Nos convence de la actualidad de los clásicos, encara los problemas constantes de la enseñanza y sopesa los retos de la paternidad perenne
¿A qué género pertenece el último libro de Daniel Mendelsohn (Nueva York, 1960)? Esta aclamadísima "Una Odisea. Un padre, un hijo, una epopeya" (Seix Barral, 2019) es, a la vez, una novela, una autobiografía, una crónica de investigación, un libro de viajes, el diario de clases de un profesor y un ensayo de crítica literaria.
Incluso podríamos añadir a Una Odisea, la etiqueta de poema o epopeya (en prosa), si tuviésemos en cuenta la cuidada calidad del lenguaje, las rítmicas recurrencias temáticas, el uso del símbolo, la repetición, las anagnórisis, las elusiones y las continuas analepsis. Además, podría contar como traducción. Todas las reproducidas de la Odisea son de Mendelsohn.
Sin embargo, el autor no trata de hacer un alarde de metaliteratura ni un libro para teóricos, filólogos clásicos o eruditos a la violeta. Necesita abrir tanto el campo de los géneros (siete u ocho) porque quiere tratar muchos temas a la vez (siete u ocho).
Temas que, en buena medida, coinciden con los que Nueva Revista se plantea. Una Odisea de Mendelsohn nos convence de la actualidad de los clásicos, indaga en la razón de ser de la literatura, gira alrededor de la inevitable búsqueda de sentido de la vida, encara los problemas constantes y contemporáneos de la enseñanza y sopesa los muy postmodernos retos de la paternidad perenne.
Todos estos asuntos confluyen con naturalidad gracias a un argumento que funciona como un anillo para gobernarlos a todos. A Daniel Mendelsohn, profesor universitario de clásicas, su padre, el matemático Jay Mendelshon, jubilado y con quien mantiene una relación despegada y ambigua, le pide asistir a su seminario sobre La Odisea. Posteriormente harán un crucero por el Mediterráneo siguiendo la ruta de Ulises. «Nunca eres demasiado viejo para aprender» afirma el padre, que añade un divertido guiño socrático al final, cuando, como el filósofo griego, quiere morir aprendiendo a tocar una nueva melodía. En su caso, las fugas de Bach.
Su presencia en las clases producirá interesantes reacciones en los jóvenes alumnos e interferencias sentimentales y biográficas en el abrumado profesor. No en vano La Odisea es un libro que trata de padres e hijos (Ulises, hijo de Laertes y padre de Telémaco). Son círculos superpuestos, al modo de las vueltas que va dando el héroe en su camino de vuelta a casa. El mismo autor habla de «espirales asociadas». En este libro funcionan, más bien, como las ruedecillas dentadas de un reloj, con un acople invisible y silencioso, pero exacto, puntual. Así, la homosexualidad de Daniel Mendelsohn o su condición de judío tienen una relevancia muy menor (contra lo esperado por el resabiado lector), pero no insignificante, porque nada hay insignificante en este libro.
Tampoco ningún tema se impone a otro. El comentario filológico de La Odisea parece ocupar un lugar marginal, por muy magistral que sea. Podría extraerse una separata que fuese una original guía de lectura de La Odisea.
Pero en realidad es inseparable de los demás asuntos. Pondré un ejemplo. Durante su crucero mediterráneo, el padre y el hijo visitan la cueva de Calypso. El descenso resulta físicamente exigente (y argumentalmente emocionante). En cambio, la entrada natural que la tradición identifica con la Puerta de los Muertos es sencilla y expedita. Comenta entonces Daniel Mendelsohn: «Normal, es un viaje que todo el mundo hace». El reticente padre no oculta la admiración por la idea brillante que ha tenido su hijo. Quedan enlazadas en dos líneas la crónica viajera, la glosa clásica, la relación entre el padre y el hijo, la amenaza de una muerte cercana y la posición, siempre sometida al enjuiciamiento, del profesor.
La gran aportación de este libro es que podemos entender mucho mejor La Odisea en la medida en que podemos entendernos mucho mejor a nosotros gracias a La Odisea. Asistimos, pues, a una espiral virtuosa que nos enseña, de paso, el juego de espejos que hace funcionar la dimensión humanística de los clásicos.
Por si el método no nos hubiese quedado claro, hacia el final del libro, el autor está enseñando un nuevo curso sobre La Ilíada, que le permite entender el dolor de la viudez de su madre, porque lo hace a la sombra del dolor de las mujeres troyanas. Los clásicos acompañan y amparan. El hombre es un ser narrativo que necesita de un sentido que sólo pueden dar las historias. Mendelsohn, como el profesor concienzudo que es, nos lo subraya de nuevo cuando explica que su madre, para aceptar la muerte del marido, necesita conocer su historia clínica y el proceso de la enfermedad
Pero mientras La Iliada trata un tema más común en la cultura griega: la muerte heroica que produce la fama, La Odisea investiga en las posibilidades de un heroísmo de supervivencia. Nos interpela, por tanto, más actual y directamente.
La lectura de Homero arroja una luz refleja sobre la relación entre el autor y su padre. En Ulises, el de los muchos trucos, se reconoce al Jay Mendelsohn que su hijo va a terminar de descubrir gracias a La Odisea. Daniel, el autor, asume el papel de Telémaco hasta el extremo de visitar viejos amigos de su padre, como Telémaco con Agamenón y Néstor, para indagar en la verdadera historia.
Casi al principio, el profesor explica a sus alumnos que, en el proceso de formación de Telémaco, durante su visita a Helena y Agamenón, recibe una lección implícita de lo que es un matrimonio. Este sutil hilo conyugal ya no se suelta a lo largo de todo el libro. No en vano, Ulises renuncia al amor de la ninfa Calypso por su mujer, que no es ni tan guapa, ni tan joven ni tan poderosa. Indagar en las razones de esa renuncia es uno de los secretos motores de este libro. La clave del matrimonio, según Homero, estriba en la «homophrosynê», esto es, en compartir una misma manera de ver el mundo. No hay juventud, poder o belleza capaz de suplirlo.
Es una idea muy pudorosamente querida por Daniel Mendelsohn, que casi no disimula su emoción personal al descubrirla en sus padres. Hay un constante ir y venir de los clásicos a la biografía. A diferencia del complejo de Edipo freudiano, Telémaco, como explica Massimo Recalcati en El complejo de Telémaco (Anagrama, 2014), quiere que su padre se una a su madre, y se vayan a dormir juntos. La emoción del escritor ante el amor de sus padres no deja lugar a dudas sobre su final identificación con el hijo de Penélope y Ulises.
Aunque Daniel Mendelsohn explique tan fácil y hondo, consigna las dificultades de la enseñanza y, en especial, de la enseñanza de los clásicos. Las peripecias profesionales y las preocupaciones profesorales ocupan poco espacio en el libro, pero son trascendentales. El profesor tiene que enfrentarse a los prejuicios de su padre contra la condición de héroe de Ulises y al rechazo a la autoridad de sus jóvenes alumnos, que también tienen un conato de rebelión frente a las canónicas explicaciones del maestro. Millenials al fin y al cabo, quieren hacer sus propias y libérrimas interpretaciones. El modo como Mendelsohn negocia, reconociendo el talento de los alumnos sin renunciar a la autoridad de la tradición, interesará a cualquier profesor de hoy. «Nunca sabes, en realidad, dónde te llevará la enseñanza, quién estará atendiendo y, en ciertos casos, quien es el auténtico profesor», concede sin ceder.
Este problema no es anecdótico: se entrelaza, a través de la figura clásica del Doktorväter, del «maestro padre» de la tradición alemana, con la crisis de la figura del padre en general y con la biografía del autor en concreto, en cuanto que buscó en sus maestros la comprensión, tanto académica como íntima, que no encontraba en su padre. Para que no quede nunca un cabo suelto, remite, con tintes personales, a las figuras de Eumeo y del Mentor, figura de Atenea, que suplen la ausencia de Ulises en la infancia de Telémaco.
El ciclo educativo de Telémaco no termina hasta cuando es capaz de reconocer el error de dejar la puerta abierta durante el asesinato de los pretendientes. En asumir su equivocación, sin escurrir el bulto de la responsabilidad ni dejar que otro cargue con su culpa, estriba la madurez. También los alumnos sabrán rendir su juicio a la autoridad del profesor y su propio padre reconocerá la categoría superior del poema. Y el profesor encajará las últimas piezas que faltaban en su biografía.
Gracias a la potencia de esta historia de múltiples ecos, uno asiste a una gran novela en la que, si se analiza fríamente, no hay un gran drama. La lupa de la sensibilidad, la luz de la inteligencia y el abrazo de la comprensión terminan dotando de temple épico unas vidas más o menos ordinarias. Como las nuestras. Se cierra Una Odisea con la convicción de la urgente necesidad que tenemos de los clásicos para vivir bien y con intensidad.
Enrique García-Máiquez, en nuevarevista.net
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