Evangelio del domingo de la Octava de Navidad: Sagrada Familia (Ciclo A) y comentario al evangelio
Cuando se marcharon, un ángel del Señor se le apareció en sueños a José y le dijo:
−Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y quédate allí hasta que yo te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo.
Él se levantó, tomó de noche al niño y a su madre y huyó a Egipto. Allí permaneció hasta la muerte de Herodes, para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del Profeta:
De Egipto llamé a mi hijo.
Muerto Herodes, un ángel del Señor se le apareció en sueños a José en Egipto y le dijo:
−Levántate, toma al niño y a su madre y vete a la tierra de Israel; porque han muerto ya los que atentaban contra la vida del niño.
Se levantó, tomó al niño y a su madre y vino a la tierra de Israel. Pero al oír que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, temió ir allá; y avisado en sueños marchó a la región de Galilea. Y se fue a vivir a una ciudad llamada Nazaret, para que se cumpliera lo dicho por medio de los Profetas: «Será llamado nazareno».
El evangelio de la fiesta litúrgica de la Sagrada Familia recoge dos pasajes del relato de la infancia según san Mateo: la huida a Egipto, por culpa de Herodes, y el regreso de la Sagrada Familia a la tierra de Israel, a Nazaret. Mateo muestra interés en demostrar que, tanto los sucesos dramáticos de la vida oculta de Jesús, como los más ordinarios y comunes, sucedieron según las Escrituras. Tenían, por tanto, un sentido profundo previsto por la providencia divina. En efecto, si el pueblo de Israel tuvo que huir de la amenaza de Egipto, como narra el libro del Éxodo, ahora Egipto será, por feliz contraste, el lugar de refugio para el Mesías. Desde allí, Dios lo iba a llamar como hijo, para que volviera a la tierra de Israel a salvar a su pueblo y a los gentiles. Las indicaciones divinas y las decisiones según las circunstancias, llevarán a María y José a instalarse en Nazaret, donde Jesús pasará la mayor parte de su vida.
Sobre el suceso dramático de la huida a Egipto, el Papa Francisco comentaba en una ocasión: “hoy el Evangelio nos presenta a la Sagrada Familia por el camino doloroso del destierro, en busca de refugio en Egipto. José, María y Jesús experimentan la condición dramática de los refugiados, marcada por miedo, incertidumbre, incomodidades (cf. Mt 2, 13-15.19-23). (…) Jesús quiso pertenecer a una familia que experimentó estas dificultades, para que nadie se sienta excluido de la cercanía amorosa de Dios. La huida a Egipto causada por las amenazas de Herodes nos muestra que Dios está allí donde el hombre está en peligro, allí donde el hombre sufre, allí donde huye, donde experimenta el rechazo y el abandono; pero Dios está también allí donde el hombre sueña, espera volver a su patria en libertad, proyecta y elige en favor de la vida y la dignidad suya y de sus familiares”[1]. Se deduce de este pasaje que los sucesos de nuestra vida no escapan a la mirada atenta y amorosa de Dios, como no escapaban los sucesos de la vida de su Hijo. Todo lo que nos pasa, encierra un sentido que debemos comprender y también construir, con nuestra libre correspondencia, aunque de primeras nos parezcan dolorosos.
También tienen sentido a los ojos de Dios aquellos sucesos aparentemente ordinarios y sin relieve. De hecho, como seguía diciendo el Papa, “hoy, nuestra mirada a la Sagrada Familia se deja atraer también por la sencillez de la vida que ella lleva en Nazaret. Es un ejemplo que hace mucho bien a nuestras familias, les ayuda a convertirse cada vez más en una comunidad de amor y de reconciliación, donde se experimenta la ternura, la ayuda mutua y el perdón recíproco”[2].
La Sagrada Familia y en especial san José aparecen en este evangelio como un modelo entrañable de aceptación de la voluntad divina y de esfuerzo por comprenderla y colaborar con ella. Gracias a las decisiones de María y José, el Hijo de Dios cumplirá la voluntad divina de vivir en una familia común, llevar una vida ordinaria durante muchos años y ser llamado «nazareno». Como explicaba san Josemaría, “Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino.
Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol. Mejor, resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección, porque somos cristianos corrientes, que llevamos una vida ordinaria, igual a la de tantos millones de personas en los más diversos lugares del mundo.
Así vivió Jesús durante seis lustros: era fabri filius (Mt XIII, 55), el hijo del carpintero. Después vendrán los tres años de vida pública, con el clamor de las muchedumbres. La gente se sorprende: ¿quién es éste?, ¿dónde ha aprendido tantas cosas? Porque había sido la suya, la vida común del pueblo de su tierra. Era el faber, filius Mariae (Mc VI, 3), el carpintero, hijo de María. Y era Dios, y estaba realizando la redención del género humano, y estaba atrayendo a sí todas las cosas (Ioh XII, 32)”[3].
Fuente: opusdei.org.
[1] Papa Francisco, Ángelus, 29 de diciembre de 2013.
[2] Idem.
[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, 14.
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