Evangelio del 18º domingo del Tiempo ordinario (Ciclo C) y comentario al evangelio
Uno de entre la multitud le dijo:
−Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo.
Pero él le respondió:
−Hombre, ¿quién me ha constituido juez o encargado de repartir entre vosotros?
Y añadió:
−Estad alerta y guardaos de toda avaricia; porque aunque alguien tenga abundancia de bienes, su vida no depende de lo que posee.
Y les propuso una parábola diciendo:
−Las tierras de cierto hombre rico dieron mucho fruto, y pensaba para sus adentros: «¿Qué puedo hacer, ya que no tengo dónde guardar mi cosecha?» Y se dijo: «Esto haré: voy a destruir mis graneros, y construiré otros mayores, y allí guardaré todo mi trigo y mis bienes. Entonces le diré a mi alma: “Alma, ya tienes muchos bienes almacenados para muchos años. Descansa, come, bebe, pásalo bien”». Pero Dios le dijo: «Insensato, esta misma noche te van a reclamar el alma; lo que has preparado, ¿para quién será?» Así ocurre al que atesora para sí y no es rico ante Dios.
Cuenta el evangelio que, en una ocasión, mientras Jesús predicaba, alguien de la multitud le pidió que instara a su hermano a compartir la herencia con él. Pero en vez de atender esta petición, como hizo Jesús en muchas otras ocasiones, advierte a los presentes sobre el peligro de la avaricia y el afán de seguridad basado en las riquezas.
En apariencia, parece justo que una persona reclame parte de una herencia a su hermano. Pero ignoramos los particulares del conflicto familiar que sale a la luz. En cambio, de la respuesta prudente de Jesús, que conoce lo que hay en cada corazón (cfr. Jn 2,25) se deduce que la petición que se le hace no es recta. Primero porque se le pide hacer de juez en una causa material que ya tiene sus propios jueces previstos por la ley. Explica san Ambrosio que Jesús muestra con su negativa que no quiere ser “árbitro de las posesiones de los hombres sino de sus méritos”[1]. Pero además, Jesús sabe que esa petición tiene su origen en la avaricia, motivo por el cual exhorta a todos los presentes a guardarse de ella, porque ni el afán de bienes ni su posesión garantizan el bien excelso de la vida. En cambio, como explica el papa Francisco, “la codicia es un escalón, abre la puerta; después viene la vanidad −creerse importante, creerse potente− y, al final, el orgullo. Y de ahí vienen todos los vicios, todos: son escalones, pero el primero es la codicia, el deseo de amontar riquezas. Precisamente esta es la lucha de cada día: cómo administrar bien las riquezas de la tierra para que se orienten al cielo y se conviertan en riquezas del cielo”. A esto se encamina precisamente la virtud cristiana de la pobreza, que “no consiste en no tener, −escribió san Josemaría− sino en estar desprendidos: en renunciar voluntariamente al dominio sobre las cosas”[2].
Haciendo una lectura rápida de la parábola con la que Jesús ejemplifica su enseñanza podría sacarse la conclusión de que el personaje protagonista no está actuando mal: si la cosecha ha sido fructífera, ¿por qué no almacenar bien y disfrutar? Esta cuestión la resuelven muchos Padres de la Iglesia de forma semejante a como lo hizo san Agustín: “lo superfluo de los ricos es lo necesario de los pobres. Y se poseen cosas ajenas cuando se poseen cosas superfluas”[3]. El afán de seguridad humana nos lleva a almacenar y acumular cosas y bienes por si acaso, pero en realidad muchas veces no los usamos. Son bienes que podrían emplear otros; es decir, quienes pasan necesidades reales y no solo posibles o imaginarias. Quedan en los graneros de los ricos los bienes de que no gozan los pobres. En cambio, cuando los que son bendecidos con riquezas reconocen en ellas una forma de servir a los demás, aprenden a vivir la pobreza y el desprendimiento.
Por otro lado, Jesús llama “necio” al personaje de la parábola porque puso su ilusión en atesorar, el mismo día que iba a dejar este mundo. Para evitar la falsa seguridad en las cosas materiales como si fueran a garantizar una larga vida, Jesús introduce en la parábola el tema de la muerte. Es lógico desear cierto bienestar y prosperidad para la propia familia; pero hemos de evitar la necedad de poner en los bienes materiales el fundamento de nuestra esperanza y felicidad. La realidad de personas famosas y pudientes de la historia que sin embargo han llevado vidas trágicas, debería alertarnos. Como explicaba Benedicto XVI, “en este XVIII domingo del tiempo ordinario, la palabra de Dios nos estimula a reflexionar sobre cómo debe ser nuestra relación con los bienes materiales. La riqueza, aun siendo en sí un bien, no se debe considerar un bien absoluto. Sobre todo, no garantiza la salvación; más aún, podría incluso ponerla seriamente en peligro. En la página evangélica de hoy, Jesús pone en guardia a sus discípulos precisamente contra este riesgo. Es sabiduría y virtud no apegar el corazón a los bienes de este mundo, porque todo pasa, todo puede terminar bruscamente. Para los cristianos, el verdadero tesoro que debemos buscar sin cesar se halla en las "cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios"”[4].
Fuente: opusdei.org.
[1] San Ambrosio, Catena aurea, in loc.
[2] San Josemaría, Camino, n. 632.
[3] San Agustín, Coment. in psalm. 147.
[4] Benedicto XVI, Ángelus, 5-VIII-2007.
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