Este país tiene muchísimas cosas buenas comparado con cualquier otro, pero una de las que más aprecio es la capacidad de cuidar
Me refiero, por supuesto, a la disposición a cualquier sacrificio, a renunciar a lo que sea por cuidar a los nuestros. Pero también a otros que están enfermos, necesitados, a los mayores, a los niños. En una mesa de trabajo se hablaba de en qué cosas destacamos como país y alguien dijo que «sabemos coger la mano a la gente como nadie, somos muy buenos en eso». A la mayoría les sale natural atender, ayudar, cuidar. Por eso se rifan a nuestras enfermeras y enfermeros, porque los formamos muy bien y porque tenemos más que en otros países. Y por la misma razón −no solo por el sol− crece cada año el número de personas que vienen a gastar aquí los años últimos de la vida.
No se trata de una simple cualidad del carácter afable y alegre que se nos suele atribuir. Hay por detrás todo un tapiz cultural que ha ido hilando en el tiempo tal modo de ser y que, si se deshilacha, dejará de dibujar el paisaje amable que conocíamos. Por eso, aunque esta semana quería escribir una columna agosteña y festiva, la detención en pocos días de tres parejas por maltratar o matar a sus bebés y la de dos individuos que vejaron y mataron a sus madres mudaron mi ánimo.
Tampoco ayudó mucho ver cómo hemos negociado con las vidas de los inmigrantes del Open Arms, convertidos, por todas las partes, en mercancía de trueque para objetivos políticos. O que se despelleje sin compasión a la niña sueca, convertida en símbolo del cambio climático, como si la culpa fuera de la menor y no de quienes la utilizan para fines comerciales. A veces no parecemos nosotros.