Engendrar no equivale a generar un nuevo ejemplar de la especie, sino a revisar la propia trayectoria, renunciar a itinerarios que parecían inalterables, volver atrás para retomar un camino descartado, salir de uno mismo…
En mi familia se suelen meter conmigo porque a veces extraigo conclusiones lógicas de determinados datos y las suelto como si fueran un conocimiento previo y contrastado que ya tuviera, en lugar de advertir que es una deducción que yo he hecho. Lo suelo hacer en especial con la etimología de las palabras. Algunas veces, pocas, acierto, y me da mucha satisfacción. El problema es que, cuando me equivoco, normalmente me olvido de decirlo y ahí queda, como una verdad compartida que no es tal. ¡Es lo que tiene la confianza!
Es lo que me sucedió mientras escuchaba las magníficas conferencias sobre masculinidad y feminidad que impartió este fin de semana Mariolina Ceriotti Migliarese en la jornada “Vivir en Familia” organizada por el Instituto de Estudios Superiores de la Familia de la UIC (Universitat Internacional de Catalunya).
La doctora Ceriotti dijo muchas cosas muy interesantes, la mayoría de ellas recogidas en sus libros sobre la mujer y el varón (“Erótica y Materna” y “Masculino, Fuerza, Eros, Ternura”), que aconsejo vivamente, pero hubo una que me llevó a descubrir la deliciosa etimología de la palabra “generosidad”.
Ser padre, dijo, no es lo mismo que ser papá. Uno deviene papá cuando se encuentra con el hijo en sus brazos, pero se hace padre cuando se encuentra con un proyecto de vida ajeno y decide integrarlo en el propio. Ser padre exige generosidad, reclama revisar y salir del propio proyecto vital para transformarlo y engrandecerlo con el de los hijos. Y, aunque la conferenciante se refería al padre varón, es predicable también de la mujer y del mismo matrimonio.
Y resulta que este es el origen de la palabra “generosidad”. Generoso es el que genera, el que engendra, y esta vez no me lo he inventado, lo he comprobado.
Engendrar, por lo tanto, en la raza humana, no equivale a generar un nuevo ejemplar de la especie, sino a revisar la propia trayectoria, renunciar a itinerarios que parecían inalterables, volver atrás para retomar un camino descartado, salir de uno mismo y centrarse en los demás, refundar la propia existencia.
Pero, claro, esto no se consigue por el mero hecho de engendrar a un hijo. Hace falta reflexión, entrenamiento y preparación remota. Sería una buena asignatura para completar los currículos académicos: la paternidad.
La doctora Ceriotti aconsejaba imaginar al hijo como el padre del futuro, lo que exige ayudarle a no estar egocentrado, recordarle que su vida no va sobre él mismo, explicarle que sus decisiones no pueden encerrarle en los límites de su propio interés, que su carrera profesional es solo relativamente importante y puede llegar a convertirse, como decía Carl Gustav Jung, en “una compensación barata a una personalidad deficiente”, que lo humano está siempre por encima de cualquier otra realidad.
Existe, en efecto, recordaba la conferenciante, una diferencia esencial en la relación que tienen con el hijo la mujer y el varón: el ligamen biológico, directo y fuerte de la madre es indirecto y débil en el padre, que estrena su relación de paternidad casi de una manera cultural, aprendida y, a veces, más como una pérdida de exclusividad de su relación con la madre que como un enriquecimiento vital.
En el fondo, nada nuevo bajo el sol: a la transmisión de la vida siempre se la ha llamado generosidad, que es lo propio del amor. El reto consiste en introducir ese gen en la educación de nuestros hijos desde el primer momento. Y el primer paso, como siempre, es el ejemplo.