Evangelio del 30º domingo del Tiempo ordinario (Ciclo C) y comentario al evangelio
Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y que despreciaban a los demás:
─ Dos hombres subieron al Templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus adentros: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo». Pero el publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador». Os digo que éste bajó justificado a su casa, y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado.
Con la parábola del fariseo y el publicano que suben al Templo a orar Jesús nos instruye de nuevo sobre la humildad, virtud imprescindible para tratar a Dios y a los demás y “disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración”, como recuerda el Catecismo de la Iglesia (n. 2559).
El contraste entre los dos personajes de la parábola es llamativo y provocador, sobre todo porque, para la opinión pública de entonces, la figura de un fariseo sintetizaba el modelo de la virtud y la instrucción, mientras el solo nombre de publicano era ya sinónimo de pecador (cfr. p.ej. Lc 5,30) y eran tachados como impuros por trabajar para los gentiles.
Jesús presenta al fariseo orgulloso de sí mismo y con rasgos casi cómicos: reza “quedándose de pie” y más adelantado que el publicano; se dirige a Dios de forma grandilocuente; repasa la lista de sus méritos cumplidos incluso más allá de lo prescrito, como sus ayunos; y vive en constante comparación con los demás, a los que considera inferiores. El fariseo cree que reza, pero en realidad vive un monólogo “para sus adentros”, buscando su satisfacción personal y cerrándose a la acción de Dios.
En cambio, el publicano se queda lejos y con la mirada baja, porque se siente indigno de dirigirse a su Señor; y en su oración se golpea el pecho, como para romper la dureza del corazón y dejar entrar el perdón de Dios. Como señala san Agustín, “aunque le alejaba de Dios su conciencia, le acercaba a él su piedad”[1].
Jesús dibuja con perfiles tan marcados la arrogancia del fariseo que ninguno querría parecerse a él, sino más bien al publicano humilde. Sin embargo, nos acecha una forma similar de arrogancia, aunque se presente más sutil, puede filtrarse en nuestro comportamiento y en nuestra forma de orar. San Juan Crisóstomo comentaba así este pasaje: “Porque así como la humildad supera el peso del pecado y saliendo de sí llega hasta Dios, así la soberbia, por el peso que tiene, hunde a la justicia. Por tanto, aunque hagas multitud de cosas bien hechas, si crees que puedes presumir de ello, perderás el fruto de tu oración. Por el contrario, aun cuando lleves en tu conciencia el peso de mil culpas, si te crees el más pequeño de todos, alcanzarás mucha confianza en Dios”[2].
Jesús dice que el publicano bajó justificado mientras el fariseo no. Señala así el fruto que se obtiene con la verdadera vida de piedad: la justificación, que en esta parábola podría traducirse como el arte de agradar a Dios, y que no consiste tanto en sentirnos seguros y mejores por el cumplimiento exacto de normas, sino más bien en reconocer ante Dios nuestra pobre condición de criaturas, necesitadas de su misericordia y llamadas a amar a los demás como Dios los ama.
De la parábola obtenemos un medio seguro para evitar la arrogancia en nuestra vida de piedad: será humilde y agradable a Dios si nos lleva a frecuentes actos de contrición y a amar a los demás. Será arrogante e infructuosa si nos hace sentirnos seguros de nuestros propósitos cumplidos y nos lleva a frecuentes juicios críticos hacia los demás. Como explica el Papa Francisco, “no es suficiente, por lo tanto, preguntarnos cuánto rezamos, debemos preguntarnos también cómo rezamos, o mejor, cómo es nuestro corazón: es importante examinarlo para evaluar los pensamientos, los sentimientos, y extirpar la arrogancia e hipocresía”[3]. Para evitar este mal del alma, mientras tratamos de mejorar y para vivir con un verdadero conocimiento propio, puede servirnos lo que escribió san Josemaría: “No es falta de humildad que conozcas el adelanto de tu alma. –Así lo puedes agradecer a Dios. –Pero no olvides que eres un pobrecito, que viste un buen traje… prestado”[4].
Fuente: opusdei.org
[1] San Agustín, De verb. Dom. Serm. 36.
[2] San Juan Crisóstomo, Serm. De fariseo et De publicano.
[3] Papa Francisco, Audiencia, 1 de junio de 2016.
[4] San Josemaría, Camino, n. 608.
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