Evangelio del 27º domingo del Tiempo ordinario (Ciclo C) y comentario al evangelio
Los apóstoles le dijeron al Señor:
─ Auméntanos la fe.
Respondió el Señor:
─ Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esta morera: arráncate y plántate en el mar, y os obedecería.
Si uno de vosotros tiene un siervo en la labranza o con el ganado y regresa del campo, ¿acaso le dice: “Entra enseguida y siéntate a la mesa”? Por el contrario, ¿no le dirá más bien: “Prepárame la cena y disponte a servirme mientras como y bebo, que después comerás y beberás tú”? ¿Es que tiene que agradecerle al siervo el que haya hecho lo que se le había mandado? Pues igual vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: “Somos unos siervos inútiles; no hemos hecho más que lo que teníamos que hacer”.
En este pasaje del evangelio se distinguen claramente dos partes. En la primera, Jesús habla de la fuerza eficaz que tiene la fe. En la segunda, ilustra con un ejemplo el hecho de que la fe, si es verdadera, ha de manifestarse en una actitud de servicio desinteresado.
Las palabras de Jesús acerca de la fe en la primera parte, son análogas a las recordadas por Mateo y Marcos en sus evangelios. Allí se dice que quien tenga fe podrá decir a un monte: “arráncate y échate al mar”, y la montaña le obedecería (cf. Mt 21,21 y Mc 11,22-24). Aquí se expresa, de modo muy gráfico, que bastaría una fe “como un grano de mostaza”, una semilla pequeñísima, de apenas un milímetro de diámetro, para decirle a una morera: “arráncate y plántate en el mar”, y que obedeciese. La morera es un árbol grande, con raíces poderosas y extendidas, muy difícil de arrancar, y, además, imposible de hacerlo crecer en el agua. El ejemplo de la morera, firmemente sostenida con fuertes raíces, está muy en consonancia con el modo en que Jesús comienza su respuesta: “Si tuvierais fe…”. La palabra “fe”, en hebreo ’emunah, tiene la misma raíz que el verbo “creer” (he’emin) que también significa “estar bien afianzado”, “tener fortaleza”. Lo que Jesús quiere expresar está bastante claro: la fe proporciona un apoyo sólido que permite afrontar retos impensables, tareas grandiosas, humanamente imposibles. A quien tiene fe, esto es, al que se apoya confiadamente en Dios, no hay nada que se le resista, por eso dirá Jesús en otra ocasión que “todo es posible para el que cree” (Mc 9,23).
Un requisito básico de la fe que proporciona fortaleza con el apoyo de Dios es la humildad, que implica el reconocimiento de la propia debilidad. Dios es el protagonista de la historia de la salvación y nos invita a colaborar en ella como buenos servidores suyos: de eso habla la segunda parte de este pasaje evangélico. A quien sirve desinteresadamente a los demás por amor a Dios, “le aliviará saber ─dice Benedicto XVI─ que, en definitiva, él no es más que un instrumento en manos del Señor; se liberará así de la presunción de tener que mejorar el mundo ─algo siempre necesario─ en primera persona y por sí solo. Hará con humildad lo que le es posible y, con humildad, confiará el resto al Señor. Quien gobierna el mundo es Dios, no nosotros. Nosotros le ofrecemos nuestro servicio sólo en lo que podemos y hasta que Él nos dé fuerzas”[1].
El ejemplo que propone Jesús en la segunda parte de este pasaje del evangelio, en un texto propio de Lucas, enseña que fe y servicio no se pueden separar, sino que están íntimamente unidos. Un servicio intenso y sacrificado, como el de aquel servidor que trabajó toda la jornada y al regresar a casa, cansado y hambriento, todavía se puso a preparar la cena a su amo, sin quejarse y sin pensar que hacía nada extraordinario. El ejemplo que propone Jesús es muy exigente. En nuestro tiempo, uno podría pensar que aquel hombre necesitaría de los buenos consejos de un abogado laboralista sobre cómo reivindicar sus derechos frente a un patrón así. Pero ese servicio total que reclama Jesús es el mismo que él realizó: “el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención de muchos” (Mc 10,45). La fe hace milagros, pero cuando se manifiesta en hechos de servicio, siguiendo el ejemplo de Jesús. Por tanto, no estamos llamados a servir para tener una recompensa, sino para imitar a Dios, que se hizo siervo por amor nuestro.
San Josemaría, consciente de que una fe que se manifieste en obras de servicio es un don sobrenatural que sólo Dios puede infundir e intensificar en el alma, manifestaba en una ocasión: “Todos los días, no una vez sino muchas (...), le diré algo que le pedían los Apóstoles (...): adáuge nobis fidem! (Lc 17, 5), auméntanos la fe. Y añado: spem, caritátem; auméntanos la fe, la esperanza y la caridad”[2].
Fuente: opusdei.org
[1] Benedicto XVI, Encíclica Deus caritas est, n. 35.
[2] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 7-IV-1974. Citado por Javier Echevarría, Carta 29 de septiembre de 2012, n. 12.
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