Evangelio del Domingo del Bautismo del Señor (Ciclo A) y comentario al evangelio de la Misa
Entonces vino Jesús al Jordán desde Galilea, para ser bautizado por Juan. Pero éste se resistía diciendo:
− Soy yo quien necesita ser bautizado por ti, ¿y vienes tú a mí?
Jesús le respondió:
− Déjame ahora, así es como debemos cumplir nosotros toda justicia.
Entonces Juan se lo permitió. Inmediatamente después de ser bautizado, Jesús salió del agua; y entonces se le abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios que descendía en forma de paloma y venía sobre él. Y una voz desde los cielos dijo:
− Éste es mi Hijo, el amado, en quien me he complacido.
Juan predicaba un bautismo de penitencia para la remisión de los pecados. Muchos acudían a él para escuchar sus palabras y realizar ese signo penitencial, dispuestos a recomenzar una nueva vida, tras ese rito de purificación. Jesús acude entre la gente, como uno más. Pero ¿es posible que Jesús haga esto? ¡si no tiene pecados de los que desprenderse! Hay algo en esta acción de Jesús que el Bautista −como nosotros− no entiende bien, por eso le pregunta desconcertado: “Soy yo quien necesita ser bautizado por ti, ¿y vienes tú a mí?” (Mt 3, 14). A lo que Jesús responde: “Déjame ahora, así es como debemos cumplir nosotros toda justicia” (Mt 3, 15). En el contexto cultural del judaísmo de aquel tiempo se considera que la “justicia” consiste en el cumplimiento fiel de la Torah, en cuanto aceptación plena de la voluntad divina. Jesús recibe el bautismo de Juan como manifestación de su acatamiento incondicional de la voluntad divina. El sentido profundo de lo que ahora comienza a vislumbrarse se manifestará sólo al final de la vida terrena de Cristo, es decir, en su muerte y resurrección.
Acudiendo a recibir este bautismo, Jesús comienza a manifestarse como aquel que cumple los planes salvadores de Dios para llevar a su pueblo a la patria prometida del Cielo. En efecto, Jesús da comienzo a su vida pública al salir de las aguas del río Jordán. Moisés había muerto, tras contemplar la tierra prometida desde el monte Nebo, justo antes de cruzar precisamente este río en el que Jesús se bautizó. Ahora Jesús comienza su predicación a partir de la orilla del Jordán, que es el sitio donde la vida de Moisés había terminado. Es Jesús quien verdaderamente lleva a plenitud lo que Moisés empezó.
De otra parte, las palabras que se escuchan indican con bastante claridad que comienza a cumplirse todo lo que se había anunciado de parte de Dios. La frase “éste es mi Hijo, el amado” (v. 17), pronunciada por una voz desde los cielos, es un eco de aquella en la que Dios se dirige a Abrahán para pedirle que le sacrifique a su hijo Isaac: toma a “tu hijo, el amado” (Gn 22,2). Este modo de referirse a Jesús pone en paralelo la dramática escena del Génesis, en la que Abrahán está dispuesto a sacrificar a Isaac que lo acompaña sin resistencia, con el drama que se consumó en el Calvario, donde Dios Padre ofreció a su Hijo en sacrificio, aceptado voluntariamente para la redención del género humano.
Además, el añadido “en quien me he complacido” (v.17) rememora el inicio de los Cantos del Siervo del Señor en el libro de Isaías: “Mira a mi siervo, a quien sostengo, mi elegido, en quien se complace mi alma” (Is 42,1). Precisamente en el cuarto de estos cantos es donde se dibuja con claridad todo lo que ese Siervo del Señor habrá de padecer para redimir al género humano: “él tomó sobre sí nuestras enfermedades, cargó con nuestros dolores, y nosotros lo tuvimos por castigado, herido de Dios y humillado. Pero él fue traspasado por nuestras iniquidades, molido por nuestros pecados. El castigo, precio de nuestra paz, cayó sobre él, y por sus llagas hemos sido curados” (Is 53,4-5).
Ahora, enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, “el Espíritu que Jesús posee en plenitud desde su concepción viene a ‘posarse’ sobre él. De él manará este Espíritu para toda la humanidad. En su bautismo, ‘se abrieron los cielos’ (v. 16) que el pecado de Adán había cerrado; y las aguas fueron santificadas por el descenso de Jesús y del Espíritu como preludio de la nueva creación”[1]. Desde este momento la acción creadora, redentora y santificadora de la santísima Trinidad será cada vez más manifiesta en la vida de Jesús, en su enseñanza, en sus milagros, en su pasión, muerte y resurrección.
Fuente: opusdei.org.
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 536.
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