Xavier Aldekoa, corresponsal africano para el periódico español "La Vanguardia" y otros medios, firma este reportaje sobre la ginecóloga congolesa Céline Tendobi, que lucha por mejorar las condiciones sanitarias de las mujeres en el hospital Monkole
Mientras se enjabona las manos y los antebrazos, la doctora Céline Tendobi mira la pared tan concentrada que no se percata de que un hilo de agua se escurre por su codo izquierdo y salpica tímidamente el suelo limpio. Suena plic plac, plic plac, plic plac.
La luz del techo es blanca y uniforme e ilumina con rotundidad el paso de Tendobi cuando avanza hacia el quirófano con las manos en alto, aún húmedas, acciona con el codo un botón y se abre una puerta verde pastel que da acceso a la sala de partos, equipada con máquinas de última tecnología.
Dentro, frente a una mesa llena de utensilios de operación, una mujer embarazada, Beckie Moembo, está tumbada en una camilla y observa entrar a la doctora con el rictus inquieto. Tendobi se aproxima a la mujer, le hace un gesto cariñoso con la cabeza, un “¿estás lista?, no te preocupes, todo irá bien”, y en seguida realiza una incisión precisa con un bisturí en el abdomen de la mujer, que cierra los ojos.
De fondo, sólo se oye la cadencia del pitido del monitor cardiaco pip, pip, pip, hasta que el sonido se disipa cuando irrumpe la vida: tras una cesárea rápida, Tendobi acoge en sus brazos un bebé con la piel aberenjenada, manchado de sangre, que primero tose, luego llora y arranca una sonrisa a la doctora.
“¡Muy bien, pequeño! ¡Muy bien, mamá!”. Y todo en la escena debería ser normal porque estamos en un hospital pero no lo es: absolutamente todo es un milagro de solidaridad. Es un milagro el agua corriente, la luz firme, la limpieza, el orden y la tecnología, porque la República Democrática de Congo es uno de los países más pobres de África y sus hospitales están desabastecidos y en condiciones higiénicas deplorables. Es un milagro el bienestar de la madre y del bebé porque actualmente Congo es uno de los países más peligrosos para dar a luz y ocupa el décimo lugar mundial en mortalidad maternal y la undécima plaza en mortalidad infantil. Y sobre todo es un milagro la doctora Tendobi.
Tras estudiar medicina en Congo y especializarse en ginecología y ecografía en Navarra y Barcelona, donde hizo prácticas en el hospital Sant Joan de Déu, Tendobi regresó a su país para ejercer como jefa del servicio de ginecología del hospital Monkole de Kinshasa, la capital congolesa.
Aunque en Europa podría ganar hasta ocho veces más, su decisión fue meditada: “El dinero no lo es todo en la vida. Claro que debemos luchar para tener los medios para satisfacer nuestras necesidades y las de nuestras familias, pero la población congolesa necesita sus cerebros, sus profesores, sus especialistas y sus médicos”.
Su sacrificio y su ejemplo son vitales en un continente golpeado por la fuga de cerebros. Porque no es sólo Congo. Según la Unión Africana, cada año unos 70.000 profesionales con estudios universitarios emigran de África hacia países desarrollados. Mientras que en el continente africano sólo Túnez e Islas Mauricio tienen un doctor por cada mil ciudadanos −España tiene un ratio de 3,9 doctores−, en el 2015 casi 14.000 médicos formados en África trabajaban legalmente en Estados Unidos. En la última década, el país norteamericano ha recibido a un médico proveniente de África al día.
Para la doctora Tendobi, sus conciudadanos pagan el precio. “En mi país, como en muchos otros de África, faltan profesionales bien formados, que puedan dar cuidados de calidad. Si a eso le sumamos los bajos salarios y la falta de medios en la mayoría de centros hospitalarios públicos congoleses, la situación es complicada”.
En términos económicos, la factura da vértigo. Según un estudio de la Mo Ibrahim Foundation, un grupo de presión africano fundado por un sudanés multimillonario, el coste de formar a un médico en África oscila entre los 18.500 y los 52.000 euros por lo que estima que, a causa de la fuga de cerebros y los gastos derivados de suplir las carencias, el continente pierde cada año 1.800 millones de euros sólo en el sector de la salud.
En términos vitales, la factura es incalculable. Beckie Moembo, quien aún dolorida por la cesárea acaricia feliz a su bebé recién nacido, no necesita que le enseñen cifras porque lo ha sufrido en su propia piel. A sus 30 años, vive junto a su marido Jean-Pierre Mukendi en Bouma, un barrio humilde de Kinshasa, y como los dos están en paro, hace cinco meses que no pueden pagar el alquiler y sólo tienen electricidad cuando se la presta un vecino.
Para Moembo, esa misma pobreza fue la que hace unos años provocó su tragedia. “Dos de mis hijos murieron. Tenían fiebre y diarrea y los llevé a un centro sanitario público porque era lo único que podía permitirme. Todo estaba sucio y no había prácticamente médicos. Fue horrible”.
Por eso, mientras habla recostada en una cama del hospital Monkole y decide el nombre de su bebé, Moembo mira a su alrededor como si no acabara de creérselo. Porque el hospital Monkole, iniciativa de un grupo de estudiantes de la Universidad de Kinshasa, de promotores del Centro Congolés de Cultura y Desarrollo y de un grupo de médicos europeos residentes en Congo, ofrece unos cuidados y unas instalaciones que no tienen nada que envidiar a cualquier hospital europeo.
Casi 400 empleados, entre médicos, enfermeros, técnicos de laboratorio o administrativos, atienden en un edificio amplio y digno a alrededor de 100.000 pacientes anuales, la mayoría mujeres y niños. La vocación social del centro, que cobra a sus pacientes según sus posibilidades económicas y también dispone de una escuela de formación y tres centros de salud periféricos, fue lo que atrapó a la doctora Tendobi. “Las mujeres congolesas sin recursos −explica− están en una situación muy vulnerable; es importante que haya lugares donde puedan recibir ayuda y sentirse protegidas”.
Tendobi se ha convertido en un puntal de uno de los programas estrella de Monkole: el Forfait Mama, una seguridad social interna y solidaria que financia los tratamientos de las pacientes embarazadas más vulnerables. Moembo es una de las casi 1.200 mujeres que desde el 2015 se han acogido al programa.
Lo fue por los pelos. Aunque tras la muerte de sus dos hijos, Moembo había decidido que si se quedaba embarazada otra vez buscaría una forma de abortar. “No quería volver a pasar por lo mismo. La idea de dar a luz en un hospital sucio y oscuro me aterraba más que el riesgo de morir durante un aborto clandestino”. Pero cambió de idea cuando una vecina le habló del Forfait Mama. El programa, financiado con donaciones privadas internacionales, ofrece por una cifra simbólica, el seguimiento durante el embarazo, la intervención durante el parto natural o por cesárea y los cuidados tras dar a luz. Las beneficiarias −tres agentes comunitarios seleccionan a las solicitantes− tienen acceso, si es necesario, a una cesárea con un coste de 1.320 euros por un pago fraccionado durante el embarazo de 49 euros. “Cuando me lo explicaron −pensé que no podía ser verdad. Tenía miedo porque yo jamás podría haber accedido a pagar esa cantidad, pero ahora veo que es verdad”, recuerda Moembo. Por eso, no tiene que darle demasiadas vueltas para decidir el nombre de su pequeña. En honor a Tendobi y al tratamiento recibido, la llamará Shukran, gracias en swahili y árabe.
Para Tendobi, su implicación con el Forfait Mama no es una cuestión de trabajo sino de responsabilidad. “Ver que una mujer se cura y retoma su vida reconforta mucho. Es mucho más gratificante que todas las riquezas del mundo”, dice.
Tendobi no exagera ninguna frase ni acentúa las palabras para subrayar su compromiso, simplemente lo ratifica con sus acciones. Días después, cuando el sol ya amaga con desaparecer en el horizonte de Kinshasa y la doctora regresa a su hogar después de una agotadora jornada laboral, una llamada le hace darse la vuelta sin pensárselo dos veces: una mujer necesita que le practiquen una cesárea urgente. Apenas unos minutos después, Tendobi está vestida con la bata verde frente a los grifos de la sala de partos. Tiene la mirada cansada y se enjabona las manos y los antebrazos con la mirada fija en la pared, tan concentrada que no se percata de que un hilo de agua se escurre por su codo izquierdo y salpica tímidamente el suelo limpio. Suena plic plac, plic plac, plic plac.
Xavier Aldekoa, en lavanguardia.com.
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