El reciente poemario de Enrique García Máiquez es un canto enamorado: sus hermosos versos destilan una sencilla belleza que oscila desde la cotidianeidad familiar y el buen humor hasta las verdades más profundas de la fe cristiana
Enrique García-Máiquez, el amigo poeta de El Puerto de Santa María, Cádiz, me ha enviado con una generosa dedicatoria su último poemario que lleva por título Mal que bien. El volumen de 95 páginas, publicado por la editorial Rialp, hace el número 671 de la prestigiosa colección Adonáis, que constituye un verdadero monumento de la creación poética en español.
Este librito de poemas, tras nueve años de silencio poético del autor, está lleno de luz, de buen humor, de fe sobrenatural y de una impresionante erudición literaria. Cada verso es el eco de los miles de versos que ha leído el autor y que probablemente solo los muy expertos serán capaces de descubrir.
En mi primera lectura tres poemas me emocionaron en particular, quizá porque descubrí en ellos una peculiar sintonía de nuestros corazones. El primero titulado Empujones nos habla de nuestros muertos. Lo copio íntegro pues a mí me pasa lo mismo; me basta con cambiar los nombres propios (p. 26):
Vosotros, muertos con los que he vivido
y a los que sigo amando cada día,
qué cerca estáis −abuelos, madre mía,
tía Lola, Ana... −hablándome al oído.
Hoy son mis hijos los que os han perdido
y echo de menos algo en su alegría,
aunque no se hagan cargo todavía
o jamás, olvidados de su olvido.
Les hablo de vosotros con frecuencia,
imito vuestros gestos a conciencia
y a empujones os traigo hasta el presente.
Yo trato de saltar sobre un abismo,
y en una y otra orilla estoy yo mismo
y el vértigo de ver que no hay un puente.
Así es, conforme nos hacemos mayores nuestros muertos están cada vez más vivos en nosotros y hablamos de ellos a los jóvenes, e incluso imitamos sus gestos.
Nuestra pobre vida y nuestra frágil memoria son ya los únicos puentes. Y en esta misma sección sobre la muerte, titulada con fe Hasta pronto, me ha conmovido hasta la lágrima el brevísimo Epitafio a una joven madre, dedicado a Cristina Moreno, y que transcribo aquí:
No, no te sea leve la tierra en que reposas
ni tampoco tranquila. No estás acostumbrada.
Que sobre ella retumben cada día más firmes
los pasos de tus hijos y el ruido de sus risas.
Busco en Wikipedia y me recuerda que la locución latina Sit tibi terra levis −“que la tierra te sea leve”− era utilizada en el mundo romano precristiano como epitafio en las lápidas, frecuentemente abreviada con las iniciales S·T·T·L. En contraste con el paganismo romano, una joven madre, fallecida prematuramente, lo que anhela no es la triste paz de los cementerios, sino las gozosas risas y el cordial alboroto de sus hijos.
En relación con esto, leía ayer al poeta Ramón Gaya: “Todo el terror de la muerte desaparecería si pudiéramos morir en los brazos de nuestra madre; sería ése el momento que más necesitaríamos tenerla a nuestro lado”. Y a mi memoria creyente −“ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”− acudían aquellas tres líneas finales del poema de Dámaso Alonso A la Virgen María:
Virgen María, madre,
dormir quiero en tus brazos
hasta que en Dios despierte.
El poemario de García-Máiquez contiene en total 49 poemas, más unas Primeras líneas (p. 9) y una Bendición final dedicada al padre del poeta (p. 89). Está organizado en siete secciones de siete poemas cada una con los siguientes títulos: Ten piedad, tiempo (pp. 11-21), Hasta pronto (pp. 23-32), Cuerpos gloriosos (pp. 33-41), Monogamia (pp. 43-52), Su rostro en mi espalda (pp. 53-62), Al alimón (pp. 65-76) y En realidad (pp. 79-88).
Un rasgo llamativo de muchos de los poemas aquí reunidos es que son divertidos; están llenos a la vez de un sonoro realismo andaluz y de un enorme buen humor. En particular me ha impactado el desparpajo con el que el poeta expresa su fe cristiana: se advierte que en él la fe es algo bien vivo, capaz de dar sentido a la muerte y a tantas pequeñas cosas que llenan la vida, sobre todo, el trato habitual con sus hijos, su esposa y sus amigos. Necesitamos poetas como Enrique que nos hablen de la atractiva belleza de la vida cristiana real. Viene a mi recuerdo aquello tan profundo de Simone Weil en La gravedad y la gracia: “El mal imaginario es romántico, variado; el mal real, triste, monótono, desértico, tedioso. El bien imaginario es aburrido; el bien real es siempre nuevo, maravilloso, embriagante”.
En la solapa del libro se escribe acertadamente que en este volumen “la versatilidad métrica y la frescura de los versos se combinan con el humor, la inesperada hondura, el cuidado coloquialismo, la elegante ironía, la emoción sostenida y la incansable vuelta a sus maestros clásicos y contemporáneos”. Traeré como última muestra un poema algo más largo que también me cautivó en la primera lectura: se trata −evocando a Keats− de A Thing of Beauty con el que se abre la sección En realidad y en el que aparece el “mal que bien” que da título al volumen:
Sabemos a veces tal vez demasiado
cuando eso interfiere con nuestros sentidos.
Con vuelo dorado la grácil gaviota
(sus alas, dos playas), eleva mi espíritu
hasta que recuerdo lo que han dicho siempre,
que son ratas sucias. Me pasa lo mismo
−oh, tronco marmóreo, oh, olor de la infancia,
oh, sombra de plata− con el eucalipto
que es árbol exógeno que seca los pozos,
agota la tierra y asfixia al lentisco.
Leyendo un poema, de golpe, me paro,
rastreo influencias por sí es de un epígono
o sopeso, grave, si el texto responde
a las exigencias de estos tiempos críticos.
O basta una chica que cruza, y me turba,
y un memento mori resuena en mi oído.
Ojalá ignorase. Aunque no: prefiero
ver cómo lo duro, lo malo o lo mísero
por dentro me hielan. Hasta que lo hermoso
entabla una lucha a brazo partido
y mal que bien vuelve y va lentamente
separando causas, efectos, motivos
del claro milagro que alumbra mis ojos
de nuevo: la alada belleza ha vencido.
Pablo Blanco Sarto
Fuente: Revista Palabra.
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