Un interrogante que cada hombre, cada mujer, ha de resolver muy personalmente. Y que de alguna manera nos ronda en el mes de noviembre
La pregunta que se hace san Pablo en el capítulo 15 de su primera carta a los Corintios, sigue siendo, y seguirá a lo largo de todos los siglos que el Señor quiera mantener la historia de hombre sobre la tierra, un interrogante que cada hombre, cada mujer, ha de resolver muy personalmente. Y que de alguna manera nos ronda en el mes de noviembre.
Enfrentarnos con la muerte es una tarea que cada uno de nosotros vamos a vivir antes o después. A veces pensamos que es mejor olvidar la muerte, seguir viviendo como si nada, y si la muerte da la cara y se presente al descubierto, anestesiar cualquier sentimiento, cualquier temor, con una buena dosis de tranquilizantes, olvidarnos, y no pensar.
¡En cuantas ocasiones hemos visto en los tanatorios gente que da la impresión de haber ido allí sencillamente a hacer acto de presencia, a hablar de cualquier cosa, a cumplir con un protocolo, y no abren el alma en una oración por el difunto!
El hombre siempre ha pensado en la muerte. Los animales, cualquier animal, no piensa, ni en la muerte ni en nada. Y este es el paso que ninguna materia, ninguna evolución de la materia, llegará jamás a explicar; por eso el hombre tiene capacidad de cortar el palpitar de su cuerpo y de su espíritu, que le anima a pensar, con serenidad o con temblor en la muerte, en el intento de no plantearse la pregunta de qué habrá después de la muerte.
La victoria de la muerte, fruto del pecado, es conseguir que el hombre no piense en ella; no piense en qué se va a encontrar cuando su corazón dé el último suspiro en la tierra. No piense en el más allá, y rebaje su dignidad a la animalidad de su carne; a la futilidad de ser poco más que polvo de estrellas y desaparecer para siempre.
La victoria de la muerte es conseguir que el hombre se olvide del amor de Dios, manifestado en la muerte en Cruz de su Hijo; y se limite a vivir en el vacío de sus propios pensamiento y “creaciones”, ya sean intelectuales, carnales, materiales.
La victoria de la muerte es arrancar de la mente y del corazón de los hombres y de las mujeres, las tres palabras que la siguen en el enunciado de las postrimerias: muerte, juicio, infierno y gloria. Y apartar al hombre de pensar en el Amor de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad, de Cristo.
Viendo a Cristo crucificado, un cristiano piensa en la muerte y reza a Cristo para que acoja su muerte en Su Resurrección, después de perdonarle sus pecados. Viendo a Cristo agonizante en la Cruz, el cristiano se descubre más consciente de que es el Hijo de Dios hecho hombre quien está muriendo nuestra muerte; y nos quiere ayudar a vivir con Él nuestra propia muerte. Es lo que hace cuando se acerca al enfermo, al moribundo, en el sacramento de la Unción de los Enfermos. Y es lo que nos anuncia la presencia de un amigo, de una amiga, de la persona muerta rezando, solo, delante del cadáver, mientras los demás visitantes del tanatorio hablan de cualquier cosa en el pasillo de la sala mortuoria.
La honda y vivida tradición cristiana ha colocado la cruz con el Crucificado sobre la tapa del ataúd. Es la señal de que Cristo quiere acompañar en la muerte, en la sepultura a quien se ha acogido a Él, a su perdón, a su misericordia; y está dispuesto a alzar la tapa para su resurrección. Es anhelar la victoria sobre la muerte.
Al ver una tapa de ataúd sin cruz, sin Crucificado, me viene a la memoria, algo variado, el lamento de Bécquer: ¡Dios mío, qué solos dejamos a los muertos, qué solos se quieren quedar los muertos!