En el mismo año en que se ha celebrado el setenta aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos, ha pasado desapercibida otra efémeride relevante para comprender cabalmente tanto los límites como el valor de aquel texto
En junio de 1978, el héroe de los derechos humanos, Aleksandr Solzhenitsyn, pronunció en Harvard un memorable commencement address [discurso de acto de graduación] −quizás, el más memorable que se recuerda en la Harvard Yard−. Disponible en Internet, el que fuera su primer discurso público en Estados Unidos ha pasado a los anales de las grandes lecturas para la reflexión universitaria. En el corazón de la Academia occidental, el humanista ruso se dirigía al mismo establishment al que, algunos años antes, había abierto los ojos a la realidad del socialismo marxista y de sus atroces violaciones de derechos humanos.
Desde el primer momento, Solzhenitsyn resaltaba el valor del rule of law imperante en Occidente: «He vivido toda mi vida bajo un régimen comunista, y os diré que una sociedad sin una escala jurídica objetiva es terrible». Ahora bien, alertaba también de que «la letra de la ley es demasiado fría y formal para tener una influencia benéfica en la comunidad». Bajo un legalismo sin espíritu, las libertades «para obrar bien y para obrar mal» tienden a equipararse, lo que da como resultado una sociedad indefensa «frente al abismo de la decadencia humana». Se pierde de vista que la disciplina y la educación moral y espiritual son esenciales para la convivencia y la armonía interior humana, y operan en dirección contraria a la afirmación de ciertas libertades-licencias. Así, un afán desmesurado de libertad y bienestar «imprime en muchos rostros occidentales la huella de la ansiedad e incluso de la depresión».
El principal temor de este héroe de los derechos humanos apuntaba al entendimiento irrestricto de la libertad de prensa, que estaría creando un poder −«el poder más grande de los países occidentales»− no sujeto a responsabilidad y autolegitimado para decidir sobre qué vale como real. Terroristas convertidos en ídolos, intrusiones vergonzosas en la privacidad, etiquetas con las que quedan sepultadas las más elementales intuiciones humanas… En fin, bajo el eslogan de que “toda persona tiene el derecho a saberlo todo”, se desconocería el «derecho a no saber» ciertas cosas, que es mucho más valioso. Esto es, «el derecho a no ver ensuciada el alma» con el ruido de «la banalidad y el sinsentido». Además −añadía−, aunque hay gran libertad para la prensa, no sucede lo mismo con el lector, ya que «los periódicos ponen gran empeño en resaltar las opiniones que no contradicen la tendencia propia y general». Ello conduciría, en última instancia, a un autoengaño en la interpretación del mundo contemporáneo y a una marginación pública de las mentes genuinamente críticas.
Me es imposible resumir en unas pocas palabras un discurso de la profundidad y la lucidez del que pronunció Solzhenitsyn en junio de 1978. Se trata de la constatación de que, por sí solo, el reconocimiento de libertades no supone una guía suficiente. Formulados en abstracto, los derechos y libertades constituyen secciones de color sobre una paleta que, en su yuxtaposición, no nos hablan de su justa ubicación y medida en la obra de arte; sonidos de un órgano que solo el arte del maestro puede armonizar en belleza. Ahora bien, ¿dónde hemos de buscar esa medida?, ¿dónde ese arte?
La sinceridad de Solzhenitsyn se revela al final de su disertación. Partiendo de que la razón moral no es puramente inmanente, identificó el «error en la raíz» con la secularización de Occidente. Una razón pública que se cierra a la trascendencia desembocaría de manera inevitable, en su opinión, en ese legalismo positivista que, «valorativamente neutro», abandona las disputas de derechos a la lucha de poder y al lobbying. Cuarenta años después, la llamada de Solzhenitsyn al levantar la mirada sigue siendo una inspiración para quienes se esfuerzan en dar sentido a los derechos humanos.