Hasta de una corrección indebida se puede sacar provecho
Estos días estoy peleado. ¿Con quién? Con el corrector automático.
No deja de incordiar, oye. Que escribo algo y me pone (a traición y cuando le doy a publicar) una tilde donde no es. O me la quita. Cuando no me cambia una palabra…
Como decía aquel: ─Señor, dame paciencia; pero… dámela ya.
Seguro que lo del corrector automático también te ha pasado a ti.
A algunos no les importa. Les sirve para lo mismo que cuando te escribían algo con be de Burgos y era con uve de Valencia: excusarse y aducir que el problema era que las dos letras estaban muy cerca en el teclado. O que sus dedos eran muy gordos para darle a las letras del smartphone. Cuando lo que de veras tenían era una ortografía no muy fina…
Sigue pasando. Lamentable.
El caso es que la corrección automática me irrita. Hasta el punto de que estoy pensando en mandarla a hacer gárgaras. O a freír espárragos. Con tilde, las primeras y los segundos, por esdrújulas.
Acababa de entrar al convento Tomás, un jovenzuelo que pretendía ser fraile. Tenía, como todos, una humilde habitación, con una cama con su correspondiente sábana y manta y una pequeña mesa de lectura.
Una mañana, al poco de llegar, se le acercó otro joven, Abel, en su misma situación, con el ánimo de hacerle ─previa consulta al prior─ una corrección fraterna: quería ayudar a Tomás. Como un padre corrige a su hijo: por puro cariño, por hacerle mejor.
Así que se acercó y, en un aparte, le dijo: ─Querido Tomás: quería comentarte que no te has hecho la cama; es bueno cumplir las normas, ventilar la habitación, dejar todo en orden…
Tomás, joven y con más que un punto de soberbia por pulir, le respondió: ─Abel, a ver: Que no me he hecho, ¿qué?
Y lo acercó a su habitación. La cama estaba impecable. ¡El bueno de Abel se había equivocado de habitación! El incumplidor era otro.
Mientras Abel se disculpaba y lamentaba, Tomás pensaba para sí (tan alto que casi se le oía): ¡Vaya, hombre, me vienes a corregir!
Abel fue al prior a confesar su error y pedir perdón. Y el prior se lo dio.
Tras charlar un momento ambos, el prior se fue veloz a localizar a Tomás. Y le dijo ─palabra arriba, palabra abajo─ esto:
─Querido Tomás, he sido informado de lo acontecido. Abel ha venido a disculparse por su error. Te había realizado una corrección fraterna equivocada.
Tomás se iba creciendo… Hasta que el prior continuó: ─En todo caso, me toca a mí hacértela ahora; y esta corrección no yerra. Quiero que también tú aprendas sobre lo acontecido: cuando te corrijan, por amor y desde la mejor voluntad, incluso indebidamente, sé humilde. Acepta, sin rebelarte, la corrección. ¡Cuántas de ellas se te habrán omitido que podías merecer! Como me habrá pasado a mí, pobre pecador. Sé humilde y calla ante tu hermano. Luego, si te parece, vienes y me lo cuentas, para que pondere cuándo y cómo le advierto a quien corresponda que sea más cuidadoso. Pero sé humilde.
Así que ya ves (y vuelvo a lo del corrector automático): hasta de una corrección indebida se puede sacar provecho.
Que podemos ir por la vida creyendo que nos van a dar el premio Nobel ─con be─ de Literatura y no nos dan ni el del novel. Con uve.
Sé humilde. ¿Recuerdas lo que te contaba en Modesto baja… que sube Andrés?
No olvides tampoco el post titulado La crítica leal.
Minoridad… Otro día hablaremos de eso. O de lo que toque.
¡Ah! Sé humilde… y hazte la cama.
¿Te ha hecho pensar un poco este post?
¿Me ayudas a difundir? ¡Muchas gracias!
José Iribas, en dametresminutos.wordpress.com
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