Me vienen a la cabeza esas calles decimonónicas denominadas “del Progreso” que hay en casi todas las ciudades españolas: suelen ser cortas, estrechas, sucias y malolientes; en ellas no se sabe dónde se esconde aquel progreso que quienes les dieron ese nombre querían honrar
Hasta hace unas semanas no había prestado atención a la frase con la que Ludwig Wittgenstein −uno de los pensadores más profundos del pasado siglo− encabeza su obra póstuma Philosophical Investigations (1953). Ese libro −considerado como uno de los más importantes de su época− se abre con un aforismo de Nestroy que dice en alemán: “Está en la naturaleza del progreso parecer mucho mayor de lo que efectivamente es” [“Überhaupt hat der Fortschritt das an sich, daß er viel größer ausschaut, als er wirklich ist”]. Probablemente no se ha prestado apenas atención a esta cita porque figura en alemán tanto en la edición original inglesa como en su traducción española y quizá sobre todo porque el dramaturgo y actor teatral austríaco Johann Nestroy (1801-1862) es un perfecto desconocido −al menos hoy en día− entre los filósofos estudiosos de Wittgenstein.
Según Wikipedia, Johann Nestroy tuvo gran éxito en su tiempo hasta el punto de que era llamado el “Shakespeare austríaco“. Llegó a escribir 80 óperas cómicas. Sin embargo, si uno busca en el catálogo online de la Biblioteca Nacional Española descubre con cierta sorpresa que no hay allí ninguna obra de Nestroy traducida al español. Solo figuran en el catálogo un breve estudio en alemán a los 175 años de su muerte, una partitura musical y un volumen reciente de un editor vienés con tres de las obras de teatro de Nestroy. Sic transit gloria mundi!
Me ha impresionado que Wittgenstein, que era muy consciente del valor de su obra, redujera su importancia al anteponerle esa cita sobre el prestigio del todo desmesurado que suele tener el progreso. En Culture and Value (30) añadirá: “Nuestra civilización se caracteriza por la palabra progreso“. No sé por qué la cita de Johann Nestroy y esta de Wittgenstein me traen a la cabeza esas calles decimonónicas denominadas “del Progreso” que hay en casi todas las ciudades españolas: suelen ser cortas, estrechas, sucias y malolientes; en ellas no se sabe dónde se esconde aquel progreso que quienes les dieron ese nombre querían honrar.
En 1980 el sociólogo estadounidense Robert Nisbet publicó un interesante volumen sobre la historia de la idea de progreso que quizá merece la pena leer todavía hoy, cuarenta años después, cuando el ser progresista parece estar de nuevo de moda. Nisbet insistía sobre todo en la matriz judeo-cristiana de la idea de progreso que iba siendo arrinconada por el pesimismo del siglo XX. Además, para Nisbet, el florecimiento de la idea de progreso guardaba una relación directa con el sabio recuerdo del pasado, mientras que −a su juicio− la disolución de la disciplina de la historia en los colegios y las universidades en las últimas décadas llevaba consigo el declive de la propia idea de progreso.
Creo que hoy pensamos más bien que la idea de progreso está vinculada sobre todo al desarrollo científico y tecnológico, y quizás en parte a eso que los políticos llaman el ‘ensanchamiento’ de las libertades personales o la ‘ampliación’ de los derechos civiles (eutanasia, vientres de alquiler, aborto, etc.). Se trata de dos aspectos que a primera vista apenas parecen tener relación.
Con frecuencia me encuentro con personas −lo veo a menudo en mis alumnos− que desconfían de muchos de esos supuestos progresos científicos o tecnológicos, pues los consideran engañosas máscaras que ocultan la explotación de los más débiles: basta con pensar en el coltán o en las batallas por los metales raros de los que depende buena parte de la economía moderna. Son varios los países africanos, colonizados en su día por las potencias europeas, que en estos últimos años no progresan, sino que más bien regresan. Por ejemplo, en el Congo, las universidades que dejaron los belgas en funcionamiento se han deteriorado lamentablemente en estas últimas décadas: hasta las ventanas han sido arrancadas de sus aulas. En amplias zonas de África, azotadas por las guerras tribales, la civilización post-colonial está −al parecer− regresando a la selva.
En Kenya varios expertos me contaron que se sabía perfectamente cómo hacer progresar al país mediante la educación, pero que los gobernantes de la etnia kikuyu no querían que el país progresara, pues eso les haría perder poder. Me añadieron que algo semejante hacen las potencias occidentales, pues no quieren realmente que los países africanos progresen. Los europeos intentan poner los medios a su alcance para detener la emigración de las poblaciones subsaharianas para que perdure indefinidamente la brecha social entre ambos mundos.
¿Quién puede declararse en contra del progreso? Pero, sobre todo, ¿quién dice lo que es realmente progreso? ¿O quiénes son los que realmente progresan? ¿Todos o solo unos pocos? Me impresionó mucho la película Elysium en la que unas pocas personas que viven en el año 2154 en un satélite paradisíaco alrededor de la Tierra, sin guerra, sin pobreza, sin enfermedades, explotan a la humanidad que vive hacinada entre las ruinas y las factorías que quedan en nuestro deteriorado planeta. A veces pienso que lamentablemente vamos hacia esa situación: la filósofa alemana Christel Fricke la ha llamado “a gentrification of society“, en la que unos pocos cultos, sanos y adinerados viven a costa del resto de la humanidad.
Por eso, lo que quiero sostener aquí es que lo que se opone al progreso es el regreso a la ley de la selva, esto es, a la ley del más fuerte, renunciando al uso de la razón para construir cooperativa y razonablemente el futuro. Se trata de aprender a cuidarnos unos a otros como seres humanos, a respetar nuestras diferencias e incluso a querernos. Como anunció Husserl con énfasis en las palabras finales de su famosa conferencia de Viena del 10 de mayo de 1935, “la crisis de la existencia europea solo tiene dos salidas: la decadencia de Europa, alienada de su propio sentido racional de la vida, [con la consiguiente] caída en el odio del espíritu y la barbarie, o el renacimiento de Europa desde el espíritu de la filosofía mediante un heroísmo de la razón que supere definitivamente el naturalismo”. (¡Quizás ahora en vez de “naturalismo” diríamos “el materialismo cientista dominante”!)
Han pasado 85 años desde estas memorables palabras. Europa atravesó la penosa experiencia de una terrible nueva guerra mundial y el horror del Holocausto, pero a menudo parece que nos hayamos olvidado de ello. Son bastantes los elementos que llevan a pensar que la avanzada Europa −y con ella todo Occidente− sigue hoy en aquella peligrosa situación, caracterizada por una radical desconfianza en la razón que puede a medio plazo devolvernos a la barbarie o llevarnos a Elysium.
Como me escribe la valiente filósofa ecuatoriana Corina Dávalos: “Lo realmente progresista es la confianza en la persona y sus capacidades desde la libertad”.