Cada vez que el hombre ha jugado a ser aprendiz de brujo, a erigirse como creador, en un sentido o en otro, algo le ha estallado entre las manos, o ha estallado en su interior
Cada día veo más necesario un libro que descubra las “verdades de Perogrullo”, que a la mano cerrada la llamaba puño. Cuestionarse todo, discutir sobre si a las 12 de la mañana es de noche o es de día, acaba resultando agotador. Tengo la sospecha de que alguien nos ha robado el sentido común, y andamos dando tumbos, buscando al menos una apoyatura que nos sostenga.
Parece que toda persona que llega al mundo, puede reconstruirlo según su criterio, volverlo del revés, estirarlo o encogerlo según le dé. Si resulta que todo deseo que se me puede cruzar por la mente, o salir a borbotones del corazón, lo doy por bueno, le doy legitimidad como si fuera inexorable, tengo un problema. Ni todo lo que pienso, ni todo lo que siento puede plantearse como norma de vida: me gusta esto o me gusta lo otro, pero de ahí a que sea un derecho mío va mucho recorrido. La persona no es, sin más, un sujeto de derechos, unos derechos que están en un crecer constante. Es algo mucho más grande, es descubrir eso que podría ser el estribillo de una canción: “quiero saber quién soy, y de dónde vengo y hacia dónde voy”. Sin engañarme.
Puede parecer un chiste, pero volviendo a esas verdades de Perogrullo, resulta que yo, antes de existir, no existía. Antes de existir existían muchas cosas, no he sido yo el que ha inaugurado el mundo. Por tanto, no he sido yo el que me he dado la vida, no he sido yo el que me he diseñado, no he sido yo el que me he llamado del no ser al ser, existo independientemente de que yo haya tomado la decisión de existir o no.
Repitámoslo con otras palabras por si queda alguna duda: antes de venir a la vida, no he podido pensarme, sencillamente porque no era nada ni nadie. El existir me viene dado. Pero hay más: una vez que ya existo, que estoy vivo, no soy yo el que me construyo. Si veo un águila volando y me emociona su majestuoso volar, no puedo darme alas para hacer lo mismo, porque no doy para eso. Mi naturaleza, aunque me cueste reconocer este término, no es la de ser un ave, soy algo distinto. Soy una persona humana. Si alguien me dice: “tú eres lo que eres” ante mi pretensión de ser un águila, no me está haciendo una afrenta, no está violentando mi libertad. No me quita un ápice de mi dignidad, antes bien la reconoce y valora.
Existe una ley de la gravitación universal por la que, si tomo en mi mano una piedra, la sostengo en el aire y la suelto, no se queda suspendida, sino que cae. Las cosas no flotan porque yo me empeñe, es más, he que tener cuidado de que no se me escurran de la mano y lastime a quien tengo al lado, o si es un huevo, se convierta en tortilla antes de tiempo. Un ingeniero que tenga que proyectar un avión, no tiene que crear las leyes físicas antes de hacer sus cálculos, hay cosas que le vienen dadas y, solo partiendo de ellas, consigue que algo tan pesado como un artefacto así, pueda sostenerse en el aire y llevarnos de un sitio a otro. Yo no creo la realidad, la reconozco.
Y ¿a dónde vamos con todo eso? A intentar usar más el sentido común. Los pies nos ayudan a caminar, con los ojos vemos, tenemos dos oídos y una boca… Y no nos ha ido tan mal hasta ahora. Caminar cabeza abajo resulta incomodísimo. Cada vez que el hombre ha jugado a ser aprendiz de brujo, a erigirse como creador, en un sentido o en otro, algo le ha estallado entre las manos, o ha estallado en su interior. Nos viene muy bien una dosis de realismo, y un aprender a mirar más al cielo, porque, si no, nos ocurrirá como el chiste del avión al que se le paran los motores: “capitán, capitán, ¿vamos a tomar tierra? Se va usted a hartar...