Evangelio del 28º domingo del Tiempo ordinario (Ciclo C) y comentario al evangelio
Al ir de camino a Jerusalén, atravesaba los confines de Samaría y Galilea; y, cuando iba a entrar en un pueblo, le salieron al paso diez leprosos, que se detuvieron a distancia y le dijeron gritando:
─¡Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros!
Al verlos, les dijo:
─Id y presentaos a los sacerdotes.
Y mientras iban quedaron limpios. Uno de ellos, al verse curado, se volvió glorificando a Dios a gritos, y fue a postrarse a sus pies dándole gracias. Y éste era samaritano. Ante lo cual dijo Jesús:
─¿No son diez los que han quedado limpios? Los otros nueve ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?
Y le dijo:
─Levántate y vete; tu fe te ha salvado.
En tiempos de Jesús, la terrible enfermedad contagiosa de la lepra afectaba a mucha gente, como a los diez leprosos del pasaje de este domingo. Para evitar contagios, el Antiguo Testamento estipulaba normas severas: «el enfermo de lepra llevará los vestidos rasgados, el cabello desgreñado, cubierta la barba; y al pasar gritará: "¡impuro, impuro!" Durante el tiempo en que esté enfermo de lepra es impuro. Habitará aislado fuera del campamento, pues es impuro» (Lv 13,45-46). Los sacerdotes eran quienes tenían autoridad para declarar públicamente que una persona era leprosa, o anunciar también su curación para que pudiera regresar a la sociedad.
A las afueras de un pueblo, vivirían pues los diez leprosos de esta escena que narra Lucas. Entre ellos se encuentra un samaritano, porque el dolor común enfrió la enemistad habitual entre judíos y samaritanos. Aquellos enfermos habrían oído hablar de Jesús, el maestro de Galilea que curaba gente. Es muy posible que acariciasen en grupo más de una vez la esperanza de encontrarse con él. De modo que cuando le ven pasar y le reconocen, gritan fuerte desde lejos para que tuviera piedad de ellos. «Esperan desde lejos ─dice un Padre de la Iglesia─ como avergonzados por la impureza que tenían sobre sí. Creían que Jesucristo los rechazaría también, como hacían los demás. Por esto se detuvieron a lo lejos, pero se acercaron por sus ruegos. El Señor siempre está cerca de los que le invocan con verdad (Sal 145,18)»[1].
De la petición de los diez leprosos podemos aprender a rogar a Dios con confianza, convencidos de que Él lo puede todo y de que no hace falta esperar a sentirnos dignos, para pedir y recibir lo que necesitamos. Como escribió san Josemaría, «te ves tan miserable que te reconoces indigno de que Dios te oiga... Pero, ¿y los méritos de María? ¿Y las llagas de tu Señor? Y… ¿acaso no eres hijo de Dios? Además, Él te escucha «quoniam bonus ... quoniam in saeculum misericordia eius»: porque es bueno, porque su misericordia permanece siempre»[2]. Aunque Jesús sabe todo de nosotros, cuenta con nuestra petición llena de fe y perseverancia para darnos lo que pedimos. Es más, como decía san Agustín, en realidad tiene el Señor «más ganas de dar que nosotros de recibir; y tiene más ganas Él de hacernos misericordia que nosotros de vernos libres de nuestras miserias»[3].
Jesús escuchó la petición de los diez leprosos, y como suele hacer con todos los personajes con los que se encuentra, les pide a cambio un gesto de confianza, ajustado a la situación personal de quienes le ruegan. En este caso, no les toca, ni les impone las manos. Sencillamente les manda asumir que se van a curar y dirigirse a quien tiene autoridad para declararlos puros de su enfermedad. Y en el camino, quedaron todos curados. Seguro que se llenarían de inmensa alegría, conocida de mucha gente, cuando los sacerdotes verificaron públicamente la curación del grupo. Pero solo el samaritano se acordó agradecido de su benefactor, Jesús, y supo «dar Gloria a Dios» volviendo con acción de gracias a sus pies.
De la actitud del samaritano y del reproche que hace Jesús hacia los nueve desagradecidos, sacamos otra lección muy importante de este pasaje: que nuestra acción de gracias da gloria a Dios y nos preparara para recibir dones mejores. Por eso nos conviene fomentar en nuestro corazón, junto a la petición llena de confianza por lo que necesitamos, la acción de gracias por todo lo que recibimos, incluso sin pedirlo. De hecho, como decía san Juan Crisóstomo, Dios «nos hace muchos regalos, y la mayor parte los desconocemos»[4]. Si somos agradecidos con Dios y le alabamos por todo, atraemos para nosotros y para los demás las bendiciones del Cielo. Como explicaba san Agustín, «toda nuestra vida presente debe discurrir en la alabanza de Dios, porque en ella consistirá la alegría sempiterna de la vida futura; y nadie puede hacerse idóneo de la vida futura si no se ejercita ahora en esta alabanza»[5].
Fuente: opusdei.org.
[1] Teofilacto, Catena aurea, in. loc.
[2] San Josemaría, Camino, n. 93.
[3] San Agustín, Sermón 105.
[4] San Juan Crisóstomo, Hom. In Matt., 25.
[5] San Agustín, Coment. In Psal. 148.
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