En medio de la guerra, que es siempre una explosión de violencia y de rabia, un hospital de campaña es un oasis de humanidad
Con frecuencia el papa Francisco ha comparado a la Iglesia con un hospital de campaña. Sobre esto ha escrito Wojciech Giertych, teólogo de la Casa Pontificia, un excelente artículo en el “Osservatore Romano” (5-VII-2019): “La Iglesia ante los sufrimientos y los dramas del mundo: Un oasis de humanidad”.
El texto explica el funcionamiento de este "hospital", las condiciones en que puede funcionar y los medios con los que puede contar.
Comienza evocando escenarios bélicos como la Primera Guerra Mundial, en los que muchos jóvenes eran llamados a combatir en trincheras fangosas, y se comprometían a luchar para conquistar metros de territorio con un coste muy alto. “Viendo mutilaciones, intoxicaciones, muerte y destrucción, junto con una mezcla de heroísmo y desesperación, se encontraban con los soldados adversarios y a veces descubrían con estupor que sus experiencias eran idénticas”.
Así se representa, en efecto, en muchas películas desde los años veinte −pronto hará un siglo− hasta nuestros días, como Frantz (F. Ozon, 2016).
En medio de aquella carnicería, del horror y del caos, de la confusión y de las preguntas desconcertantes −señala el autor− se situaba el hospital de campaña. Una estructura que se mantenía como de milagro, en condiciones imposibles y sujeta a continuos bombardeos. El personal sanitario, sobrecargado de trabajo, afrontaba continuamente el drama del sufrimiento y de la muerte. Debían tomar decisiones rápidas, concentrándose en lo que considerasen más importante, y debían emprender, con recursos limitados, intervenciones quirúrgicas dolorosas.
Y aquí viene la primera gran característica que se puede aplicar a cualquier hospital de campaña: “En medio de la guerra, que es siempre una explosión de violencia y de rabia, un hospital de campaña es un oasis de humanidad”. También porque se suele atender a soldados de las dos partes del conflicto. Los que poco antes se empeñaban en una batalla homicida, ahora se encontraban como enfermos ansiosos de una palabra de esperanza.
El autor se refiere más concretamente a hospitales de campaña inspirados por la fe cristiana e incluso católica: “Los que están próximos a la muerte reciben el viático orante y sacramental −la comunión eucarística, que según la fe católica une al que la recibe con Cristo, como fruto de su pasión, muerte y resurrección− para la peregrinación final que de pronto se convierte en su viaje más importante”.
En esta perspectiva señala también: “En la deshumanización de la guerra, el hospital de campaña es un signo improvisado de humanidad, de gracias invisibles, vividas al hilo tumultuoso y doloroso de los acontecimientos. No ofrece solamente curaciones, sino también la esperanza más profunda, una esperanza que tiene origen en el sacrificio de Cristo, en la única escuela del amor que viene recordada por la Cruz Roja que aparece en todas partes”. Un signo, efectivamente, de indudables raíces cristianas.
A continuación prolonga la metáfora de la guerra con la situación actual. Si hoy la Iglesia puede considerarse hoy como un hospital de campaña es porque sigue existiendo la guerra −una guerra diferente pero no menos intensa− y, con ella, el caos el sufrimiento y la confusión. Los enemigos son las fuerzas del mal −el pecado− y las partes en conflicto no están bien definidas, pues los ataques provienen tanto desde fuera como desde dentro de las personas. Las líneas del frente son confusas, porque pasan a través del corazón de cada individuo, y existe siempre el peligro de recaer en el pesimismo o en la falta de confianza respecto a la victoria del bien.
¿Cuál es, en esta situación tenebrosa, el papel de la Iglesia? La Iglesia es portadora de una luz que proviene de Dios. “La Iglesia es el sacramento de salvación, un signo visible de gracias invisibles, capaces de curar las heridas más profundas nunca padecidas por los hombres”. De este modo, “la verdadera caridad, el amor divino derramado en el corazón humano por el Espíritu Santo (cf. Rm 5, 5), vivido en la práctica, comporta una dosis de humanidad en un mundo frecuentemente deshumanizado”.
En medio de la desesperación, la Iglesia debe ser portadora de esperanza. Pero está claro que no es una esperanza meramente humana, sino que abre las mentes y los corazones “a una perspectiva que va más allá del presente y sus tragedias”. Aquí se distinguen claramente las esperanzas (meramente) humanas y la que Benedicto XVI ha llamado la “gran esperanza”: el amor de Dios que nos espera para darnos la vida plena, la vida eterna y verdadera, según la fe cristiana. Esa gran esperanza que asume y da sentido también a las pequeñas esperanzas terrenas (cf. enc. Spe salvi, nn. 27 ss).
Por eso −continúa el teólogo autor del texto− “la primera preocupación de la Iglesia no es solo aliviar los males físicos actuales”, cosa que pueden hacer también organizaciones gubernamentales o no, y otros entes privados con eficiente profesionalidad.
En este hospital de campaña que es la Iglesia, la Iglesia se preocupa sobre todo de la salvación eterna: el amor cristiano y sobrenatural de la caridad, sin desatender las necesidades inmediatas, ama al prójimo en orden a Dios. Con otras palabras, contribuye a curar al otro como miembro −al menos potencial− del Cuerpo (místico) de Cristo. Y esta preocupación incide en el amor cotidiano del cristiano a cuantos le rodean.
Entonces, cabría preguntar, ¿cómo o dónde se distingue, en este hospital, lo que hace la Iglesia y lo que hace cada cristiano personalmente? Podríamos pensar que lo más importante es lo que la Iglesia hace como “institución”, oficialmente. Pero el autor no comienza por ahí, sino por valorar lo que hacen, y ante todo lo que son, los cristianos personalmente.
“La Iglesia está presente en el mundo en primer lugar a través de la conciencia auténtica de los cristianos singulares, animados por el amor divino. Su percepción de los desafíos es completada por la virtud creativa. La calidad de esta respuesta −se advierte− es fundamental, aunque no se valore con medidas humanas. La ‘fe que obra por medio de la caridad’ (Ga 5, 6) manifiesta la presencia y la acción del Espíritu Santo”.
Esto significa −continúa explicando− que tales acciones están precedidas por un acto de fe, centrado en Cristo, confiando en el poder de su amor divino”. Por tanto, la condición es una “fe viva” que compromete, por decirlo así, la intervención divina, porque el cristiano cree en la fecundidad del amor de Dios. Y entonces ese acto amoroso −del cristiano que se preocupa por la salvación de los demás y procura acercarlos a Dios y a su gracia− es reforzado desde dentro por la gracia divina. Es más −podría decirse− lo que salva es propiamente la gracia de Dios, que cuenta con nuestra colaboración.
El cristiano podrá así −señala el autor− darle un vaso de agua al soldado que muere, evocando la fe en el Dios vivo, y ello adquiere un brillo y una fecundidad que solo percibirán los ojos de la fe. De ahí se siguen encuentros dramáticos con el misterio divino, momentos de verdadera caridad, reconciliaciones y peticiones de perdón por los errores cometidos, vueltas a Dios y expresiones espirituales de gratitud. Todo ello es −continúa siendo por todas partes− “el pan cotidiano de los hospitales cristianos de campaña”.
Esos hospitales son, en efecto, los cristianos que se preocupan por el bien integral de cada uno y cada una de los que le rodean: sus hijos, padres y hermanos, sus amigos y compañeros de trabajo, todos aquellos con los que su vida se cruza cada día.
En esta explicación del papel de cada cristiano como “médico”, siguiendo los pasos de Cristo, es interesante la valoración −por parte del autor− de los “medios” que sirven para el buen funcionamiento de este hospital:
“La escasez de medios del hospital de campaña indica la pobreza espiritual −la virtud cristiana del desprendimiento− como preludio necesario para todos los actos de amor verdaderamente sobrenaturales. La dolorosa percepción de que los retos son insuperables, de que toda argumentación humana es insuficiente, de que los pecados, abusos y dependencias parecen irremediables, de que las heridas y los conflictos no pueden ser curados con medios naturales como son los procedimientos legales o las terapias psicológicas, es un requisito indispensables para el florecimiento de la gracia”.
Esta pobreza espiritual −observa el teólogo− “es una situación en la que se vuelve evidente que el único recurso posible y verdaderamente sensato es pedir la intervención del poder divino, porque los esfuerzos humanos son completamente insuficientes”. Es esta una llamada a la oración continua, que es fruto y alimento de la fe, como medio principal para la acción del cristiano.
Pues bien, afirma claramente este teólogo: son los santos los que aprecian estos momentos, estas situaciones y estos medios. “Porque es entonces cuando se ven forzados a no contar con nadie sino con Dios y, haciéndolo así, a la vez que manifiestan la fe y la caridad, encuentran al Dios vivo”.
Con otras palabras también del autor, los cristianos están llamados a colaborar en la salvación que se produce con medios divinos. Por eso, si quisieran salvar el mundo (y la Iglesia) solo con medios naturales, sus esfuerzos están destinados a fracasar y muy pronto muestran su inutilidad.
En consecuencia, “reconocer que los retos superan completamente las expectativas, los medios y las capacidades, y nos sitúan en una situación de profunda pobreza espiritual, es, de hecho, una bendición”. Y esto es así, porque las dificultades fuerzan a una profundización de la fe y a la convicción de que los gestos pobres y en apariencia inútiles, son alimentados desde dentro por la potencia del amor divino.
Y de ahí la conclusión: “El hospital de campaña que es la Iglesia vive en la alabanza, la admiración y la gratitud hacia el Dios que implora −de nosotros− corazones, manos y gestos humanos para que un poco de Su amor divino se haga presente aquí y ahora”.
Ramiro Pellitero, en iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com.
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