Durante casi 20 años, ayudó a más de un millar de enfermos incurables en paliativos
"Estuvo casi 20 años yendo a ayudar al hospital; sólo dejó de ir los dos últimos, en que cuidó de mi madre", dice Lourdes, una de sus hijas
Llevaba cerca de 20 años yendo cada día al Hospital Centro de Cuidados Laguna (Madrid). Era el más veterano de los voluntarios. Acompañaba en el trance de la muerte a los enfermos terminales en cuidados paliativos. Le cogió las manos a más de un millar.
Por eso esta no es la crónica de una despedida, sino la de una celebración. La del tipo que chocaba los cinco y que daba la paz. Así le van a recordar siempre allí donde muchos olvidan: porque Fermín González repartía su tiempo entre los enfermos a los que se les acababa la vida y también entre los que la pasan con alzhéimer.
Nació hace 82 años en Jaén. A los dos meses fue trasladado a Madrid por culpa de la Guerra Civil. Tuvo cinco hijos y 13 nietos (uno más venía de camino). Trabajó como contable. Se casó con María Isabel, que mañana hará dos meses que se le murió a causa de una insuficiencia cardíaca. Él lo hizo este lunes por culpa del coronavirus.
«Llevaba cerca de dos décadas como voluntario. Sólo dejó de ir a ayudar al hospital estos dos últimos años en los que enfermó nuestra madre. Pero, desde que ésta falleció el 27 de enero, regresó. A él le daba la vida eso: estar con los ancianos en el centro».
Habla su hija Lourdes, que es enfermera en el 12 de Octubre y que intuyó que algo iba mal hace dos viernes: fue a verlo a casa, Fermín −que nunca paraba quieto− no tenía fuerzas para moverse, aquel no se parecía a su padre.
«Estaba muy cansado, tosía, tenía 37 de temperatura, decidí quedarme con él a comer y también por la noche. Entonces le subió la fiebre a 38,5. A las seis de la mañana le faltaba el aire y nos fuimos al hospital».
«Estuvo toda la mañana en urgencias, lloraba porque se veía indefenso. Me decía: ‘Tengo mucha angustia’. Le dolía el pecho. Dio positivo, le detectaron una neumonía y quedó ingresado».
En un libro titulado Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, Tim O’Brian escribía de los objetos que portaban los soldados estadounidenses de la compañía Alfa que peleó en Vietnam. Cosas como abrelatas, navajas de bolsillo, fósforos, chicles o cigarrillos.
Porque somos las cosas que necesitamos.
Los objetos de Fermín.
Lo que le llevó su hija mayor en un bolso a su padre aquel sábado: 1. Cargador para el móvil. 2. Galletitas. 3. Una chaqueta. 4. Las gafas de cerca. 5. Y, por supuesto, una Biblia.
De Fermín hablan los objetos y también los amigos.
Ana María era su amiga en el centro de cuidados paliativos al que acudía a echar una mano o las dos. «Iba siempre desde las ocho hasta las dos, incluso más. Como era el que más tiempo llevaba, formaba a otros voluntarios, era muy dulce, si yo iba acelerada, él me frenaba, le brillaban mucho los ojos. Fue uno de los tres primeros voluntarios que tuvo el centro... Hoy hay más de 120».
Ángel Pérez era su amigo de primera línea de trinchera, el Hutch que necesita todo Starsky: se metían en el coche los dos, iban a ayudar a la gente que andaba derrapando por ahí. «No metía ningún ruido, no se las daba de nada».
La anécdota tuvo lugar en uno de esos días de antaño en que todos los voluntarios del centro cabían en un Mini. Iban los dos a casa de un enfermo ciego para acompañarle en coche a una cita. Cuando Fermín se ausentó un instante, aquel invidente le habló a Ángel: «Si supiera usted lo que es para mí este hombre. Cuando se va, cuento los días que faltan para que vuelva a venir». Al regresar Fermín, Ángel le preguntó cómo es que aquel desconocido le tenía tamaña devoción. Le contestó: «No hago nada. Le llevo a pasear, me tomo un café con él, le acerco al podólogo, al banco... Como sus hijos no vienen a verle, le saco yo».
El domingo y el lunes siguientes a su ingreso hospitalario, los médicos eran optimistas con respecto a la salud de Fermín. «El martes le llamé y no me lo cogía. Se liaba con el móvil, lo tenía en silencio sin darse cuenta y eso le ponía nervioso. Ese día le terminaron poniendo oxígeno. La doctora nos dijo que la cosa se había complicado: tenía una neumonía bilateral severa. Luego estuvo cinco días en coma inducido».
Hacía todos los recados. Tenía buenas manos. Bromeaba mucho. Los hijos recuerdan los veranos de campin libre en la playa. Esos viajes en coche sin aire acondicionado y donde no se cabía: la España que fuimos. Muchas veces se acercaba hasta la localidad de Santa María de la Alameda o hasta el embalse de Valmayor a (no) pescar truchas y carpas. Sonreía casi siempre. Incluso cuando se le enredaba el sedal: Fermín y el agua bendita.
«Cuando mi madre estaba mala, él siempre nos decía: ‘Yo sólo le pido a Dios no dar guerra’. No ha dado ninguna».
La inhumación fue este martes en el cementerio de San Justo. La familia tuvo la suerte («la suerte», nos reiteraban) de disponer de un nicho vacío que había junto a su esposa.
Su hijo Carlos estaba en Bruselas y no pudo venir. Su hijo Fermín estaba en Valencia y tampoco. Su hija Paloma vive en Lousiana y menos. Las medidas del confinamiento sólo permitieron que estuvieran sus hijas Lourdes e Isabel y el esposo de ésta, José Alberto, porque residen en Móstoles. Ellos tres y Ricardo, un amigo íntimo de Fermín. Permanecieron a más de dos metros de distancia. Los cuatro. No hubo abrazos.
Pero quedan los que él daba.
Los familiares y amigos nos dicen que era un hombre sabio. Con una sabiduría que ya no se lleva y que se contagia poco.
Y todo apunta a que era así.
Verán, en la postrera conversación que tuvo por teléfono con su hija Lourdes desde el hospital, ésta le dijo las últimas tres palabras:
−Te quiero mucho.
El hombre que había acompañado en la muerte a más de un millar de enfermos, el que le hizo ver a un ciego, le contestó con dos.
−Lo sé.
Pedro Simón, en elmundo.es.
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