Cuanto más nos alejamos del lugar donde habita Dios, menos capaces somos de oír su voz que nos llama, y cuanto menos oímos esa voz, más nos enredamos en las manipulaciones y juegos de poder del mundo, y más alejados nos sentimos de Dios
Cuando el hijo pródigo pide a su padre la parte de herencia que le corresponde −explica Henri J. M. Nouwen−, no hay detrás de eso un simple deseo de un hombre joven por ver mundo. Hay un corte drástico con la forma de vivir y de pensar en que había sido educado, una rebelión desafiante, una huida hacia lugares lejanos en busca de otros ideales. Esa huida representa la gran tragedia de la vida de quienes de alguna forma se vuelven sordos, o nos volvemos sordos, a la voz de Dios que nos llama, y abandonamos el único lugar donde podemos oír esa voz, para marcharnos esperando encontrar en algún otro lugar lo que no somos capaces de encontrar en casa.
Porque hay muchas otras voces, fuertes, llenas de promesas seductoras, que nos ofrecen éxito, reconocimiento, liberación. Además, cuanto más nos alejamos del lugar donde habita Dios, menos capaces somos de oír su voz que nos llama, y cuanto menos oímos esa voz, más nos enredamos en las manipulaciones y juegos de poder del mundo, y más alejados nos sentimos de Dios.
Nosotros somos el hijo pródigo cada vez que buscamos amor donde no puede hallarse, cada vez que tomamos la vida y el talento que Dios nos ha dado y lo utilizamos para nuestro egoísmo, para reafirmarnos, para imponernos con un fondo de arrogancia, como le pasaba al hijo pródigo, que malgastó todo lo que le había dado su padre y dilapidó su fortuna en caprichos y en despilfarros hechos para impresionar, en vez de hacer rendir esos talentos en servicio de los demás.
Su padre no podía obligarle a quedarse en casa. No podía forzar su amor. Tenía que dejarle marchar, sabiendo incluso el dolor que aquello causaría a los dos. Fue precisamente el amor lo que impidió retener a su hijo a toda costa, lo que le hizo dejarle que encontrara su propia vida, incluso a riesgo de perderla. Así actúa Dios con nosotros, siguiendo ese misterio de amor y libertad por el que somos libres de abandonar el hogar de Dios, aunque Él siempre nos espera con los brazos abiertos.
El hijo pródigo, que dejó su casa lleno de orgullo y de dinero, decidido a vivir su propia vida lejos de su padre, vuelve ahora sin nada. Ni dinero, ni salud, ni reputación. Lo ha despilfarrado todo. Solo trae vaciedad, humillación y derrota. Y solo se hizo consciente de lo perdido que estaba cuando nadie a su alrededor demostró interés alguno por él. Le habían hecho caso en la medida en que podían utilizarlo para sus propios intereses. Pero, cuando ya no le quedaba nada, dejó de existir para ellos. Entonces sintió toda la profundidad de su aislamiento, la soledad más honda que se puede sentir. Estaba realmente perdido, y precisamente eso fue lo que le hizo volver en sí. De repente, vio con claridad que el camino que había elegido le llevaba a la autodestrucción.
No es necesario en absoluto, pero muchas veces es lo que hace despertar a algunas personas. El hijo pródigo tuvo que perderlo todo para entrar en lo profundo de sí mismo. Cuando se encontró deseando que le dieran la comida de los cerdos, se dio cuenta entonces de que tenía una dignidad y de que debía procurar recuperarla. La confianza en el amor de su padre, aunque borrosa, le dio fuerzas para reclamar su condición de hijo, aunque esa reclamación no estuviera basada en mérito alguno.
Su regreso está lleno de ambigüedades. Hay arrepentimiento, pero un arrepentimiento un poco interesado. Es un acercamiento a Dios en el que nos sentimos culpables, pero en el que nos cuesta recibir el perdón de Dios.
Luego, a su llegada, hay un hecho que ensombrece la alegría de la vuelta a casa del hijo perdido durante años. En medio de aquella escena de alegría y de perdón, hay una mirada sombría y distante, la del hijo mayor que no estaba en casa cuando el padre abraza a su hijo y le muestra su misericordia, y que, cuando llega y ve la fiesta de bienvenida en honor a su hermano, se enfada y no quiere entrar.
Estaba tan perdido como su hermano. No solo se había perdido el hijo menor, que se marchó de casa en busca de libertad y felicidad, sino que también el que se quedó en casa se perdió. Aparentemente, hizo todo lo que un buen hijo debía hacer, pero, interiormente, estaba también lejos de su padre. Trabajaba mucho todos los días, y cumplía con sus obligaciones, pero, en su interior, cada vez era más desgraciado y menos libre.
También es algo que puede suceder a quienes, como el hermano mayor, han permanecido aparentemente cerca de Dios, pero, en realidad, su corazón está tan frío como el del hermano menor. Es una tentación, la del hijo mayor, muy propia de quienes quieren cumplir con las expectativas de otros, y desean que se les considere cumplidores y ejemplares, pero que también experimentan, desde muy temprano, cierta envidia hacia esos hermanos pequeños que abandonan el hogar y viven en el despilfarro y la lujuria. Ellos siempre han actuado con corrección, y les asalta la idea de que lo hacen porque no han tenido el coraje de ser tan irresponsables como los otros. Les resulta extraño admitirlo, pero, en el fondo, tienen envidia del hijo desobediente, cuando le ven disfrutar haciendo cosas que ellos reprueban. La vida de entrega a Dios les agrada, pero a veces la ven como una carga que les oprime. La obediencia y el deber se han convertido en una carga, y el servicio en una esclavitud.
Hay quizá bastantes hijos e hijas mayores que están un poco perdidos, a pesar de seguir en casa. El extravío del hijo menor es visible y claro, pero se comprende e incluso se simpatiza con él. Sin embargo, el extravío del hijo mayor es más difícil de identificar. Al fin y al cabo, parecía hacerlo todo bien. Era obediente, servicial, cumplidor de la ley y muy trabajador. La gente le respetaba, le admiraba y le consideraba un hijo modélico. Aparentemente, no tenía fallos. Pero, cuando vio la alegría de su padre por la vuelta de su hermano menor, un poder oscuro salió a la luz. De repente, aparece la persona severa y egoísta que estaba escondida y que, con los años, se había hecho más envidiosa y arrogante.
Quiero decir que todos tenemos que esforzarnos por ser mejores, y que el riesgo de perderse es un riesgo que nos afecta a todos. Todos estamos expuestos al peligro de acomodarnos y enfriarnos. Ninguno debemos considerarnos exentos de la tentación por el hecho de habernos entregado a Dios. Igual que el hijo menor se perdió por no escuchar la voz de su padre y marcharse, el hijo mayor se perdió igualmente por no escuchar esa misma voz, aunque estuviera más cerca. Porque, en determinado momento de la vida, una persona entregada a Dios puede sentirse como el hijo mayor, que ha trabajado mucho en la granja de su padre, pero, en vez de estar agradecido por todo lo que ha recibido, se siente invadido por los celos de ese irresponsable hermano menor. Y el único remedio es reconocer que esos sentimientos proceden de la soberbia y el egoísmo.
Pienso que el padre quiere igual a los dos, pero expresa ese amor de acuerdo con la trayectoria personal de cada uno. Conoce bien a ambos, y comprende sus cualidades y sus defectos. A los dos les habla con afecto y con claridad, sin enredarse en compararlos tontamente, y les invita a participar de la alegría de estar allí.
La opción mejor es la de ser fiel a la voz de Dios. Esta escena del Evangelio narra dos formas de ser infiel y, sobre todo, la posibilidad de volver cuando se ha desoído esa voz.
El hijo menor desoyó la llamada de Dios al principio. Si seguimos con aquella comparación, no atendió esa llamada telefónica que Dios le hacía, a pesar de resonar muchas veces, o la atendió pero enseguida cortó. El hijo mayor, en cambio, respondió que sí, pero con el tiempo se fue acostumbrando a oír esa voz y no actuar en consecuencia, y al final quedó tan ajeno a esa voz como su hermano pequeño. El efecto es parecido, uno por cortar y otro por malacostumbrarse o distraerse. Son distintas formas de no ser fiel, y no se trata de ver cuál es mejor o peor, sino de aprender a detectar el daño que siempre produce alejarnos de la voz de Dios.
Alfonso Aguiló, en interrogantes.net.
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