Si tuviera que decir en qué nos ha ayudado más el papa Francisco con sus enseñanzas, exhortaciones, homilías y encíclicas, diría esto: nos ha hecho ver que Dios es un Padre cariñoso, tierno, cercanísimo, misericordioso, ilusionado con la felicidad de sus hijos
Hoy [el pasado viernes, 13 de marzo] es el séptimo aniversario de la elección del papa Francisco. Una oportunidad para hacer un balance de su papado. Pero han pasado tantas cosas durante estos años, que un balance necesariamente breve puede resultar una tarea difícil e inútil.
Prefiero limitarme a señalar un elemento de sus enseñanzas que me parece de enorme importancia para la Humanidad, y que considero, en cierto modo, la clave para entender el magisterio de este gran papa.
Me refiero a la revolución que Francisco ha pretendido, no poner en marcha, porque la puso en marcha Dios mismo, sino impulsar en todo el mundo: la revolución de la ternura. Una revolución que nace del corazón tierno y misericordioso de Jesús y que tiene que incendiar los corazones de cada persona y de la sociedad entera.
«El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura», afirma el papa en Evangelii gaudium 88. Se trata de la gran revolución que el mundo necesita para ser más humano, más justo, más feliz: un mundo imperfecto, sin duda, pero alegre por el amor fraterno y la esperanza de la salvación.
En unas palabras que recoge el semanario italiano Credere, el 4 de diciembre de 2015, afirma el papa: «Sentí que Jesús quiere abrir la puerta de Su corazón, que el Padre quiere mostrar sus entrañas de misericordia, y que por esto nos envía el Espíritu: para movernos y conmovernos».
En estas palabras –podríamos elegir otras muchas– se resume la clave de su pontificado: no es el papa quien ha tenido una idea muy interesante, sino que es Dios quien quiere mostrar sus entrañas de misericordia; el papa no hace más que impulsar ese deseo divino. Y lo ha hecho y lo hace de mil maneras. Primero con su ejemplo, y después con sus escritos, su predicación y sus gestos a veces sorprendentes.
Si tuviera que decir en qué nos ha ayudado más el papa Francisco con sus enseñanzas, exhortaciones, homilías y encíclicas, diría esto: nos ha hecho ver que Dios es un Padre cariñoso, tierno, cercanísimo, misericordioso, ilusionado con la felicidad de sus hijos.
El papa nos ha enseñado a vivir la ternura y la misericordia con todos nuestros hermanos, especialmente con los que sufren; a acoger y no condenar, a ponernos en la piel del otro, a mirar con la mirada tierna de Dios.
Pero todo eso no es otra cosa que el Evangelio, podríamos pensar. Sí, en efecto, no hay más que leer la parábola del hijo pródigo y recordar cómo perdona aquel padre a su hijo: va corriendo a su encuentro, lo abraza y lo cubre de besos.
El papa Francisco nos señala con el dedo a ese Dios Padre revelado por Jesucristo. Y nos recuerda que para conmovernos con el amor de ese Padre necesitamos al Espíritu Santo, que sigue siendo el Gran Desconocido.
A lo largo de estos años de su pontificado he constatado también un fenómeno que me apena: hay personas que se empeñan en ver al papa (y juzgarlo) a partir de unos prejuicios que oscurecen la mirada y deforman la realidad. Unos solo ven en él a un papa progresista; otros, a un papa conservador.
Creo que daremos un gran paso si, dejando a un lado los prejuicios, nos esforzamos en entender el mensaje que Jesucristo trata de transmitirnos a través de su Vicario en la tierra: hay que abrir el corazón a la ternura de Dios.