Una persona que desee ser culta, con independencia de sus convicciones íntimas, no puede ignorar el hecho universal de la religión: ha configurado civilizaciones y obras de arte, que sólo destruyen talibanes…, que no sólo campan en Afganistán
Conozco por experiencia la distinción entre la catequesis y la enseñanza religiosa. Lo he recordado estos días, al pensar en el espíritu de la Navidad, y al leer debates recientes sobre reformas educativas.
He manifestado públicamente mi gratitud a la Academia Audiencia de Madrid, donde me formé intelectualmente gracias al estilo de don Pablo de A. Cobos, gran amigo de mi padre: ambos habían colaborado jóvenes en Segovia Republicana antes de la guerra. Lo pasó muy mal por sus ideas y sufrió represalias. Tuvo que dejar la pedagogía. Los amigos le ayudaron con la Academia, dedicada oficialmente a preparar oposiciones administrativas.
En una segunda planta de la calle del Prado, casi frente al Ateneo, nos educamos los hijos de los amigos de don Pablo. Del control académico se ocupaba el Instituto san Isidro, donde rendíamos exámenes año tras año, desde el ingreso en el Bachillerato, con nueve años. Lo importante era la prueba escrita de un dictado, sin inadmisibles faltas de ortografía. Luego, un oral ante un tribunal que imponía muchísimo. Uno de sus miembros, sacerdote, me preguntó quién había hecho el Credo. Debí de resultar un poco cursi al hablar de Arrio, del Concilio de Nicea y del obispo Osio de Córdoba. Me corrigió: el Credo era de los Apóstoles… Muchos años después supe que así se leía en el Astete. Mi fuente de información no era el catecismo, sino la lectura de libros de historia en la biblioteca paterna.
Una persona que desee ser culta, con independencia de sus convicciones íntimas, no puede ignorar el hecho universal de la religión: ha configurado civilizaciones y obras de arte, que sólo destruyen talibanes…, que no sólo campan en Afganistán.
La violencia física viene casi siempre precedida por extremismos teóricos y expresiones verbales. Tal vez por ahí discurre la distinción entre laicidad y laicismo. Se comprueba estos días una vez más en el quinto aniversario de la masacre perpetrada contra la redacción de la revista satírica Charlie Hebdo.
Más de un comentarista lamenta que en Francia, República confesionalmente laica según el primer artículo de la Constitución vigente, haya crecido desde entonces la intolerancia, las profanaciones y las fobias. La sociedad francesa reaccionó con gallardía y entereza ante el terrorismo yihadista, que se ha convertido en un fenómeno casi cotidiano, con terribles atentados como el de París a finales de 2015, o el de Niza en julio siguiente. Frente a la hipertrofiada laicidad, no deja de crecer el antisemitismo, la islamofobia, el racismo o la intolerancia anticristiana. Las redes sociales no contribuyen precisamente al apaciguamiento de los radicales. Más bien favorecen la consolidación de identidades comunitaristas.
Al contrario, sólo el estudio de la religión podrá contribuir a recuperar la concordia democrática, con el respeto de las libertades básicas. El conocimiento precede al reconocimiento… La búsqueda de la verdad, con su expresión libre, contribuye a la convivencia pacífica. De ahí la importancia de un oportuno espacio para la religión en los planes de estudio de la enseñanza básica. En un libro reciente, Isabelle Saint-Martin, ex directora del Instituto Europeo de Estudios Religiosos, responde a la pregunta del título -¿Se puede hablar de las religiones en la escuela? “Ese instituto se creó en 2002, tras la conmoción del 11 de septiembre de 2001, a partir del informe sobre La enseñanza del hecho religioso en la escuela laica, elaborado por Régis Debray a petición de Jack Lang, entonces ministro de Educación.
A juicio de la autora, no sólo se puede hablar de las religiones en la escuela, sino que se debe, de diversas varias maneras y, en concreto, a través de las obras de arte. Sus conclusiones se basan en argumentos históricos aquilatados, y en una especie de gran inventario de las relaciones entre las religiones y la educación.
Su propuesta no tiene que ver con las denostadas marías, ni con las serpientes de mar del país vecino, promovidas regularmente, para ser pronto olvidadas. Se trata de reconocer la transversalidad del hecho religioso, dentro de las disciplinas clásicas −historia, literatura, educación moral y cívica, enseñanza artística y musical, etc.−, o con ocasión de proyectos pedagógicos interdisciplinarios, capaces, por ejemplo, de comparar el estudio de los mitos antiguos con la historia de la ciencia.
En rigor, como señala Isabelle Saint-Martin, “no es necesario ser musulmán para interesarse por la historia del Islam hasta la actualidad, ser cristiano para comentar el significado de la redención en Les Misérables, o ser judío para saber quién es Moisés”. De modo particular, subraya el papel educativo de las obras de arte, que permiten juzgar, admirar y comprender sin necesidad de adherirse personalmente a la creencia. Basta tener fe en que existe una cultura común.
Ahora, cuando algunos −deseo que se equivoquen− proclaman el fin de la Transición, he querido rendir un modesto homenaje a mis maestros, que compartieron el “no es eso” de Ortega. Salieron adelante a trancas y barrancas, superando la represión de la República primero, y luego la de la Dictadura. Tuvieron fe en la concordia desde la cultura. Como a sus herederos nos encantó el gran pacto −también educativo− de la vigente Constitución.