Está surgiendo un nuevo modelo de sociedad: la sociedad del envejecimiento, de la longevidad
El 11 de julio se celebró el Día mundial de la población, establecido por el Programa de la ONU para el Desarrollo en 1989, a fin de favorecer la toma de conciencia de los problemas demográficos globales. En torno a esa fecha, dos años antes, la tierra había llegado a los cinco mil millones de habitantes.
Esa misma jornada se festejaba a san Benito de Nursia, copatrono de Europa. La coincidencia del santoral laico con el calendario litúrgico católico, me llevó a pensar en una de las cuestiones más graves que sufre el viejo continente. Por desgracia, apenas la abordan los líderes políticos: es como un convidado de piedra en batallas escudadas en el miedo a que la inmigración afecte negativamente a las identidades nacionales. Ciertamente, no es asunto de menor cuantía. Lo experimenté en mi último paseo por el centro de Barcelona hace dos o tres años: pensé que no era Madrid el enemigo de la identidad catalana, sino la absorción de tiendas y servicios por una legión de comerciantes de países sobre todo orientales.
En mi juventud, la cuestión demográfica se planteaba desde América y la sede neoyorquina de la ONU: unidas al universal Club de Roma, lanzaban grandes presiones a favor del crecimiento cero y en contra de la explosión demográfica, del boom de la población mundial. El maltusianismo dominante ahogaba voces científicas ponderadas, como las de Colin Clark o Alfred Sauvy, más preocupados ya −aun a contracorriente− por el fenómeno del envejecimiento. El tiempo les ha dado la razón que la opinión les negaba entonces.
Eurostat, el servicio estadístico de la Unión Europea, acaba de difundir una noticia sobre la población del viejo continente: en conjunto, 2018 ha sido el segundo año consecutivo con nacimientos inferiores a las muertes; el balance negativo se supera −del total de habitantes en 2018, 512,4 millones, a 513,5 en 2019− gracias al flujo migratorio. Existen diferencias entre los diversos países, debidas a enfoques culturales, volumen real de la inmigración y disparidad de políticas familiares. Pero los datos confirman que el declive se acentúa en los países del norte y del este, y en los mediterráneos.
La incidencia de políticas públicas favorables a la maternidad parece determinante en las tasas de fecundidad: explican por qué Irlanda consigue el primer puesto, con 12,5 nacimientos por mil habitantes, seguida de Suecia, Francia y Reino Unido, con 11,4, 11,3 y 11. A la cola, Italia con 7,3 de tasa −y un descenso del 2,1% de habitantes en 2018−, precedida por España, Grecia y Portugal, con 7,9, 8,1 y 8,5. La media europea está en 9,7.
Más difícil resulta valorar el número de fallecimientos: de nuevo, Irlanda es el país de cabeza (6,4 muertes por cada mil habitantes), seguida de Chipre (6,6) y Luxemburgo (7,1). Italia queda al final, sólo superada por Letonia y Bulgaria, con 15 y 15,4. España se sitúa casi en la media europea, con 9,1, aunque sigue líder en esperanza de vida. La mortalidad no parece depender sólo del sistema de sanidad.
Eurostat subraya que la población europea aumenta gracias a los hijos de las inmigrantes. Pero el fenómeno no asegura el futuro, si se aceptan las conclusiones de un reciente estudio aparecido en el número de julio-agosto de Population & Sociétes, la revista del Instituto nacional de estudios demográficos de París, que analiza de modo específico las tasas de fecundidad en Francia. Entre otras razones, porque la de las madres de la segunda generación −hijas de inmigrantes nacidas ya aquí− tiende a equipararse con la de las nacionales, de modo semejante a las que llegaron a Europa a una corta edad.
En la mitad de los países europeos, las inmigrantes contribuyen a aumentar la tasa de fecundidad. Pero en uno de cada cuatro, su número no es suficiente para modificarla, como sucede en la mayoría de los antiguos países comunistas del centro o del este de Europa. Incluso, en algunos −Islandia o Dinamarca− disminuyen la tasa nacional. Un caso singular es Holanda, donde las inmigrantes representan una parte importante de la población, pero no influyen estadísticamente, porque su tasa de fecundidad apenas difiere de la nativa.
Los autores del estudio insisten en que se han limitado a reunir y analizar los hechos, dejando de lado los aspectos ideológicos. Algunos respirarán tranquilos al ver que la inmigración no pone en peligro la identidad nacional. Pero los datos no dejan de exigir máxima responsabilidad en materia de políticas de familia y sanidad. Porque, como han escrito en un libro tres importantes economistas del país vecino, está surgiendo un nuevo modelo de sociedad: la sociedad del envejecimiento, de la longevidad.