Homilía del Papa en la celebración Eucarística, en la Solemnidad de la Epifanía del Señor, en la que invitó a ser un adorador cristiano y al igual que los Magos descubramos, “el significado de nuestro camino”
En el Evangelio (Mt 2,1-12) hemos escuchado que los Magos comienzan manifestando sus intenciones: «Hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo» (v. 2). La adoración es la finalidad de su viaje, el objetivo de su camino. De hecho, cuando llegaron a Belén, «vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron» (v. 11). Si perdemos el sentido de la adoración, perdemos el sentido del movimiento de la vida cristiana, que es un camino hacia el Señor, no hacia nosotros. Es el riesgo del que nos advierte el Evangelio, presentando, junto a los Reyes Magos, a unos personajes que no logran adorar.
En primer lugar, está el rey Herodes, que usa el verbo adorar, pero de manera engañosa. De hecho, le pide a los Reyes Magos que le informen sobre el lugar donde estaba el Niño «para ir −dice− yo también a adorarlo» (v. 8). En realidad, Herodes sólo se adoraba a sí mismo y, por lo tanto, quería deshacerse del Niño con mentiras. ¿Qué nos enseña esto? Que el hombre, cuando no adora a Dios, está orientado a adorar su yo. E incluso la vida cristiana, sin adorar al Señor, puede convertirse en una forma educada de alabarse a uno mismo y el talento que se tiene: cristianos que no saben adorar, que no saben rezar adorando. Es un riesgo grave: servirnos de Dios en lugar de servir a Dios. Cuántas veces hemos cambiado los intereses del Evangelio por los nuestros, cuántas veces hemos cubierto de religiosidad lo que era cómodo para nosotros, cuántas veces hemos confundido el poder según Dios, que es servir a los demás, con el poder según el mundo, que es servirse a sí mismo.
Además de Herodes, hay otras personas en el Evangelio que no logran adorar: son los jefes de los sacerdotes y los escribas del pueblo. Ellos indican a Herodes con extrema precisión dónde nacería el Mesías: en Belén de Judea (cfr. v. 5). Conocen las profecías y las citan exactamente. Saben a dónde ir −grandes teólogos, grandes−, pero no van. También de esto podemos aprender una lección. En la vida cristiana no es suficiente saber: sin salir de uno mismo, sin encontrar, sin adorar, no se conoce a Dios. La teología y la eficacia pastoral valen poco o nada si no se doblan las rodillas; si no se hace como los Magos, que no sólo fueron sabios organizadores de un viaje, sino que caminaron y adoraron. Cuando uno adora, se da cuenta de que la fe no se reduce a un conjunto de doctrinas bonitas, sino que es la relación con una Persona viva a quien amar. Conocemos el rostro de Jesús estando cara a cara con Él. Al adorar, descubrimos que la vida cristiana es una historia de amor con Dios, donde las buenas ideas no son suficientes, sino hay que ponerlo en primer lugar, como lo hace un enamorado con la persona que ama. Así debe ser la Iglesia, una adoradora enamorada de Jesús, su esposo.
Al inicio del año redescubrimos la adoración como una exigencia de fe. Si sabemos arrodillarnos ante Jesús, venceremos la tentación de ir cada uno por su camino. De hecho, adorar es hacer un éxodo de la esclavitud más grande, la de uno mismo. Adorar es poner al Señor en el centro para dejar de estar centrados en nosotros mismos. Es poner cada cosa en su lugar, dejando el primer puesto a Dios. Adorar es poner los planes de Dios antes que mi tiempo, mis derechos, mis espacios. Es aceptar la enseñanza de la Escritura: «Al Señor, tu Dios, adorarás» (Mt 4,10). Tu Dios: adorar es experimentar que, con Dios, nos pertenecemos mutuamente. Es hablarle de “tu” en la intimidad, presentarle la vida y dejarle entrar en nuestras vidas. Es hacer descender su consuelo al mundo. Adorar es descubrir que para rezar basta con decir: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28), y dejarnos llenar de su ternura.
Adorar es encontrarse con Jesús sin una lista de peticiones, sino con la única solicitud de estar con Él. Es descubrir que la alegría y la paz crecen con la alabanza y la acción de gracias. Cuando adoramos, permitimos que Jesús nos sane y nos cambie. Al adorar, le damos al Señor la oportunidad de transformarnos con su amor, de iluminar nuestra oscuridad, de darnos fuerza en la debilidad y valentía en las pruebas. Adorar es ir a lo esencial: es la forma de desintoxicarse de muchas cosas inútiles, de adicciones que adormecen el corazón y aturden la mente. De hecho, al adorar se aprende a rechazar lo que no debe ser adorado: el dios del dinero, el dios del consumo, el dios del placer, el dios del éxito, nuestro yo erigido en dios. Adorar es hacerse pequeño en presencia del Altísimo, descubrir ante Él que la grandeza de la vida no consiste en tener, sino en amar. Adorar es redescubrirnos hermanos y hermanas ante el misterio del amor que supera toda distancia: obtener el bien de la fuente, encontrar en el Dios cercano la valentía de acercarnos a los demás. Adorar es saber guardar silencio ante la Palabra divina, para aprender a decir palabras que no duelen, sino que consuelan.
La adoración es un gesto de amor que cambia la vida. Es actuar como los Magos: llevar oro al Señor, para decirle que nada es más precioso que Él; ofrecerle incienso, para decirle que sólo con Él puede elevarse nuestra vida; darle mirra, con la que se ungían los cuerpos heridos y destrozados, para pedirle a Jesús que socorra a nuestro prójimo marginado y que sufre, porque ahí está Él. En general sabemos cómo orar −le pedimos, le damos gracias al Señor−, pero la Iglesia debe ir aún más allá con la oración de adoración, debemos crecer en adoración. Es una sabiduría que debemos aprender todos los días. Rezar adorando: la oración de adoración.
Queridos hermanos y hermanas, hoy cada uno de nosotros puede preguntarse: “¿Soy un adorador cristiano?”. Muchos cristianos que oran no saben adorar. Hagámonos esta pregunta. ¿Encontramos momentos para la adoración en nuestros días y creamos espacios para la adoración en nuestras comunidades? Depende de nosotros, como Iglesia, poner en práctica las palabras que rezamos hoy en el Salmo: «Señor, que todos los pueblos te adoren». Al adorar, nosotros también descubriremos, como los Magos, el significado de nuestro camino. Y, como los Magos, experimentaremos una «inmensa alegría» (Mt 2,10).
Celebramos la solemnidad de la Epifanía, en recuerdo de los Magos venidos del Oriente a Belén, siguiendo la estrella, para visitar al Mesías recién nacido. Al final del relato evangélico, se dice que los Magos «habiendo recibido en sueños un oráculo, para que no volvieran a Herodes, se marcharon a su tierra por otro camino» (v. 12). Por otro camino. Esos sabios, provenientes de regiones lejanas, después de haber viajado mucho, encuentran al que deseaban conocer, tras haberlo buscado largamente, y seguro que también con molestias y peripecias. Y cuando finalmente llegan a su meta, se postran ante el Niño, lo adoran, le ofrecen sus dones preciosos. Y luego vuelven a ponerse en camino sin demora para volver a su tierra. Pero aquel encuentro con el Niño les cambió.
El encuentro con Jesús no entretiene a los Magos, es más, infunde en ellos una nueva fuerza para volver a su país, para contar lo que han visto y la alegría que han sentido. En esto hay una demostración del estilo de Dios, de su modo de manifestarse en la historia. La experiencia de Dios no nos bloquea sino que nos libera; no nos aprisiona sino que nos pone en camino, nos devuelve a los lugares habituales de nuestra existencia. Los lugares son y serán los mismos, pero nosotros, tras el encuentro con Jesús, no somos los de antes. El encuentro con Jesús nos cambia, nos trasforma. El evangelista Mateo subraya que los Magos regresaron «por otra camino» (v. 12). Son conducidos a cambiar de camino por la advertencia del ángel, para no cruzarse con Herodes ni caer en sus tramas de poder. Toda experiencia de encuentro con Jesús nos lleva a emprender vías diversas, porque de Él proviene una fuerza buena que sana el corazón y nos separa del mal.
Hay una sabia dinámica entre continuidad y novedad: se vuelve “al propio país”, pero “por otro camino”. Esto indica que somos nosotros los que debemos cambiar, transformar nuestro modo de vivir aunque sea en el ambiente de siempre, modificar los criterios de juicio sobre la realidad que nos rodea. Es la diferencia entre el verdadero Dios y los ídolos traicioneros, como el dinero, el poder, el éxito…; entre Dios y cuantos prometen darte esos ídolos, como los brujos, los adivinos, los hechiceros. La diferencia es que los ídolos nos atan a ellos, nos vuelven ídolo-dependientes, y nos apoderamos de ellos. El verdadero Dios ni nos retiene ni se deja retener por nosotros: nos abre vías de novedad y de libertad, porque es Padre que siempre está con nosotros para hacernos crecer. Si encuentras a Jesús, si tienes un encuentro espiritual con Jesús, acuérdate: debes volver a los mismos lugares de siempre, pero por otro camino, con otro estilo. Es así, es el Espíritu Santo, que Jesús nos da, quien nos cambia el corazón.
Pidamos a la Virgen Santa que podamos ser testigos de Cristo allá donde estamos, con una vida nueva, transformada por su amor.
Queridos hermanos y hermanas, dirijo un pensamiento particular a los hermanos de las Iglesias Orientales, católicas y ortodoxas, muchos de los cuales celebran mañana la Navidad del Señor. Para ellos y para sus comunidades deseamos la luz y la paz de Cristo Salvador. Demos un aplauso a nuestros hermanos ortodoxos y católicos de las Iglesias Orientales.
En el día de la Epifanía se celebra la Jornada Mundial de la Infancia Misionera. Es la fiesta de los niños y de los jóvenes misioneros que viven la llamada universal a la santidad ayudando a sus coetáneos más necesitados, mediante la oración y los gestos de convivencia. Recemos por ellos.
Dirijo mi cordial bienvenida a todos, romanos y peregrinos. Entre estos, saludo en particular a los venidos de Corea del Sur y a los estudiantes del instituto franciscano “Siena College” de Nueva York; así como al grupo misionero de Biassono y a los fieles de Ferrara.
Un saludo especial a cuantos dan vida al desfile histórico-folclórico, inspirado en las tradiciones de la Epifanía y dedicado este año al territorio de Allumiere y del Valle del Mignone. Y lo extiendo también a la cabalgata de Reyes en numerosas ciudades y pueblos de Polonia. Me gusta saludar tantas expresiones populares ligadas a la fiesta de hoy −pienso en España, en América Latina, en Alemania−, costumbres que deben mantenerse en su genuino significado cristiano.
A todos deseo una feliz fiesta. Y por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen provecho y hasta pronto!
Fuente: vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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