“Para dar al mundo la paz; paz y ventura, ventura y paz”. Con letras sencillas y melodías alegres, el pueblo cristiano expresa su júbilo por la venida de Jesucristo a la tierra, como Redentor del hombre
Pese a todas nuestras deficiencias, pecados y errores hay en nuestros corazones nostalgias de infinito. Y quizás alguna vez nos hemos dirigido al Redentor, rechazando falsas soluciones, con las palabras de Simón Pedro: “Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Juan 6, 68).
En el primer capítulo del Génesis, al término de cada etapa de la creación, expresa el escritor sagrado: “Y vio Dios que era bueno”. Vivimos en un mundo que Dios hizo bueno, pero que por el pecado vino a menos. Tenemos tantas veces anhelos buenos y realidades malas: necesitamos ser liberados, salvados, redimidos; “la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto; (...) está esperando la manifestación de los hijos de Dios” (Romanos 8, 19.22). Merced a la Encarnación del Hijo de Dios podemos conocer y lograr nuestras mejores posibilidades, y sin Él pasarían ocultas e inaccesibles.
“En realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Ibidem 5, 14), es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (Conc. Vaticano II. Const. Gaudium et spes, n. 22).
En vísperas del comienzo del tercer milenio de la nueva era, la era cristiana, el Papa San Juan Pablo II nos invitaba a dirigir nuestras miradas a Jesucristo, “Verbo del Padre, hecho hombre por obra del Espíritu Santo. Es necesario destacar el carácter claramente cristológico del Jubileo, que celebrará la Encarnación y la venida al mundo del Hijo de Dios, misterio de salvación para todo el género humano” (Carta Apost. Tertio Millennio adveniente, n. 40).
Dirigir nuestras miradas a Jesucristo es acercarnos al misterio insondable de la vida y los designios divinos. “Él, que es imagen de Dios invisible (Colosenses 1, 15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En Él la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado” (Conc. Vaticano II. Const. Gaudium et spes, n. 22).
Tenemos, pues, sobrados motivos, para alegrarnos por el nacimiento del Redentor del hombre. Nos alegramos cada año en la Navidad, y celebramos con júbilo un nuevo aniversario de ese acontecimiento. “Pastor o mago, nadie puede alcanzar a Dios aquí abajo sino arrodillándose ante el pesebre de Belén y adorando a Dios escondido en la debilidad de un niño” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 563). Quiera Dios que nuestro acercamiento personal a la figura de Jesucristo nos permita conocerle mejor, tratarle con mayor amistad, quererle y seguirle con mayor eficacia.