No hay que ocultar que cuando se quiere dar un cambio a la propia vida se enfrenta una dificultad de orden mayor porque lo que hay que cambiar es a uno mismo
Luis Ballesteros es un profesor de Filosofía que tras toda una vida en las aulas enseñando Historia del Pensamiento en un colegio, dedica semanalmente un tiempo a visitar la cárcel de Picassent, donde sigue haciendo lo mismo con un grupo de reclusos, inverosímilmente atraídos por pensar.
Agustín, Manuel, Alfonso y un buen grupo más se reúnen una tarde todas las semanas y durante un rato comentan un texto propuesto por Luis. Han leído breves pasajes de autores clásicos o actuales, y en alguna ocasión han discutido sobre artículos publicados por este diario en esta sección.
Son hombres con una historia que les ha llevado hasta allí. Seguro que tienen heridas, las que tenemos todos y alguna más o más doliente. Hablar de filosofía con ellos no es como hacerlo con cualquiera otros porque allí todo lo que no sea del todo sustancial, sobra, está de más. Pero como la filosofía tiene el admirable don de la impertinencia, el día que nos vimos hablamos de la libertad.
Las inevitables rejas, muros y vigilantes dejan bien claro que aquel lugar está construido para hacer sentir el peso de su pasado a sus ocupantes. Físicamente el lugar posee a las personas y esa extraña naturaleza impregna al edificio. Aquel lugar parece construido para aplastar el presente con toneladas de pasado y con el peso todavía más plomizo de un futuro inexistente.
Dentro sorprende comprobar que los reclusos deambulan como si cada uno de ellos llevara una invisible escafandra de oxígeno. Y asombra comprobar que esa nube de oxígeno sea capaz de abrir un espacio para hablar allí y entre ellos de filosofía: ser libre es evitar que el pasado lo decida todo, tanto si hay que cambiar de rumbo como si hay que mantenerlo, la libertad requiere justificar lo que se hace desde el presente, lo que implica darle y encontrarle un sentido propio.
Por eso ser libre es estar siempre en el principio, o, dicho de otro modo, ser libre es tener un presente que no es la simple riada del pasado y de lo que se ha hecho. Nadie tiene escrito lo que va a hacer en lo que ya hizo. Salvo enfermedad o claudicación, el pasado nunca es suficiente excusa de lo que se hace ahora, ni exime de su responsabilidad.
Al contrario, ser libre es poner límites al poder del pasado sin necesidad de negar su peso y relevancia, pero abriendo el presente como el escenario de lo genuinamente nuevo, es decir, de lo que surge del principio, ya sea para corregir o para confirmar el pasado, pues lo libre es siempre una novedad que sobrevive incluso en la repetición. Ser libre es poder volver a empezar.
Por eso cuando un grupo de personas privadas de libertad se reúne para, por ejemplo, hablar de filosofía, el presente se expande entre ellos dando lugar a un espacio nuevo e imprevisible justamente allí donde todo parecía reducido a mera consecuencia del pasado y espera del futuro. Ese quiebro inesperado al imperio de lo que les llevó allí es ya una forma de superación, una «suspensión temporal de la pena», pero no de naturaleza legal y física sino interior y existencial.
Sin embargo, no hay que ocultar que cuando se quiere dar un cambio a la propia vida se enfrenta una dificultad de orden mayor porque lo que hay que cambiar es a uno mismo. Enfrentarse al propio pasado para no darle la última palabra respecto del futuro es tanto como quitarle la palabra a los propios afectos e inclinaciones, a los hábitos y las preferencias acumuladas durante el tiempo. Y esa batalla es siempre difícil e incierta. Requiere ayudarse de cuanto se tenga a mano, y se comprende que Mandela en sus muchos años de reclusión musitara como una letanía los últimos versos del poema Invictus de W. E. Henley: «Soy el amo de mi destino / soy el capitán de mi alma».
Para Mandela el pasado no era oprimente con la forma de la culpa, sino del justificable rencor por una cautividad injusta. Cuando Melville dibujó al capitán Ahab como un hombre cruzado de cicatrices y, sobre todo, del rencor que le causaban, dibujó la fisonomía imperecedera del cautivo de un pasado padecido como víctima inocente, pero que puede poseer igualmente e incluso más pérfidamente al que lo padece como culpable. La ballena blanca y monstruosa es tanto el mal padecido en el pasado como el causado. El rencor y la culpa convierten lo ocurrido en el capitán de nuestro futuro.
Por eso, solo recupera la propiedad de su alma quien puede perdonar: el perdón es la soberanía recuperada del yo frente al agresor que nos hirió. Quien no puede perdonar o, en su defecto, quien no puede olvidar, no puede dejar de estar poseído por el autor del daño. El rencor es la inconsciente complicidad de la víctima con quien le hirió porque perpetúa los efectos del daño y los lleva más adentro y más hondo de lo que habría podido conseguir el ofensor por sí solo. El deseo de venganza es solo el señuelo de un futuro consolador inventado por un pasado desgraciado para perpetuarse.
Pero hay una forma insidiosa del rencor que no va dirigido contra otros sino contra uno mismo con la forma de una culpa de la que no se desea redención, o bien ni siquiera se reconoce. En cambio, arrepentirse es declararse culpable o, por lo menos, responsable del daño causado y, sin embargo, distinto ya de aquel que lo cometió. Poder pedir perdón es haber sobrevivido sin depravarse al mal causado libre y responsablemente, es decir, culpablemente.
Si la filosofía puede resultar tan liberadora y servir como un cierto consuelo es porque psicológica y existencialmente hay mucho de cierto en aquello de que la verdad nos hace libres, es decir, nos deja volver a empezar sin negar lo que fue pero sin convertirlo en capitán de nuestra alma ni en dueño de nuestro destino.
Higinio Marín, en diarioinformación.com
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