La noción del cardenal Newman como un converso al catolicismo es simplista. Lo que da sentido a su vida y a su obra es un itinerario espiritual de una hondura inimaginable, de búsqueda de la santidad asentada en la verdad
Debo tanto a John Henry Newman que he decidido ir a Roma para estar presente en su proclamación como santo. Quisiera dar cuenta de las razones de mi gratitud. Para los católicos de mi generación, los ecos del catolicismo inglés, con la excepción del gran Chesterton, llegaban lejanos. Nos nutríamos más de la teología de la Europa continental. Por ello, mi descubrimiento de Newman fue relativamente tardío. Pero mis primeras lecturas suyas me fascinaron y me abrieron horizontes que enriquecieron de manera determinante mi cosmovisión cristiana.
La noción que teníamos del cardenal Newman era la de un converso de la Iglesia anglicana al catolicismo. Pero esa es una visión simplista. Lo que da sentido a su vida y a su obra es un itinerario espiritual de una hondura religiosa inimaginable, de búsqueda de la santidad asentada en la verdad.
Newman era un joven y brillante clérigo de la Iglesia anglicana que, gracias a sus méritos, desarrolló sus actividades teológicas y pastorales en la Oxford de la primera mitad del siglo XIX. Él amaba a la Iglesia de Inglaterra. Pero, a medida que fue desentrañando la esencia del cristianismo, fueron naciendo en él dificultades, cuyas respuestas en el seno del anglicanismo le resultaban crecientemente insatisfactorias. Desde su ordenación en 1825 hasta 1845, cuando es recibido en la Iglesia católica, hay 20 años de búsqueda afanosa de una respuesta convincente a las preguntas: ¿Cómo puedo ser más fiel a mi condición, asumida libremente, de discípulo de Cristo?; ¿cuál es la Iglesia más fiel a la que fundó Cristo?
Retrato de un camino espiritual
Fueron 20 años de una fecundidad extraordinaria. Tenemos la fortuna de que los relató en su Apologia pro vita sua, considerada la mejor autobiografía en lengua inglesa de los tiempos modernos, porque Newman era un escritor de raza. En su lectura vas entendiendo su camino espiritual, las sucesivas indagaciones y descubrimientos de los elementos esenciales de la religión cristiana. Acompañarle en esa peregrinación es el mejor modo de adentrarse a la realidad viva del ser cristiano. Su lectura no solo nos permite conocer al homo religiosus Newman y las vicisitudes y sinsabores que atravesó ─porque su camino no fue ciertamente de rosas─, sino que a través de él nos permite hacernos a nosotros sus mismas preguntas y adquirir pistas sólidas para asentar nuestras propias respuestas. Lo que resulta fascinante, y a mí especialmente atractivo, es la honradez intelectual y religiosa de Newman, que habla y escribe siempre con libertad. En el universo de Newman la condición de creyente es la de un hombre esencialmente libre. Lo fue durante los tiempos del Movimiento de Oxford, lo fue cuando escribió, con este grupo los famosos Tracts, lo fue en el seno de la Iglesia católica, en la que no se le ocultaban sus llagas, por utilizar la expresión de Rosmini.
En sus lecturas e indagaciones se produce en él un descubrimiento fundamental: el valor de la tradición, lo que le alejará de la visión protestante. Incluso los Evangelios hay que leerlos e interpretarlos ─nos dice─ como «formando parte» de la tradición, que se inicia en la sucesión apostólica y en la recepción de las enseñanzas de Jesús de Nazaret por sus discípulos, una vez completada su misión redentora. Fruto de estas investigaciones es su fundamental Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana (1845), en la que introduce la perspectiva de la historicidad para entender el rostro de la Iglesia como «pueblo de Dios» que camina a través de los tiempos. Es una visión teológica que anticipa el Concilio Vaticano II. Pero esta concepción «dinámica y viva» de quienes forman la comunidad de seguidores de Jesús de Nazaret exige dos condiciones imprescindibles: la continuidad y la comunión. Y para Newman solo la Iglesia de Roma puede satisfacerlas.
«Buen católico, buen inglés»
Hay otro libro de Newman que me ha iluminado especialmente y que es indispensable en los tiempos en que vivimos. Es su Carta al duque de Norfolk, en el que se contiene su famosa polémica con Gladstone acerca de si un católico papista, coherente con sus principios, puede ser leal súbdito de la monarquía británica. Newman defiende que «no hay ninguna contradicción en ser al mismo tiempo un buen católico y un buen inglés». En esta obra sienta las bases de una moderna concepción de la libertad religiosa, sustentada en el primado de la libertad de conciencia, que más que un derecho es un deber. Allí está escrito su conocido brindis «por el Papa, ciertamente, pero, ante todo, por la conciencia». Si el Papa o la reina ─nos dice─ le exigieran «obediencia absoluta» solo se sentiría obligado a «obedecer a su conciencia».
También los cristianos en nuestros días estamos bajo sospecha, como los católicos ingleses en tiempos de Newman. El repudio a la herencia cristiana provoca actitudes de intolerancia con quienes quieren mantener los «principios irrenunciables» a los que se refiriera Benedicto XVI sobre la concepción del ser humano. Poderosas corrientes de opinión pretenden exigir obediencia a los nuevos postulados con que quieren transformar nuestra civilización. Hoy la defensa del primado de la libertad de conciencia es la tarea más urgente y más primordial de nuestro tiempo. Newman es un gran sostén para ello.
Eugenio Nasarre. Ex secretario de Estado de Educación y presidente del Movimiento Europeo.