos de los hebreos, llevando ramos de olivo salieron al encuentro del Señor, clamando y diciendo: Gloria en las alturas.
La aclamación a Jesucristo se enlaza en nuestra alma con la que saludó su nacimiento en Belén. Mientras Jesús pasaba, cuenta San Lucas, las gentes tendían sus vestidos por el camino. Y estando ya cercano a la bajada del monte de los Olivos, los discípulos en gran número, transportados de gozo, comenzaron a alabar a Dios en alta voz por todos los prodigios que habían visto: bendito sea el Rey que viene en nombre del Señor, paz en el cielo y gloria en las alturas.
Pax in coelo, paz en el cielo. Pero miremos también el mundo: ¿por qué no hay paz en la tierra? No; no hay paz; hay sólo apariencia de paz, equilibrio de miedo, compromisos precarios. No hay paz tampoco en la Iglesia, surcada por tensiones que desgarran la blanca túnica de la Esposa de Cristo. No hay paz en muchos corazones, que intentan vanamente compensar la intranquilidad del alma con el ajetreo continuo, con la pequeña satisfacción de bienes que no sacian, porque dejan siempre el amargo regusto de la tristeza.
Las hojas de palma, escribe San Agustín, son símbolo de homenaje, porque significan victoria. El Señor estaba a punto de vencer, muriendo en la Cruz. Iba a triunfar, en el signo de la Cruz, sobre el Diablo, príncipe de la muerte. Cristo es nuestra paz porque ha vencido; y ha vencido porque ha luchado, en el duro combate contra la acumulada maldad de los corazones humanos.
Cristo, que es nuestra paz, es también el Camino. Si queremos la paz, hemos de seguir sus pasos. La paz es consecuencia de la guerra, de la lucha, de esa lucha ascética, íntima, que cada cristiano debe sostener contra todo lo que, en su vida, no es de Dios: contra la soberbia, la sensualidad, el egoísmo, la superficialidad, la estrechez de corazón. Es inútil clamar por el sosiego exterior si falta tranquilidad en las conciencias, en el fondo del alma, porque del corazón es de donde salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias.
Pero este lenguaje, ¿no resulta ya anticuado? ¿Acaso no ha sido sustituido por un idioma de ocasión, de claudicaciones personales encubiertas con un ropaje pseudocientífico? ¿No existe un acuerdo tácito en que los bienes reales son: el dinero que todo lo compra, el poderío temporal, la astucia para quedar siempre arriba, la sabiduría humana que se autodefine adulta, que piensa haber superado lo sacro?
No soy, ni he sido nunca pesimista, porque la fe me dice que Cristo ha vencido definitivamente y nos ha dado, como prenda de su conquista, un mandato, que es también un compromiso: luchar. Los cristianos tenemos un empeño de amor, que hemos aceptado libremente, ante la llamada de la gracia divina: una obligación que nos anima a pelear con tenacidad, porque sabemos que somos tan frágiles como los demás hombres. Pero a la vez no podemos olvidar que, si ponemos los medios, seremos la sal, la luz y la levadura del mundo: seremos el consuelo de Dios.
Nuestro ánimo de perseverar con tesón en este propósito de Amor es, además, deber de justicia. Y la materia de esta exigencia, común a todos los fieles, se concreta en una batalla constante. Toda la tradición de la Iglesia ha hablado de los cristianos como de milites Christi, soldados de Cristo. Soldados que llevan la serenidad a los demás, mientras combaten continuamente contra las personales malas inclinaciones. A veces, por escasez de sentido sobrenatural, por un descreimiento práctico, no se quiere entender nada de la vida en la tierra como milicia. Insinúan maliciosamente que, si nos consideramos milites Christi, cabe el peligro de utilizar la fe para fines temporales de violencia, de banderías. Ese modo de pensar es una triste simplificación poco lógica, que suele ir unida a la comodidad y a la cobardía.
Nada más lejos de la fe cristiana que el fanatismo, con el que se presentan los extraños maridajes entre lo profano y lo espiritual sean del signo que sean. Ese peligro no existe, si la lucha se entiende como Cristo nos ha enseñado: como guerra de cada uno consigo mismo, como esfuerzo siempre renovado de amar más a Dios, de desterrar el egoísmo, de servir a todos los hombres. Renunciar a esta contienda, con la excusa que sea, es declararse de antemano derrotado, aniquilado, sin fe, con el alma caída, desparramada en complacencias mezquinas.
Para el cristiano, el combate espiritual delante de Dios y de todos los hermanos en la fe, es una necesidad, una consecuencia de su condición. Por eso, si alguno no lucha, está haciendo traición a Jesucristo y a todo su cuerpo místico, que es la Iglesia.
La guerra del cristiano es incesante, porque en la vida interior se da un perpetuo comenzar y recomenzar, que impide que, con soberbia, nos imaginemos ya perfectos. Es inevitable que haya muchas dificultades en nuestro camino; si no encontrásemos obstáculos, no seríamos criaturas de carne y hueso. Siempre tendremos pasiones que nos tiren para abajo, y siempre tendremos que defendernos contra esos delirios más o menos vehementes.
Advertir en el cuerpo y en el alma el aguijón de la soberbia, de la sensualidad, de la envidia, de la pereza, del deseo de sojuzgar a los demás, no debería significar un descubrimiento. Es un mal antiguo, sistemáticamente confirmado por nuestra personal experiencia; es el punto de partida y el ambiente habitual para ganar en nuestra carrera hacia la casa del Padre, en este íntimo deporte. Por eso enseña San Pablo: yo voy corriendo, no como quien corre a la ventura, no como quien da golpes al aire, sino que castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que habiendo predicado a los otros, venga yo a ser reprobado.
El cristiano no debe esperar, para iniciar o sostener esta contienda, manifestaciones exteriores o sentimientos favorables. La vida interior no es cosa de sentimientos, sino de gracia divina y de voluntad, de amor. Todos los discípulos fueron capaces de seguir a Cristo en su día de triunfo en Jerusalén, pero casi todos le abandonaron a la hora del oprobio de la Cruz.
Para amar de verdad es preciso ser fuerte, leal, con el corazón firmemente anclado en la fe, en la esperanza y en la caridad. Sólo la ligereza insubstancial cambia caprichosamente el objeto de sus amores, que no son amores sino compensaciones egoístas. Cuando hay amor, hay entereza: capacidad de entrega, de sacrificio. de renuncia. Y, en medio de la entrega, del sacrificio y de la renuncia, con el suplicio de la contradicción, la felicidad y la alegría. Una alegría que nada ni nadie podrá quitarnos.
En este torneo de amor no deben entristecernos las caídas, ni aun las caídas graves, si acudimos a Dios con dolor y buen propósito en el sacramento de la Penitencia. El cristiano no es un maníaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada. Jesucristo Nuestro Señor se conmueve tanto con la inocencia y la fidelidad de Juan y, después de la caída de Pedro, se enternece con su arrepentimiento. Comprende Jesús nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día. Nos busca, como buscó a los dos discípulos de Emaús, saliéndoles al encuentro; como buscó a Tomás y le enseñó, e hizo que las tocara con sus dedos, las llagas abiertas en las manos y en el costado. Jesucristo siempre está esperando que volvamos a El, precisamente porque conoce nuestra debilidad.
Soporta las dificultades como buen soldado de Cristo Jesús, nos dice San Pablo. La vida del cristiano es milicia, guerra, una hermosísima guerra de paz, que en nada coincide con las empresas bélicas humanas, porque se inspiran en la división y muchas veces en los odios, y la guerra de los hijos de Dios contra el propio egoísmo, se basa en la unidad y en el amor. Vivimos en la carne, pero no militamos según la carne. Porque las armas con las que combatimos no son carnales, sino fortaleza de Dios para destruir fortalezas, desbaratando con ellas los proyectos humanos, y toda altanería que se levante contra la ciencia de Dios. Es la escaramuza sin tregua contra el orgullo, contra la prepotencia que nos dispone a obrar el mal, contra los juicios engreídos.
En este Domingo de Ramos, cuando Nuestro Señor comienza la semana decisiva para nuestra salvación, dejémonos de consideraciones superficiales, vayamos a lo central, a lo que verdaderamente es importante. Mirad: lo que hemos de pretender es ir al cielo. Si no, nada vale la pena. Para ir al cielo, es indispensable la fidelidad a la doctrina de Cristo. Para ser fiel, es indispensable porfiar con constancia en nuestra contienda contra los obstáculos que se oponen a nuestra eterna felicidad.
Sé que, en seguida, al hablar de combatir, se nos pone por delante nuestra debilidad, y prevemos las caídas, los errores. Dios cuenta con esto. Es inevitable que, caminando, levantemos polvo. Somos criaturas y estamos llenos de defectos. Yo diría que tiene que haberlos siempre: son la sombra que, en nuestra alma, logra que destaquen más, por contraste, la gracia de Dios y nuestro intento por corresponder al favor divino. Y ese claroscuro nos hará humanos, humildes, comprensivos, generosos.
No nos engañemos: en la vida nuestra, si contamos con brío y con victorias, deberemos contar con decaimientos y con derrotas. Esa ha sido siempre la peregrinación terrena del cristiano, también la de los que veneramos en los altares. ¿Os acordáis de Pedro, de Agustín, de Francisco? Nunca me han gustado esas biografías de santos en las que, con ingenuidad, pero también con falta de doctrina, nos presentan las hazañas de esos hombres como si estuviesen confirmados en gracia desde el seno materno. No. Las verdaderas biografías de los héroes cristianos son como nuestras vidas: luchaban y ganaban, luchaban y perdían. Y entonces, contritos, volvían a la lucha.
No nos extrañe que seamos derrotados con relativa frecuencia, de ordinario y aun siempre en materias de poca importancia, que nos punzan como si tuvieran mucha. Si hay amor de Dios, si hay humildad, si hay perseverancia y tenacidad en nuestra milicia, esas derrotas no adquirirán demasiada importancia. Porque vendrán las victorias, que serán gloria a los ojos de Dios. No existen los fracasos, si se obra con rectitud de intención y queriendo cumplir la voluntad de Dios, contando siempre con su gracia y con nuestra nada.
Pero nos acecha un potente enemigo, que se opone a nuestro deseo de encarnar acabadamente la doctrina de Cristo: la soberbia, que crece cuando no intentamos descubrir, después de los fracasos y de las derrotas, la mano bienhechora y misericordiosa del Señor. Entonces el alma se llena de penumbras −de triste oscuridad−, se cree perdida. Y la imaginación inventa obstáculos que no son reales, que desaparecerían si mirásemos sólo con un poquito de humildad. Con la soberbia y la imaginación, el alma se mete a veces en tortuosos calvarios; pero en esos calvarios no está Cristo, porque donde está el Señor se goza de paz y de alegría, aunque el alma esté en carne viva y rodeada de tinieblas.
Otro enemigo hipócrita de nuestra santificación: el pensar que esta batalla interior ha de dirigirse contra obstáculos extraordinarios, contra dragones que respiran fuego. Es otra manifestación del orgullo. Queremos luchar, pero estruendosamente, con clamores de trompetas y tremolar de estandartes.
Hemos de convencernos de que el mayor enemigo de la roca no es el pico o el hacha, ni el golpe de cualquier otro instrumento, por contundente que sea: es ese agua menuda, que se mete, gota a gota, entre las grietas de la peña, hasta arruinar su estructura. El peligro más fuerte para el cristiano es despreciar la pelea en esas escaramuzas, que calan poco a poco en el alma, hasta volverla blanda, quebradiza e indiferente, insensible a las voces de Dios.
Oigamos al Señor, que nos dice: quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho, y quien es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho. Que es como si nos recordara: lucha cada instante en esos detalles en apariencia menudos, pero grandes a mis ojos; vive con puntualidad el cumplimiento del deber; sonríe a quien lo necesite, aunque tú tengas el alma dolorida; dedica, sin regateo, el tiempo necesario a la oración; acude en ayuda de quien te busca; practica la justicia, ampliándola con la gracia de la caridad.
Son éstas, y otras semejantes, las mociones que cada día sentiremos dentro de nosotros, como un aviso silencioso que nos lleva a entrenarnos en este deporte sobrenatural del propio vencimiento. Que la luz de Dios nos ilumine, para percibir sus advertencias; que nos ayude a pelear, que esté a nuestro lado en la victoria; que no nos abandone en la hora de la caída, porque así nos encontraremos siempre en condiciones de levantarnos y de seguir combatiendo.
No podemos detenernos. El Señor nos pide un batallar cada vez más rápido, cada vez más profundo, cada vez más amplio. Estamos obligados a superarnos, porque en esta competición la única meta es la llegada a la gloria del cielo. Y si no llegásemos al cielo, nada habría valido la pena.
El que desea luchar, pone los medios. Y los medios no han cambiado en estos veinte siglos de cristianismo: oración, mortificación y frecuencia de Sacramentos. Como la mortificación es también oración −plegaria de los sentidos−, podemos describir esos medios con dos palabras sólo: oración y Sacramentos.
Quisiera que considerásemos ahora ese manantial de gracia divina de los Sacramentos, maravillosa manifestación de la misericordia de Dios. Meditemos despacio la definición que recoge el Catecismo de San Pío V: ciertas señales sensibles que causan la gracia, y al mismo tiempo la declaran, como poniéndola delante de los ojos. Dios Nuestro Señor es infinito, su amor es inagotable, su clemencia y su piedad con nosotros no admiten límites. Y, aunque nos concede su gracia de muchos otros modos, ha instituido expresa y libremente —sólo El podía hacerlo— estos siete signos eficaces, para que de una manera estable, sencilla y asequible a todos, los hombres puedan hacerse partícipes de los méritos de la Redención.
Si se abandonan los Sacramentos, desaparece la verdadera vida cristiana. Sin embargo, no se nos oculta que particularmente en esta época nuestra no faltan quienes parece que olvidan, y que llegan a despreciar, esta corriente redentora de la gracia de Cristo. Es doloroso hablar de esta llaga de la sociedad que se llama cristiana, pero resulta necesario, para que en nuestras almas se afiance el deseo de acudir con más amor y gratitud a esas fuentes de santificación.
Deciden sin el menor escrúpulo retardar el bautismo de los recién nacidos, privándoles −con un grave atentado contra la justicia y contra la caridad− de la gracia de la fe, del tesoro incalculable de la inhabitación de la Trinidad Santísima en el alma, que viene al mundo manchada por el pecado original. Pretenden también desvirtuar la naturaleza propia del Sacramento de la Confirmación, en el que la Tradición unánimemente ha visto siempre un robustecimiento de la vida espiritual, una efusión callada y fecunda del Espíritu Santo, para que, fortalecida sobrenaturalmente, pueda el alma luchar −miles Christi, como soldado de Cristo− en esa batalla interior contra el egoísmo y la concupiscencia.
Si se pierde la sensibilidad para las cosas de Dios, difícilmente se entenderá el Sacramento de la Penitencia. La confesión sacramental no es un diálogo humano, sino un coloquio divino; es un tribunal, de segura y divina justicia y, sobre todo, de misericordia, con un juez amoroso que no desea la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.
Verdaderamente es infinita la ternura de Nuestro Señor. Mirad con qué delicadeza trata a sus hijos. Ha hecho del matrimonio un vínculo santo, imagen de la unión de Cristo con su Iglesia, un gran sacramento en el que se funda la familia cristiana, que ha de ser, con la gracia de Dios, un ambiente de paz y de concordia, escuela de santidad. Los padres son cooperadores de Dios. De ahí arranca el amable deber de veneración, que corresponde a los hijos. Con razón, el cuarto mandamiento puede llamarse −lo escribí hace tantos años− dulcísimo precepto del decálogo. Si se vive el matrimonio como Dios quiere, santamente, el hogar será un rincón de paz, luminoso y alegre.
Nuestro Padre Dios nos ha dado, con el Orden sacerdotal, la posibilidad de que algunos fieles, en virtud de una nueva e inefable infusión del Espíritu Santo, reciban un carácter indeleble en el alma, que los configura con Cristo Sacerdote, para actuar en nombre de Jesucristo, Cabeza de su Cuerpo Místico. Con este sacerdocio ministerial, que difiere del sacerdocio común de todos los fieles esencialmente y no con diferencia de grado, los ministros sagrados pueden consagrar el Cuerpo y la Sangre de Cristo, ofrecer a Dios el Santo Sacrificio, perdonar los pecados en la confesión sacramental, y ejercitar el ministerio de adoctrinar a las gentes, in iis quæ sunt ad Deum, en todo y sólo lo que se refiere a Dios.
Por eso el sacerdote debe ser exclusivamente un hombre de Dios, rechazando el pensamiento de querer brillar en los campos en los que los demás cristianos no necesitan de él. El sacerdote no es un psicólogo, ni un sociólogo, ni un antropólogo: es otro Cristo, Cristo mismo, para atender a las almas de sus hermanos. Sería triste que el sacerdote, basándose en una ciencia humana −que, si se dedica a su tarea sacerdotal, cultivará sólo a nivel de aficionado y aprendiz−, se creyera facultado sin más para pontificar en teología dogmática o moral. Lo único que haría es demostrar su doble ignorancia −en la ciencia humana y en la ciencia teológica−, aunque un aire superficial de sabio consiguiese engañar a algunos lectores u oyentes indefensos.
Es un hecho público que algunos eclesiásticos parecen hoy dispuestos a fabricar una nueva Iglesia, traicionando a Cristo, cambiando los fines espirituales −la salvación de las almas, una por una− por fines temporales. Si no resisten a esa tentación, dejarán de cumplir su sagrado ministerio, perderán la confianza y el respeto del pueblo y producirán una tremenda destrucción dentro de la Iglesia, entrometiéndose además, indebidamente, en la libertad política de los cristianos y de los demás hombres, con la consiguiente confusión −se hacen ellos mismos peligrosos− en la convivencia civil. El Orden Sagrado es el sacramento del servicio sobrenatural a los hermanos en la fe; algunos parecen querer convertirlo en el instrumento terreno de un nuevo despotismo.
Pero sigamos contemplando la maravilla de los Sacramentos. En la Unción de los enfermos, como ahora llaman a la Extrema Unción, asistimos a una amorosa preparación del viaje, que terminará en la casa del Padre. Y con la Sagrada Eucaristía, sacramento −si podemos expresarnos así− del derroche divino, nos concede su gracia, y se nos entrega Dios mismo: Jesucristo, que está realmente presente siempre −y no sólo durante la Santa Misa− con su Cuerpo, con su Alma, con su Sangre y con su Divinidad.
Pienso repetidamente en la responsabilidad, que incumbe a los sacerdotes, de asegurar a todos los cristianos ese cauce divino de los Sacramentos. La gracia de Dios viene en socorro de cada alma; cada criatura requiere una asistencia concreta, personal. ¡No pueden tratarse las almas en masa! No es lícito ofender la dignidad humana y la dignidad de hijo de Dios, no acudiendo personalmente a cada uno con la humildad del que se sabe instrumento, para ser vehículo del amor de Cristo: porque cada alma es un tesoro maravilloso; cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo.
Hablábamos antes de lucha. Pero la lucha exige entrenamiento, una alimentación adecuada, una medicina urgente en caso de enfermedad, de contusiones, de heridas. Los Sacramentos, medicina principal de la Iglesia, no son superfluos: cuando se abandonan voluntariamente, no es posible dar un paso en el camino del seguimiento de Jesucristo: los necesitamos como la respiración, como el circular de la sangre, como la luz, para apreciar en cualquier instante lo que el Señor quiere de nosotros.
La ascética del cristiano exige fortaleza; y esa fortaleza la encuentra en el Creador. Somos la oscuridad, y El es clarísimo resplandor; somos la enfermedad, y El es salud robusta; somos la escasez, y El la infinita riqueza; somos la debilidad, y El nos sustenta, quia tu es, Deus, fortitudo mea, porque siempre eres, oh Dios mío, nuestra fortaleza. Nada hay en esta tierra capaz de oponerse al brotar impaciente de la Sangre redentora de Cristo. Pero la pequeñez humana puede velar los ojos, de modo que no adviertan la grandeza divina. De ahí la responsabilidad de todos los fieles, y especialmente de los que tienen el oficio de dirigir −de servir− espiritualmente al Pueblo de Dios, de no cegar las fuentes de la gracia, de no avergonzarse de la Cruz de Cristo.
En la Iglesia de Dios, el tesón constante por ser siempre más leales a la doctrina de Cristo, es obligación de todos. Nadie está exento. Si los pastores no luchasen personalmente para adquirir finura de conciencia, respeto fiel al dogma y a la moral −que constituyen el depósito de la fe y el patrimonio común−, cobrarían realidad las proféticas palabras de Ezequiel: Hijo del hombre, profetiza contra los pastores de Israel. Profetiza, diciéndoles: así habla el Señor Yavé: ¡ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿Los pastores no son para apacentar el rebaño? Vosotros comíais la grosura de las ovejas, os vestíais de su lana... No confortasteis a las flacas, no curasteis a las enfermas, no vendasteis a las heridas, no redujisteis a las descarriadas, no buscabais a las que se habían perdido, sino que dominabais a todas con violencia y dureza.
Son reprensiones fuertes, pero más grave es la ofensa que se hace a Dios cuando, habiendo recibido el encargo de velar por el bien espiritual de todos, se maltrata a las almas, privándoles del agua limpia del Bautismo, que regenera al alma; del aceite balsámico de la Confirmación, que la fortalece; del tribunal que perdona, del alimento que da la vida eterna.
¿Cuándo puede suceder esto? Cuando se abandona esta guerra de paz. Quien no pelea, se expone a cualquiera de las esclavitudes, que saben aherrojar los corazones de carne: la esclavitud de una visión exclusivamente humana, la esclavitud del deseo afanoso de poder y de prestigio temporal, la esclavitud de la vanidad, la esclavitud del dinero, la servidumbre de la sensualidad...
Si alguna vez, porque Dios puede permitir esa prueba, tropezáis con pastores indignos de este nombre, no os escandalicéis. Cristo ha prometido asistencia infalible e indefectible a su Iglesia, pero no ha garantizado la fidelidad de los hombres que la componen. A estos no les faltará la gracia −abundante, generosa− si ponen de su parte lo poco que Dios pide: vigilar atentamente empeñándose en quitar, con la gracia de Dios, los obstáculos para conseguir la santidad. Si no hay lucha, también el que parece estar alto puede estar muy bajo a los ojos de Dios. Conozco tus acciones, tu conducta; sé que tienes nombre de viviente y estás muerto. Está atento y consolida lo que queda de tu grey, que está para morir, pues no he hallado tus obras cabales en presencia de mi Dios. Recuerda, qué cosas has recibido y oíste, y guárdalas y arrepiéntete.
Son exhortaciones del apóstol San Juan, en el siglo primero, dirigidas a quien tenía la responsabilidad de la Iglesia en la ciudad de Sardis. Porque el posible decaimiento del sentido de la responsabilidad en algunos pastores no es un fenómeno moderno; surge ya en tiempos de los apóstoles, en el mismo siglo en el que había vivido en la tierra Jesucristo Nuestro Señor. Y es que nadie está seguro, si deja de pelear consigo mismo. Nadie puede salvarse solo. Todos en la Iglesia necesitamos de esos medios concretos que nos fortalecen: de la humildad, que nos dispone a aceptar la ayuda y el consejo; de las mortificaciones, que allanan el corazón, para que en él reine Cristo; del estudio de la Doctrina segura de siempre, que nos conduce a conservar en nosotros la fe y a propagarla.
La liturgia del Domingo de Ramos pone en boca de los cristianos este cántico: levantad, puertas, vuestros dinteles; levantaos, puertas antiguas, para que entre el Rey de la gloria. El que se queda recluido en la ciudadela del propio egoísmo no descenderá al campo de batalla. Sin embargo, si levanta las puertas de la fortaleza y permite que entre el Rey de la paz, saldrá con El a combatir contra toda esa miseria que empaña los ojos e insensibiliza la conciencia.
Levantad las puertas antiguas. Esta exigencia de combate no es nueva en el cristianismo. Es la verdad perenne. Sin lucha, no se logra la victoria; sin victoria, no se alcanza la paz. Sin paz, la alegría humana será sólo una alegría aparente, falsa, estéril, que no se traduce en ayuda a los hombres, ni en obras de caridad y de justicia, de perdón y de misericordia, ni en servicio de Dios.
Ahora, dentro y fuera de la Iglesia, arriba y abajo, da la impresión de que muchos han renunciado a la lucha −a esa guerra personal contra las propias claudicaciones−, para entregarse con armas y bagaje a servidumbres que envilecen el alma. Ese peligro nos acechará siempre a todos los cristianos.
Por eso, es preciso acudir insistentemente a la Trinidad Santísima, para que tenga compasión de todos. Al hablar de estas cosas, me estremece referirme a la justicia de Dios. Acudo a su misericordia, a su compasión, para que no mire nuestros pecados, sino los méritos de Cristo y los de su Santa Madre, que es también Madre nuestra, los del Patriarca San José que le hizo de Padre, los de los Santos.
El cristiano puede vivir con la seguridad de que, si desea luchar, Dios le cogerá de su mano derecha, como se lee en la Misa de esta fiesta. Jesús, que entra en Jerusalén cabalgando un pobre borrico, Rey de paz, es el que dijo: el reino de los cielos se alcanza a viva fuerza, y los que la hacen son los que lo arrebatan. Esa fuerza no se manifiesta en violencia contra los demás: es fortaleza para combatir las propias debilidades y miserias, valentía para no enmascarar las infidelidades personales, audacia para confesar la fe también cuando el ambiente es contrario.
Hoy, como ayer, del cristiano se espera heroísmo. Heroísmo en grandes contiendas, si es preciso. Heroísmo −y será lo normal− en las pequeñas pendencias de cada jornada. Cuando se pelea de continuo, con Amor y de este modo que parece insignificante, el Señor está siempre al lado de sus hijos, como pastor amoroso: Yo mismo apacentaré mis ovejas. Yo mismo las llevaré a la majada. Buscaré la oveja perdida, traeré la extraviada, vendaré a la que esté herida, curaré a las enfermas... Habitarán en su tierra en seguridad, y sabrán que yo soy Yavé, cuando rompa las coyundas de su yugo y las arranque de las manos de los que las esclavizaron.
Fuente: opusdei.org.
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