El cristiano no considera el cielo como un modo de evadirse de la dura vida terrena, sino como su destino último, que se anticipa en medio de esta vida
No debería ser tan difícil creer. Y aún así, muchos no creen, creen poco y mal, y creen en cosas no dignas de fe. Decía Chesterton que quien no cree en Dios acaba creyendo en cualquier cosa.
Quizá podemos decir que no debería ser tan difícil creer. Y esto es por tres razones. Primero, porque creer, fiarse, es natural para las personas. Sin aceptar lo que los demás dicen, sin abrirse, no es posible vivir, ni pensar, ni amar. La razón humana funciona tan mal sin la fe como la digestión sin el alimento.
Segundo, porque la visión del mundo ofrecida por la fe cristiana es extraordinariamente rica, bella y gozosa. Explica no sólo cómo son y cómo funcionan las cosas, sino por qué existen, qué sentido tienen, hacia dónde se dirigen.
Tercero, quizá principalmente, porque la fe es un don de Dios. Ciertamente requiere humildad, un corazón bueno y confiado; pero no es un fruto del esfuerzo humano, porque lo genera Dios en el corazón del hombre que se abre a la revelación de su amor.
Si es así, ¿por qué en estos momentos experimentamos ‘una profunda crisis de fe’, como ha dicho Benedicto XVI al anunciar el Año de la Fe?
Pienso que quien responde mejor a esta pregunta es el mismo Papa, concretamente en su encíclica Spe salvi (2007). Hablando de la esperanza de vivir para siempre en el cielo, se pregunta: «¿De verdad queremos esto: vivir eternamente? Tal vez muchas personas rechazan hoy la fe simplemente porque la vida eterna no les parece algo deseable. En modo alguno quieren la vida eterna, sino la presente y, para esto, la fe en la vida eterna les parece más bien un obstáculo. Seguir viviendo para siempre –sin fin– parece más una condena que un don. Ciertamente, se querría aplazar la muerte lo más posible. Pero vivir siempre, sin un término, sólo sería a fin de cuentas aburrido y al final insoportable» (n. 10).
Por definición se cree lo que, aun existiendo, no se ve. Y si no hay una vida después de la muerte que sea una cierta continuación mejorada y transformada de esta vida, no tiene sentido el creer. Basta vivir sin fe, con una modesta y pasajera ética no-trascendente, determinada por factores humanos, tangibles, finitos, caducables. El creyente, por el contrario, se dirige a la vida eterna. Y estar con Dios para siempre no es fuente de aburrimiento interminable. Todo el contrario, puesto que se trata de participar en la misma vida de Dios, que es plenitud de vida y de felicidad. El cristiano no considera el cielo como un modo de evadirse de la dura vida terrena, sino como su destino último, que se anticipa en medio de esta vida. Por esta razón escribió san Josemaría: «Cada vez estoy más persuadido: la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra» (Forja, 1005). Está claro que el destino del hombre, el único destino posible, es la gozosa comunión eterna con Dios y con los hombres en el cielo. Y esta promesa llena la vida de sentido, de fuerza, de vitalidad. Con esta esperanza, la fe queda plenamente justificada.
Pero hay que decir algo más. La entrada en el cielo no es posible sin un esfuerzo moral serio, especialmente en lo que se refiere a las relaciones con otras personas (Mt 23,35ss). Dicho de otra manera, sin el horizonte de la inmortalidad la vida moral queda sin fundamento, porque entonces no llama al hombre a comprometerse a fondo en ninguna acción: la vida se vuelve plana, sin sabor, sin riesgo.
La vida de fe no se sostiene cuando la vida moral es seriamente defectuosa. Aún así, no se puede decir que la fe sea fruto de las obras; aunque las obras, las obras buenas, manifiestan la fe, la declaran, la dejan crecer.
Volvamos a la pregunta del principio: ¿es fácil creer? En parte lo es, porque se trata de un don de Dios que ilumina y llena la vida del hombre en la tierra con la promesa y el gusto de la vida eterna. Y en parte no lo es del todo; porque requiere del hombre la confianza —en Dios, en los demás—, y la confianza necesita capacidad de arriesgar, de abrirse a los demás, de hacer lo que no se ve del todo. Y, asimismo, porque la vida de fe requiere la disciplina de un esfuerzo ético, que libere el alma de la esclavitud de la gratificación inmediata y deje que la vida de Dios en el hombre pueda desarrollarse en plenitud.
Paul O´Callaghan. Profesor ordinario de Antropología Teológica. Universidad Pontificia a la Santa Cruz