El camino de Santiago, con su aire de misterio, acerca a la meta, que en último término es el sentido final de la vida. Y en esa cercanía con Dios hay un gozo. ¡Qué sensación única la del peregrino cuando, en el Monte do Gozo, vislumbra el final del Camino!
He vuelto, una vez más -y no son pocas- a la ciudad del Apóstol y, aunque parezca una obviedad, he de decir que no defrauda. Tiene algo. Sí, está claro, tiene un montón de cosas maravillosas, una catedral fabulosa con un pórtico −el Pórtico de la Gloria− único, y un conjunto de edificaciones, iglesias, plazas, palacios, calles porticadas, etc., que no son fáciles de encontrar en muchos lugares.
Pero Santiago tiene algo. Algo como de fin del mundo. No lejos está Finisterre, pero la ciudad, en sí misma tiene un sentido como de meta final. Hemos llegado al final. ¿Es esto, ese sentimiento, lo que toca al fondo del peregrino? Es comentario habitual y, seguramente, unánime: el camino te toca el alma. Sobre todo cuando se llega al final, porque los hay que hacen trozos, y aun así vislumbran algo de ese misterio.
Desde hace muchos años −sobre todo en los años que viví en esta ciudad− he tenido ocasión de hablar con múltiples peregrinos. Algunos devotos de Santiago. Algunos aventureros, sin más. Algunos que buscaban el roce con otros peregrinos, que se produce, inevitable, a lo largo de días andando. Y eso quienes vienen ya de entrada acompañados, pero también a los que vienen solos, que los hay numerosos. He tenido ocasión de hablar con ellos al final. Y no siempre son capaces de explicarte en qué consiste ese “algo”, único, propio de este camino.
Hay tres peregrinaciones básicas para los cristianos y una obligada para los musulmanes. A la Meca van casi por obligación, por devoción sentida, para estar allí. De las tres cristianas, quizá la más conmovedora es la de Tierra Santa. Estar en los lugares santos remueve. Sentir, con seguridad total, que en aquellos parajes que el peregrino pisa estuvo Jesucristo, es algo que emociona, aunque sea por tercera o quinta vez. Pero no hay camino. Camino previo, me refiero. Coges el avión y te presentas allí.
La peregrinación a Roma se remonta, igualmente, a tiempos apostólicos. Hay una Vía Francígena que los peregrinos han recorrido desde tiempos inmemoriales. El devoto europeo, dispuesto a ir de romería, puede dedicar muchos días, dependiendo del punto de partida, para ir “vídere Petrum”, a estar con el Papa, a rezar en la tumba de Pedro. Pero la inmensa mayoría de los cristianos que llegan a Roma con esos buenos propósitos lo hacen en avión. Pocos peregrinan kilómetros a través de Europa para llegar a la capital de la cristiandad.
Pero ir a Santiago, en gran medida, supone hacer el camino. Por las calles de Santiago se ven múltiples peregrinos, con sus atuendos más o menos modernizados, pero casi siempre reconocibles, no solo porque lleven mochila, también llevan el cayado o báculo, y en algún lugar de sus vestidos la vieira, como insignia reconocible. También se ven turistas en Compostela, pero son distintos, a simple vista.
El peregrino tiene otra mirada, otra actitud. Por el camino tiende al recogimiento. No es sólo el silencio del esfuerzo de caminar. Es más bien el encuentro con esa estela invisible que le lleva a un fin esperado. Cuando llega a su término no hace aspavientos de alegría superficial. Más bien se dirige a la catedral. Es la meta. Va a encontrarse con el Apóstol, a darle el abrazo, a rezar junto a sus restos. Y, casi siempre, al confesionario. Esto sí es diferencial. El camino, con su aire de misterio, acerca a la meta, que en último término es el sentido final de la vida. Y en esa cercanía con Dios hay un gozo. ¡Qué sensación única la del peregrino cuando, en el Monte do Gozo, vislumbra el final del Camino!