La carrera de armamentos, como tantos desastres medioambientales, proceden de una cultura que busca el beneficio económico o político inmediato, sin contar con las consecuencias negativas de esa mercantilización de la convivencia
Dentro del tiempo de Navidad, el nuevo año comienza con una jornada dedicada a la paz. No deja de ser un consuelo en tiempos en que no se aplica ya la famosa tregua. De hecho, estos últimos días se han producido operaciones bélicas o terroristas de excesiva magnitud. Y surge casi de la mano el recuerdo de viejas profecías bíblicas, muy en concreto la del libro de Isaías, cuando los pueblos “convertirán sus espadas en arados y sus lanzas en hoces. Ningún pueblo volverá a tomar las armas contra otro ni a recibir instrucción para la guerra”.
No pocas veces se ha utilizado esa profecía como metáfora para expresar los deseos de paz, tan innatos en el corazón de los hombres como su tendencia casi original a la violencia. Muchos avances que facilitan hoy la vida ordinaria proceden de investigaciones militares, incluidas algunas más recientes que se engloban en el ambiguo término de inteligencia artificial. Pero la abundancia de conflictos armados en el mundo parece exigir mucho más de lo que esperaban grupos y movimientos sociales que tomaron como enseña la conversión de armas en instrumentos de paz.
No comentaré los aspectos estrictamente teológicos, que giran en torno a la virtud humana y teologal de la esperanza. Aunque no faltan realidades actuales que abonan más bien la desesperación, ante la pervivencia de conflictos regionales −como Afganistán, Yemen o Siria− en los que están implicadas, quizá demasiado activamente, las grandes potencias, que son también las principales fabricantes de armamento: en oriente se combate con armas occidentales (incluidas aquí las rusas), fabricadas en países que teóricamente son partidarios de la paz. No deja de ser una de las grandes contradicciones del progreso global.
De otra parte, en ese tipo de conflicto, en gran medida secuela de los diversos tipos de violencia islamista, suele aparecer un rechazo radical de la diversidad: prevalecen criterios supuestamente identitarios frente a las exigencias de cooperación o solidaridad propias de la condición humana. De ahí que, en cierto modo, la lucha por una paz que permita la convivencia con personas tal vez muy diversas, enlaza con el objetivo ecológico que defiende la biodiversidad.
Ciertamente, y no deja de ser otra contradicción, existe una deep ecology que llega a ser enemiga del ser humano, al que hace responsable de todo mal que advierte en la naturaleza, aun a riesgo de poner entre paréntesis posibles males que hombres y mujeres se causan a sí mismos. Como se dan también casos patológicos de animalistas capaces de matar a quienes se oponen a su defensa a ultranza de los seres animados.
La carrera de armamentos, como tantos desastres medioambientales, proceden de una cultura que busca el beneficio económico o político inmediato, sin contar con las consecuencias negativas de esa mercantilización de la convivencia. Cuesta atender a criterios de gratuidad, tantas veces y tan bellamente descritos por el papa Benedicto XVI.
La clave está en la búsqueda del bien común de la familia humana en su conjunto y en su propio hábitat. Sería pretencioso resolver en unas líneas el gravísimo problema de la paz en el mundo. Pero me parece que la honestidad intelectual lleva a nombrar las raíces de los conflictos: si no se discierne el origen del mal, será imposible avanzar en la construcción de la paz. Y si recortamos horizontes y deseos en Año Nuevo −aunque parezcan sólo ilusiones irrealizables−, poco avanzaremos en la década que comienza.