“La nueva licencia-poder que se concede a los médicos está en manifiesta contradicción con el juramento hipocrático”
En las fascinantes Veladas de San Petesburgo, Joseph De Maistre plasmó el célebre y escalofriante elogio del verdugo, al que llamó ser «extraordinario» y «piedra angular de la sociedad». En la Velada séptima De Maistre constata que «el derecho de matar sin cometer un crimen no está confiado entre nosotros más que al verdugo y al soldado». Si respecto al soldado no hay controversia, al verdugo «se le conceptúa generalmente como infame», aunque realice su función y actúe por ministerio de la ley. ¿Por qué esta contradicción? En el diálogo entre el conde, el senador y el caballero se ahonda en esta cuestión y De Maistre hace una observación de enorme calado. El problema descansa en que las funciones (del verdugo) «tan respetables» son «tan penosas y tan contrarias a nuestra naturaleza», que «cuando es a sangre fría cuesta trabajo hasta matar un pollo».
Parecía que nuestra civilización había desterrado la figura del verdugo con la abolición de la pena de muerte. Pero he aquí que con las leyes de eutanasia aparece una nueva figura con licencia para matar, también, como el verdugo, por ministerio de la ley, aunque eufemísticamente se llame «ayudar a morir». ¿A quién se encomienda esta función?
En las leyes de eutanasia vigentes y en la española que se está tramitando la muerte provocada al «paciente» exige dos requisitos concurrentes. El primero es la «decisión autónoma» de la persona, debidamente acreditada, que se convierte en «solicitud».
A propósito de este primer requisito aconsejaría ver la obra maestra de RosselliniGermania anno zero. El film narra la historia de un adolescente alemán, Edmund, que vive en la miseria con su padre y hermana en el Berlín de 1945 reducido a escombros. El padre de Edmund enferma y las penosas condiciones en que vive agravan su estado. Y dice a sus hijos: «Soy un estorbo, debería morirme». Edmund, deambulando por la ciudad devastada, se encuentra con su antiguo maestro, a quien le cuenta la situación de su padre. El maestro le recuerda los preceptos nazis: «Sólo merecen vivir los más fuertes». Edmund vuelve a su casa atormentado y logra hacerse con un veneno. Al encontrarse con su padre en el lecho, éste, más animado, le dice: «Parece que me encuentro mejor». Pero Edmund ha tomado ya la decisión, conforme a la voluntad expresada anteriormente por su padre, y le suministra el veneno. El film acaba con una escena escalofriante. Mientras el féretro del padre es trasladado al cementerio, Edmund se sube al campanario de una iglesia y se arroja al vacío. Para Rossellini el suicidio de Edmund simbolizaba el suicidio de aquella Europa imbuida por las ideas que conculcaban la dignidad humana y el carácter sagrado de la vida.
El segundo requisito establecido por la ley es la intervención de los médicos mediante un procedimiento, con resonancias judiciales, que comprende dos momentos fundamentales: el veredicto o «pronunciamiento definitivo del órgano colegiado» sobre si ha de morir el paciente y la ejecución de la resolución de la Comisión, llamada «ayuda para morir», que deberá realizar el médico encargado para ello «con el máximo cuidado y profesionalidad».
Pero nos enfrentamos a un hecho que es imposible soslayar. No es el paciente el que decide su muerte; únicamente la solicita. Quienes deciden la muerte del paciente y la ejecutan son médicos, a quienes la ley les confiere este omnímodo poder, un poder extraordinario, exorbitante, que hasta ahora resultaba inimaginable y que modifica sustancialmente la naturaleza de la relación médico-enfermo, al convertir a aquél en dispensador de la muerte. Esta es la clave de la legislación de la eutanasia.
Pero la nueva licencia-poder que se concede a los médicos está en manifiesta contradicción con el juramento hipocrático, que es una de las bases fundamentales de nuestra civilización y que contiene estas palabras: «Jamás daré a nadie medicamento mortal por mucho que me lo soliciten, ni tomaré iniciativa alguna de este tipo». Mi abuelo médico lo tenía grabado en su consultorio.
Es cierto que la nueva ley concede piadosamente a los médicos el «derecho a la objeción de conciencia sanitaria». A partir de ahora los médicos se dividirán en dos clases: los que observan el juramento hipocrático y los que abjuran de él. Irónicamente serán los observantes del juramento quienes tendrán que declararse objetores.
En la perversión del lenguaje en que vivimos la guinda de la ley está en la Disposición adicional primera, que reza así: «La muerte producida derivada de la prestación de ayuda para morir tendrá la consideración de muerte natural a todos los efectos». ¿Habrá alguna razón oculta para tal aberración jurídica?
Con enorme tristeza veo hacia dónde camina una sociedad que alegremente y con poca consciencia de sus terribles consecuencias repudia pilares fundamentales de nuestra civilización. El suicidio del adolescente Helmut debería servirnos de admonición.