“Las ganas de seguir adelante tenía que contagiarlas”
Julio ardiente en Madrid. Hospital Infanta Sofía, San Sebastián de los Reyes. Torre 1, planta de Oncología, habitación 522. María Cristina González Romero tiene el cuerpo lleno de llagas en mitad de un tratamiento experimental y lleva nueve días ingresada en su segunda casa. Hace cuatro años le operaron de un cáncer de riñón, y desde entonces va y viene, avanza y retrocede, golpea dura o queda tendida sobre el ring.
Mientras los médicos observan por el retrovisor la posible conquista de la metástasis, ella mira por la ventana bañando su rostro de luz de verano. Apoya una pierna escayolada sobre el sofá de escay. Le brillan los ojos de ganas de vivir. En dos horas de sonriente conversación, escribe su propia historia clínica personal.
Imagínense un campo seco de cardos borriqueros en agosto. O una cuesta arriba de cerca de 72 años de duración sin tregua para respirar. O un imán para las tragedias. O un túnel sin esperanzas de luz. O la personificación de la claustrofobia vital. Estos son los datos objetivos.
“María Cristina me quiere gobernar” suena en sus oídos de niña tímida. Buenos Aires, campo abierto, años 50. En nueve meses mueren tres de sus tíos en fúnebre cadencia trimestral por culpa de una cardiopatía enquistada en el ADN de su familia paterna. A los 48 años en punto, ¡pum! ¿El próximo será papá? Tensión, entierros, sonrisas de fe y lágrimas. “No éramos ajenos al duelo. Era algo doloroso, pero normal. En mi casa no se ocultaba la muerte”.
A los 17 años, a María Cristina se le muere su abuelo. Un cáncer asesino, lejos aún, de los avances paliativos, le deja el cadáver entre sus manos. Y embarazada de su tercera hija, pierde también a su padre: “Fue muy duro, pero pronto aprendí a quedarme solo con lo precioso de la vida de papá”. Dos hermanos más al hoyo. De nuevo, el árbol genealógico con las raíces envenenadas hace estragos: a los 48 años, dos corazones jóvenes estallan sin piedad.
Estamos en Buenos Aires y la violencia en las calles es el pan nuestro de cada día. La Argentina de Videla, el golpe de Estado y más de 30.000 personas asesinadas, torturadas, encarceladas o desaparecidas. La veinteañera María Cristina -que siempre había soñado con ser misionera- lidera la pastoral juvenil de la Iglesia católica en su ciudad, valiente, decidida, y con ganas de contagiar su empuje y su fe. Ni la guerrilla ni la junta militar la frenan, “aunque más de una vez escuché que me iban a liquidar. De las 25 personas que andábamos en estas tareas eclesiales, muchos de mis amigos fueron asesinados. Solo nos salvamos dos. ¿Por qué? Esas cosas no te las planteas en directo, pero ahora echo la vista atrás y veo que me he ido salvando de una detrás de la otra”.
María Cristina abandona su sueño de ser misionera cuando conoce a José. Se casan. Ambos ponen en marcha un colegio en un barrio pobre de una Buenos Aires que está como está. Ella lleva la batuta del centro durante 15 años, hasta que la crisis explota y es imposible seguir con el proyecto educativo. “Por suerte, con los ahorros que teníamos pudimos pagar a cada uno de los empleados lo que les correspondía y no dejamos ninguna deuda. Pero nos quedamos sin dinero para comer”.
Aun quedaba tiempo para el aterrizaje del corralito y la situación económica es frágil. Muy frágil. María Cristina y José tienen familia, pero la nevera está vacía: “Algunos vecinos se las apañaban con naturalidad para traernos cosas sin que se notara que nos estaban ayudando”. Ella encuentra un trabajo de albañil para pintar murales en edificios públicos. Más que un desempeño creativo, aquella es una tarea de vértigo: “a seis metros de altura, sin la vestimenta adecuada, después de lijar metros y metros de paredes a mano y con una cistitis importante por culpa del frío”. A José le contratan para “cavar zanjas en un grupo de vagos que se pasaban el día tomando vino y sin dar golpe, y encima se metían con él por ser responsable en su trabajo”.
La cosa es que van saliendo adelante poco a poco. María Cristina se hace fuerte después en un negocio de frutas y verduras al por mayor de un amigo empresario donde cada mes cierran caja con ganancias de 5.000 euros de entonces. Pero cada dos por tres “las bandas de guerrilleros venían a atracarnos. A mí casi me divertía aquello, porque les toreaba bien. Conociendo el peligro, escondía el dinero y les daba largas. Estaba delante de sus narices, y nunca pudieron llevarse nada. El caso es que un día mi marido vino a recogerme, y cuando nos íbamos, entraron a robar. Como no atendía a sus peticiones, me pusieron una metralleta en la cabeza y me dispararon. Pero se encasquilló la bala, gracias a Dios. Aquel día me di por muerta: vi la película de mi vida y lo único que se me ocurrió decir fue: ¡Rodrigo, me voy contigo!”.
La historia de Rodrigo está tatuada al rojo vivo en las carnes de esta madre todoterreno. Estamos en 1995, y el segundo hijo de María Cristina ronda los 18 años. Era un portento en ciencias y representaba a Argentina en olimpiadas de matemáticas por todo el mundo. Un día, la profesora que lidera al conjunto de alumnos aventajados tramita los últimos papeles para viajar a España a un concurso de calculines. En esas, “en medio de ese clima de violencia que se respiraba a diario en la Argentina de entonces, intentaron robarle el bolso en un tren, pero no se dejó. Los atracadores la tiraron a las vías y allí murió poco minutos después”.
Rodrigo mide 1,90 metros y estaba enamorado de su maestra. Aquel asesinato le hunde hasta “perder completamente la cabeza. Pasó de ser una eminencia en el campo de las ciencias, a parecer que tenía dos años. Le diagnosticaron una esquizofrenia y aquello nos adentró en los mundos de la Psiquiatría. Teníamos un hijo que, de repente, no quería vivir. Luchamos con él y por él, pero…”.
16 de abril de 1995. Domingo de Resurrección. “Rodrigo rezó el rosario con su padre y después estuvo dándole unas clases magníficas de Física y Matemáticas a su hermana. En un momento, dijo que iba al baño, y nunca más volvimos a saber de él”. Inspira María Cristina y prosigue: “Como ya había amenazado con lo peor, se me ocurrió ir a la estación del tren. Cuando llegamos, escuchamos por megafonía que había habido un accidente en las vías.
─¿Un vehículo? −pregunté−.
─No, una persona.
─¿Un chico? ¿Iba vestido así…?
─Sí.
─Es mi hijo…
En la misma vía en que falleció su profesora, Rodrigo se lanzó a los fríos rieles férreos un año y medio después.
Negro sobre negro.
“La muerte de mi hijo fue muy dura. José y yo vivimos un intenso dolor y, a la vez, una enrome entereza. Pero, con el paso del tiempo, fuimos entendiendo mejor esa historia”.
¿Qué necesita de los demás una madre que ha perdido un hijo?
Que le dejen hacer su duelo, que la abracen, que alguien se ocupe de las tareas de la casa en silencio, que la hagan descansar, que le pregunten si tiene ganas de hacer tal cosa, que le den un masajito… En cualquier caso, lo que no necesita en ningún momento es que le digan, como me dijeron a mí: “¡Pero si tiene cuatro hijos más!” ¡Un hijo es único! ¡Un hijo es irrepetible! En cada cumpleaños de los demás, te falta uno. Cuando llega la Navidad, hay uno que no está. Cada uno es cada uno”.
María Cristina se emociona en este momento del relato. Se le entrecorta la voz, pero sigue sonriendo, y ese gesto es de imposible impostura.
¿No se ha hartado nunca de que todo le pase a usted?
Como tengo confianza con Dios, en ese momento me enfrenté a él. Le dije: ¿Qué has hecho, tramposo, con la familia tan linda qué teníamos? ¿Por qué? ¿Por qué? Y estuve muchos años preguntándole por qué. Hasta que lo entendí.
Ni con la enfermedad de mi hijo, ni con la muerte de José, jamás me he permitido un luto, y no por ir de madre coraje. He padecido dolores enormes, pero yo estaba decidida a querer vivir, por eso me arreglaba, me pintaba y salía de casa con una sonrisa. Las ganas de seguir adelante tenía que contagiarlas”.
Con un puñal en el alma, la marca viva de una metralleta en la sien y un estómago encogido por las circunstancias, María Cristina, José -salmantino- y tres de sus hijos toman las maletas y se vienen a España con ganas de parapetar los gafes del destino y retomar el camino de una vida normal. Aterrizan en un pisito de Alcobendas donde viven seis personas. Estamos en 1999. “La seguridad en España era el cielo, sin embargo, todavía tardé tres meses en andar por las calles en paz. Cada vez que escuchaba unos pasos detrás de mí me ponía a la defensiva inconscientemente”.
Con lo puesto, la familia vuelve a empezar. “Leímos un anuncio en un periódico en el que ofrecían techo ─ni sueldo, ni comida─ por atender una casa en La Moraleja. Se trataba de trabajar tres horas al día en cosas del hogar, aunque cuando me fui, mi jornada era de 12 horas… A la señora dueña de aquella mansión, que era muy especial, le gustaba, por ejemplo, que limpiara con un cepillo de uñas las junturas de las losetas de mármol del suelo, aunque estaban muy limpias”. La cuestión es que cuando consiguen un piso, le devuelven las llaves a la dama esclavizante y vuelven a la casilla de salida, esta vez con techo propio, “y muebles que habíamos encontrado por la calle meses antes y vistieron nuestro hogar desde el principio después de restaurarlos con nuestras propias manos”.
A través de Cáritas, María Cristina y José llaman a otra puerta de casa grande en la urbanización de Santo Domingo. “Con el currículo que teníamos nos ficharon sobre la marcha. Él sería el mayordomo. Yo, la dama de llaves. Nos trataron fenomenal. Pudimos ahorrar, ayudar a nuestros hijos y enviar dinero a los familiares que quedaban en Argentina”.
Los dos encadenan empleos variopintos. Dice María Cristina que durante su vida laboral “he podido trabajar para 50 empresas, y, en algunas temporadas, he trabajado en tres distintas cada día, una detrás de la otra”. José se jubila. Ella sigue en el tajo. Y los dos compatibilizan sus tareas con ayuda a personas necesitadas y apoyo a personas con patologías terminales.
María Cristina tiene experiencia de sobra en el arte de cuidar enfermos. Ocho años de su vida los ha pasado en medio del infierno de carne y hueso que viven los pacientes en un cielo de caridad que se llama Cottolengo. Justo entre aquellas camas “de ángeles con las alas rotas” entiende que la vida de Rodrigo “no ha sido una pérdida, sino una ganancia. Su historia me enseñó a tratar a personas con problemas de salud mental y a llevarlos de tacón. Les miro y sé qué les tengo que decir y qué no. La riqueza de aquel modo de vida, sirviendo a los demás, de la que supe que participaba mi hijo, me hizo volverme al Crucifijo:
Jesús, ¡has tardado bastante en mostrarme las cartas, pero te doy las gracias!
María Cristina vuelve al pasado y recuerda las crisis de Rodrigo: “Sufría unos dolores brutales. Daba unos alaridos que se me calaban en el fondo del alma. Mamá, ¿qué me pasa? ¿Por qué a mí? Y yo le decía: Rodrigo, mira a mamá, mira a mamá. Y se iba aflojando… Mi hijo era su cuerpo, pero estaba ausente”.
Se emociona de nuevo. Pero admite que allí estaban las primeras lecciones en carne propia para aprender a tratar a muchas personas que sufren. Muchas más. Porque con un cáncer dentro, María Cristina ha estado a pie de pateras ayudando a los que atraviesan el mar de la incertidumbre y se encuentran con la nada. Y al borde de la cama de muchos enfermos en fase de cuidados paliativos. Y en un poyete, junto a personas sin techo, familias sin casa y niños con hambre.
José y María Cristina caminan hacia adelante. Sostienen con su ejemplo y su empuje muchas vidas tristes, muchas vidas duras.
En diciembre de 2014 los dos viajan a Argentina para conocer a su nieta y ella no se siente bien. En agosto de 2015 le diagnostican un cáncer de riñón y el 1 de septiembre la meten en quirófano y le extirpan aquel epicentro de destrucción interior masiva.
Flash back: cuatro veranos ya y en este mismo hospital. El mismo día que los médicos le dicen que su marido tiene un mesotelioma y le queda un año de vida, que serán seis meses, otro galeno le dice: “Tengo malas noticias para ti. Hay metástasis. Empezaremos con la quimio”. Para, respira hondo. “Te soy sincera. A mí no me dolió mi diagnóstico. Yo llevaba años con personas con cáncer y me daba igual. Me parecía un tumor de mierda. Pero me dolió mucho el de mi marido, y yo quería estar lista para cuidarle muy bien durante el tiempo que le quedaba entre nosotros”.
Tras 51 años juntos, “el compañero con el que has vivido, has luchado y has soñado”, falleció. También. “Volví a casa. Traté de seguir haciendo lo habitual, pero pronto te das cuenta de que no tienes con quién compartirlo. Fue muy duro. En un mes -sola y tranquila, entre lágrimas- traté de organizar sus cosas. Nosotros no tenemos nada, pero quería que cada uno de mis hijos se llevara un recuerdo de su padre: una notita con sus letras que decían “mamá, te quiero”, su libro de oraciones, su rosario… Lo demás lo metí todo en una bolsa, lo tiré, y fin”.
¿Cómo sale de este segundo callejón sin salida?
María Cristina se seca las lágrimas y responde: “Ni con la enfermedad de mi hijo, ni con la muerte de José, jamás me he permitido un luto, y no por ir de madre coraje. He padecido dolores enormes. En esos días, me miraba al espejo y me preguntaba: ¿Cómo puedo seguir viva? Pero yo estaba decidida a querer vivir, por eso me arreglaba, me pintaba y salía de casa con una sonrisa. Las ganas de seguir adelante tenía que contagiarlas”.
Mientras tanto, esta heroína sin capa sigue luchando con su cáncer. Se suceden los “momentos de dolor físico, las deshidrataciones con la quimio, la incertidumbre”, pero ni en esos escenarios de piedra pómez vive con miedo. “Organicé mi testamento vital y mis últimas voluntades, todo con mucha tranquilidad. Tengo asumido que la muerte es parte de la vida. Me he codeado con ella desde chica y la espero con mucha naturalidad”.
Y su enfermedad anda paralela a otra patología en casa: su hijo pequeño es bipolar. “Cuando juega con la medicación, desaparece de casa. Ha protagonizado varios intentos de suicidio”. Un día, María Cristina se arma de valor, se traga su pasión de madre y actúa: “Mira, deja de joderme la vida. Si quieres acabar con tu vida, hazlo bien y no te quedes tonto para que tenga que cuidarte. No tienes más que vigilar tu medicación. Si no quieres, acaba cuando antes y déjame vivir tranquila, aunque me quede para siempre con el agujero de tu ausencia”. Uf. “Aquellas palabras fueron mejor que llevarle a un psiquiatra. Me costó mucho ser así de dura, pero lo hice con cariño y con la idea de ayudarle”. Ahora, a sus 35, su quinto hijo está mejor, aunque va y viene, y a veces se hunde de nuevo sobre el mundo que se le echa encima como una plancha asfixiante.
María Cristina le ha explicado a su hijo pequeño que “las vidas perfectas son una utopía. Cada uno carga lo suyo en su mochila. No existe el trabajo perfecto, ni la familia perfecta, ni la salud perfecta. Dale vueltas a lo positivo que tiene cada cosa. Detrás de cada persona hay una historia y un peso, pero estamos preparados para llevarlos con dignidad y sin rechazar el misterio de la profunda alegría incluso en un mar de tempestades”.
Me decía antes que se sentía una privilegiada, y me lo tiene que explicar.
Tengo los resortes para enfrentarme con la tragedia sin hacer tragedia.
¿La vida es un drama?
La vida es un drama para quien la ve como un drama. No es mi caso.
Viuda, sin riñón, con el tratamiento de un cáncer agresivo y con la decisión casi en firme de irse a África a repescar su sueño de ser misionera, un día, en una sesión de formación en Cuidados Paliativos en el Hospital de san Camilo, Madrid, conoce a Eduardo, un enfermero curtido también en mil batallas.
Eduardo: Me llamó la atención su atuendo colorido y su sonrisa. Me contó que quería irse a África y le pedí que confiara en mí, que África estaba aquí, y que se viniera conmigo a Almería a atender a la gente que llegaba en pateras huyendo de la desesperanza de sus países de origen.
María Cristina: Una semana después me fui a probar con mi maleta. Fue precioso poder ayudar allí como voluntaria de la Cruz Roja.
Desde entonces Eduardo y María Cristina son un equipo solidario que vive bajo el mismo techo de acción social. Aunque ahora esta etapa de su cáncer ha dejado el voluntariado en stand by, él la trae a Madrid y la cuida como a una reina. “Y cuando está un poco mejor siempre quiere ir a echar una mano a alguien”. Mientras tanto, pinta acuarelas de colores. Donde cualquiera vería un secarral, ella ve un vergel. Donde cualquier vería un cardo, ella ve un girasol hermoso de Van Gogh. Y escucha música. Y escribe su legado en versos y en prosa.
“Las vidas perfectas son una utopía. Cada uno carga lo suyo en su mochila. No existe el trabajo perfecto, ni la familia perfecta, ni la salud perfecta. Dale vueltas a lo positivo que tiene cada cosa. Detrás de cada persona hay una historia y un peso, pero estamos preparados para llevarlos con dignidad”.
Me dice María Cristina que su vida es ayudar a los demás. Que contar su historia es una manera de dar la mano a las personas que sufren. Porque esta mujer tiene un máster en dolor, pero no está dolida.
¿Cómo se ayuda a una persona con cáncer?
Estando a su lado, sin ir de maestrillo Ciruela. Cada persona es un mundo. Hay gente con rabia, pacientes con depresión, personas que disimulan. Algunos dan patadas. No pasa nada. Lo importante es mirarlos a los ojos y hacerse cargo. Ofrecerse y que sepan que estás a su servicio con auténtico cariño. No hacen falta palabras. A veces es suficiente con cogerles de la mano. Yo he vivido experiencias preciosas.
¿Qué ha aprendido usted de tanto dolor?
En el dolor aprendemos a hacernos más humanos. Nos ayuda a madurar y nos templa. Nos hace ver lo realmente importante. Cuando atraviesas un periodo de sufrimiento, te parece eterno, pero tengo la experiencia de que siempre pasa.
¿Esa respuesta al dolor es habitual?
No. Una cosa que he experimentado en más de una ocasión es que toleramos mejor el dolor cuando hemos cerrado flecos sueltos con los demás. Cuando no quedan cuentas pendientes, cuando se ha perdonado todo, cuando se ha dicho el último ‘te quiero’… La gente que no sabe perdonar y está rabiosa, ni siquiera nota el beneficio de los calmantes y entonces protagonizan unos dolores horribles.
¿Qué le dice a las personas que sufren tanto que quieren acabar con sus vidas?
Normalmente, las personas sufren porque tienen miedo al dolor. No saben que los paliativos te ayudan a irte en paz y tranquilo, y esa bola de incertidumbre les hace vivir con pánico.
¿Usted podría haber seguido adelante sin fe?
No me lo imagino. Sin una idea de lo trascendente, a mí me habría sido imposible.
Entre antihistamínicos y cortisona, con un pie escayolado y el cuerpo con llagas que fueron todo y ahora remiten algo, María Cristina me cuenta que quiere morir tranquila, “con asistencia espiritual y médica, sin encarnizamiento”. Me cuenta entre risas serenas: “Me da igual donde me entierren, solo pido que la gente rece por mí, que tengo muchas faltas. Que me incineren. La envoltura de mi cuerpo me dará ya igual, porque estaré en otra dimensión”.
No quiere esquelas. Ni flores. “Ese dinero, para las personas que lo necesiten. Pensar en los demás lo cura todo”.
María Cristina González Romero tiene 300 turbantes de colores. No es un disfraz contra los efectos de la quimioterapia, porque ella no ha perdido nunca el pelo. Lo descubrió en una ocasión buscando cómo ponerse más guapa para su marido. Desde entonces, los colores la acompañan por dentro y por fuera. Desde la cabeza hasta los pies.
Salimos del Infanta Sofía. Aquí, como en la vida, hay pacientes estoicos, sufridores, llorones. Cada cual está en su derecho. Pero también hay heroínas y héroes, como en la calle. Sin más capa que la sábana del hospital. Sin más corona que un turbante de intensas cuatricromías. Sin más súper poder que sufrirlo todo y convertir las lágrimas en una curiosa clorofila que resucita los cardos de la vida misma sin necesidad de esperar a encontrar un asiento en el Edén.
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