Evangelio del 23º domingo del Tiempo ordinario (Ciclo C) y comentario al evangelio
Iba con él mucha gente, y se volvió hacia ellos y les dijo:
─ Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre y a su mujer y a sus hijos y a sus hermanos y a sus hermanas, hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo. Y el que no carga con su cruz y viene detrás de mí, no puede ser mi discípulo.
Porque, ¿quién de vosotros, al querer edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos a ver si tiene para acabarla? No sea que, después de poner los cimientos y no poder acabar, todos los que lo vean empiecen a burlarse de él, y digan: «Este hombre comenzó a edificar y no pudo terminar». ¿O qué rey, que sale a luchar contra otro rey, no se sienta antes a deliberar si puede enfrentarse con diez mil hombres al que viene contra él con veinte mil? Y si no, cuando todavía está lejos, envía una embajada para pedir condiciones de paz. Así pues, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo.
Jesús se dirigía hacia Jerusalén, acompañado por sus discípulos, y muchos se les iban sumando por el camino. Era fácil dejarse arrastrar por el entusiasmo que provocaban sus palabras amables, por su cordial acogida ─especialmente hacia los más necesitados─, y por su alegría contagiosa. Pero Jesús no quiere que ninguno de sus seguidores se sienta engañado. Vendrán momentos difíciles, porque en Jerusalén los espera la cruz.
Seguir a Jesús no es sumarse a un cortejo triunfal, sino tomar por amor decisiones que implican renuncia y sufrimiento. Quien desea seguirlo ha de estar libre de ataduras que le dificulten disponer de todo su tiempo, o que le resten energías para ayudarle en la obra de la redención. Jesús es demasiado claro, hasta el punto de que sus palabras acerca del desprendimiento de la propia familia resultan duras. ¿No manda Dios amar, reverenciar y obedecer a los padres? ¿Cómo es que Jesús emplea unas palabras tan fuertes, que parecen contradecir ese mandamiento?
Jesús necesita seguidores fieles. Pero el Maestro sabe bien que es difícil resistirse al cariño de los padres, amigos, o parientes cercanos, y que éstos, muchas veces con buena intención, pueden dejarse llevar más del corazón que de la fe o la razón. Por eso su lenguaje fuerte no deja lugar a dudas. San Juan Crisóstomo, hablando de los padres, explicaba en una de sus homilías que el Señor “solamente manda que se les obedezca en lo que no se opone a la piedad para con Dios; y en todo lo demás, es cosa santa procurarles todo honor. Pero cuando exigen más de lo que conviene, no se ha de obedecer”. Este Padre de la Iglesia hace notar que Jesús no manda aborrecer a los padres, lo que sería una gran maldad, sino que dice que “si ellos quieren que los ames más que a Mí”, entonces aborrécelos, porque en ese caso estarían perdiéndose a sí mismos y al hijo al que piensan que aman, pero al que le están dificultando su correspondencia a la gracia. Decía esto Cristo ─concluye el Crisóstomo─ para hacer a los hijos más fuertes y a los padres que quieran poner impedimentos, más sensatos[1].
Fiel a la doctrina del Evangelio, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña que “Cristo es el centro de toda vida cristiana. El vínculo con Él ocupa el primer lugar entre todos los demás vínculos, familiares o sociales”[2]. Por esto, Dios se sirve de buenas familias cristianas, para sembrar en sus hijos el amor a Él, a los demás y la generosidad para que centren sus vidas en torno a Cristo, y encuentren en sus padres el apoyo necesario para secundar su vocación.
Para dar razón de esta exigencia Jesús se sirve de dos parábolas: la de la torre que se ha de construir y la del rey que va a la guerra. De ambas se desprende la importancia de no dejarse llevar por un primer impulso sentimental, sino de sopesar a fondo todo lo que está en juego, antes de tomar una decisión precipitada. Si se trata de colaborar con Cristo en la obra de la redención, no cabe una entrega a medias, un decir que sí, pero sin terminar de desligarse de todas las ataduras de la tierra. La conclusión es clara: “cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo”. Sus palabras se dirigen a todos, tanto a quien está en momentos de discernimiento de su vocación personal, como a quienes forman parte del entorno familiar o social de quienes están tomando sus propias decisiones vitales.
La experiencia de los santos invita siempre a una respuesta libre y generosa. “Aceptemos sin miedo la voluntad de Dios ─aconseja san Josemaría─, formulemos sin vacilaciones el propósito de edificar toda nuestra vida de acuerdo con lo que nos enseña y exige nuestra fe. Estemos seguros de que encontraremos lucha, sufrimiento y dolor, pero, si poseemos de verdad la fe, no nos consideraremos nunca desgraciados: también con penas e incluso con calumnias, seremos felices con una felicidad que nos impulsará a amar a los demás, para hacerles participar de nuestra alegría sobrenatural”[3].
Fuente: opusdei.org.
[1] San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 35.
[2] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1618.
[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 97.
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