Es claro que sin nuestros maestros, sin nuestras maestras, no seríamos nada. O, cuando menos, no seríamos lo mismo
Te escribo cuando acaba de finalizar el XV Congreso de Escuelas Católicas “#Magister. Educar para dar vida”.
En él ha habido ponencias de enorme interés. Seguro que muy pronto puedes acceder a ellas por Internet. Me ocuparé, en su momento, de actualizar este post e incorporar algunos enlaces a contenidos audiovisuales. O incluso de publicar una entrada nueva en este blog sobre alguna cuestión concreta de entre las abordadas
Como habrás deducido claramente del título del Congreso, la figura del maestro (magister) ha centrado la parte sustancial de los contenidos.
Es claro que sin nuestros maestros, sin nuestras maestras, no seríamos nada. O, cuando menos, no seríamos lo mismo. Echa un vistazo por el retrovisor de tu vida y constatarás que ha habido más de uno o una de ellas que ha dejado huella en ti. Indeleble.
Los maestros que recordamos no son aquellos que solo “decían”, que teorizaban. Esos eran poco magistrales, aunque alguno lo creyera. Los recordados con gratitud y verdadero afecto son, esencialmente, los maestros que −además de decir− “hacían”. Los que nos atraían por su conducta, por sus valores, por su capacidad de escucha, por su amor evidente a lo que llevaban a cabo y su empatía y afecto hacia nosotros, hacia quienes acogían, atendían y… educaban: con sus hechos, con su ejemplo.
Lógico: “Por sus hechos los conoceréis”. O, como también se afirma, una acción es la mejor lección.
Te hablo de frailes y de coherencia de vida (puedes leer también “coherencia debida”) y me viene a la memoria el Hermano de Asís, que señalaba: “Predica el Evangelio en todo momento y si es necesario… usa las palabras”: es, esencialmente, nuestra vida la que debe hablar por sí sola.
Otro santo, más reciente, San Pablo VI, corroboraba esta afirmación al subrayar cómo “el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos… o si escucha a los maestros es porque son testigos”.
La gente está harta de palabras y de discursos de “bla, bla, bla”. Y necesita hechos. No olvides la advertencia de Ralph Waldo Emerson: “Tus actos hablan tan alto que no me dejan escuchar lo que dices”.
Por cierto, esta afirmación deberían grabársela a fuego nuestros gobernantes, nuestros representantes públicos, nuestros “mandatarios” (que no “mandantes”).
Los traigo a colación porque en el Congreso se ha hablado de magisterio y de ministerio. Y, en este último caso… no siempre por nuestra culpa. Que hay gente que la invitas a comer por respeto a la institución y no te responde de la misma forma (y no me refiero precisamente a que no te devuelva la invitación al almuerzo…).
A lo que iba: que si los del magisterio han de dar ejemplo, los del ministerio (o quienes aspiren a él: ¡hay que ver la ambición que tienen algunos de servir -desde lo alto y… a cualquier precio-!), han de dar igualmente ejemplo con su conducta. Como el que más. Y si no, pierden toda la credibilidad.
Gandhi sabía de qué iba esto. Claro que Gandhi y buena parte de la “clase política” que predomina por estos lares −y por otros− se parecen como un huevo a una castaña.
No habla ni de política, ni de huevos ni de castañas: habla de azúcar; pero viene al caso. Porque, en realidad, habla de mucho más que de eso…
Se cuenta que en una ocasión una madre de familia llevó a su hijo ante Gandhi a fin de que este le ayudara a resolver un problema. Ella ya lo había intentado tan reiterada como infructuosamente. No es mala cosa que la madre se hubiera “puesto las pilas” antes… Los maestros están para ayudar a educar; pero la familia es −y debe ser− la primera educadora.
La buena señora estaba seriamente preocupada por la enorme cantidad de azúcar que su hijo consumía. Temía que pudiera enfermar si no solucionaba de inmediato lo que se había convertido en una verdadera adicción.
Así que, con la confianza que tenía depositada en Mahatma Gandhi (que ya se ve que le servía lo mismo para un roto que para un descosido), le pidió que advirtiera a su hijo, desde su autoridad, a fin de que cesase en su abusivo consumo de azúcar.
Para sorpresa de la madre, Gandhi le respondió que en esos momentos no podía hacerlo y le remitió a que volviera con su hijo pasado medio mes.
La madre se marchó decepcionada. Había hecho un largo viaje en balde. Sin embargo, intentó mantener la confianza en el Mahatma. Así que, al cabo de quince días, se presentó de nuevo junto a su hijo ante Gandhi.
Gandhi miró entonces al chaval y, con firmeza, pero benevolencia, le dijo: −Hijo, no comas tanta azúcar; hazle caso a tu madre; puedes caer enfermo; todo abuso acaba haciendo daño.
Ante la autoridad moral de quien le hablaba, el hijo se comprometió a ello.
La madre, tan llena de gratitud como de confusión, le preguntó a Gandhi: −¿Por qué nos hizo volver a venir al cabo de quince días, para decir a mi hijo algo que podía haberle indicado la primera vez que lo traje?
A ello contestó Gandhi: −Porque hace quince días, yo también estaba comiendo más azúcar de la debida.
Esta anécdota de dulce final (¡y eso que le han quitado azúcar!) nos aporta una gran enseñanza: Debemos predicar con el ejemplo. Lo de “haced lo que yo os diga y no lo que yo haga” no se sostiene. No podemos pedir a nadie lo que nosotros no estamos haciendo o lo que no estamos dispuestos a hacer.
Y, por cierto, ya que volvemos a hablar de ellos, déjame que te cuente un chiste que he escuchado en el Congreso. A ver si −a pesar de ser un chiste− se lo toman, de una vez, en serio.
Cuentan que un hombre que vivía en una pequeña localidad rural de nuestro país paseaba por la campiña cuando encontró lo que le pareció una maravillosa lámpara. Así que, feliz, se puso a limpiarla y quitarle el barro del camino y, frota que te frota… resultó que lo que parecía una maravillosa lámpara era en realidad una lámpara maravillosa. ¡Y le apareció un genio!
Este le comentó: −Pídeme un deseo y te lo concederé.
El buen hombre de lo que hoy se denomina “la España vaciada”, le planteó: −Quiero un aeropuerto internacional en mi pueblo.
El genio, que era genio pero no tonto, le espetó: −Oye, te he ofrecido un deseo, pero ¡pide algo más realista!
Y el buen hombre, pensando en los tiempos que estaba viviendo nuestro país, le respondió: −Bueno, pues te pido por lo que rezo: que se arreglen los políticos, que lleguen a acuerdos, que miren al bien común…
El genio le respondió sin apenas dejarle concluir: −Oye, ¿de cuántas pistas de aterrizaje dices que quieres el aeropuerto?
Cuentan que es un chiste; pero si lo piensas a fondo… tiene bien poca gracia.
¡Ay, ay, predicar con el ejemplo! ¡Cuánto ganaríamos con más personas que −especialmente, si cabe, los que parecen querer mandar a cualquier precio− fueran coherentes y ejemplares!
Acabo como siempre: Si este post te ha hecho pensar… ¿me ayudas a difundir?
Mil gracias (en cualquier caso) y un abrazo.
Nota. El inspirador de este post, que nos contó algunas de estas y otras cosas es Xosé Manuel Domínguez. Alguien a quien te mencioné en “Entregados al bien común”. Un crack. Si eres padre o educador, llévalo a tu escuela. No te arrepentirás.
José Iribas, en dametresminutos.wordpress.com
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