Hannah Arendt: «cuando no hago nada es cuando más activa estoy; y cuando estoy enteramente a solas conmigo misma es cuando menos sola estoy»
Hace muchos años −¡más de veinticinco!− descubrí que, al menos para mí, la mejor forma de ponerme a pensar era la de agarrar una pluma estilográfica y un papel y ponerme a escribir. Con esta idea escribí el libro El taller de la filosofía para acompañar a quienes se inician en el camino de la escritura profesional en filosofía. Con el paso del tiempo he descubierto que esa idea −la de escribir para pensar− la habían dicho también el filósofo español Julián Marías, el psicólogo norteamericano defensor del conductismo B. F. Skinner y probablemente muchas otras personas antes y después de ellos. En estas últimas semanas he estado leyendo a Joan Bolker, profesora universitaria de escritura académica, y he visto que la repite en diversos pasajes. Esa lectura es la que me ha dejado pensando y me ha sugerido estas líneas.
Me parece que el verano y las vacaciones −ya inminentes en el hemisferio boreal− son un buen tiempo para pararse a pensar. A la vez que tratamos de desconectar de las ocupaciones y preocupaciones del año, podemos ver este tiempo de descanso como una invitación a conectar un poco más con nosotros mismos, con nuestra interioridad. Como escribía el poeta Christian Wiman, «vivimos ahora en un mundo que parece casi diseñado para erradicar la vida interior». Así es; por eso las vacaciones, liberados en parte del trajín diario y las prisas habituales, pueden constituir un tiempo maravilloso para recuperar la vitalidad interior. Todos necesitamos periódicamente adueñarnos de ese espacio íntimo nuestro para que en él reinen la serenidad y la paz. Se trata de ese espacio en el que se asienta nuestra libertad y donde realmente podemos ser nosotros mismos.
A muchos les ayuda el aprovechar la pausa veraniega para hacer un balance del curso transcurrido, revisar aciertos y fracasos y, si es posible, formular propósitos eficaces para el año siguiente. Otros prevén dedicar un cierto tiempo a la lectura de aquellos libros que han ido acumulando en los meses anteriores y que positivamente quieren leer, pero que la vida no les ha permitido prestarles la necesaria atención. Para muchos el contacto directo con la naturaleza −montañas, árboles, ríos y mares− tiene también un efecto maravillosamente regenerador.
Todo esto está muy bien, pero mi recomendación es la de dedicar además un cierto tiempo a escribir como medio para ensanchar la vitalidad interior, aparte de la lectura, el examen personal o la naturaleza. Por supuesto, para poder escribir hace falta efectivamente una cierta soledad, mejor dicho, un cierto aislamiento o desconexión de todos los aparatos, las redes sociales y demás artilugios electrónicos que compiten por nuestra atención. No es fácil, pero muchas veces basta con poner en modo avión el teléfono móvil y buscar un sitio tranquilo, aunque sea una cafetería no muy concurrida.
¿Sobre qué escribir? Para muchos este es el primer problema porque piensan que no tienen nada que decir, nada interesante sobre lo que escribir. Mi respuesta es que hay que escribir sobre lo que llame de verdad nuestra atención, sobre lo que inquiete nuestro espíritu. Siempre digo que para escribir hay que desnudar el alma: hay que escribir sobre aquello que nos emociona aunque a veces haya que convertir las lágrimas en tinta. Si hacemos así, cautivaremos a nuestros lectores. Basta con apelar a nuestra propia experiencia personal. ¡Cuántas veces nos hemos emocionado leyendo algo que parecía escrito para nosotros mismos! ¡Cuántas veces habremos dicho −como aquel personaje de Tierras de penumbra− que leemos para comprobar que no estamos solos!
¿Cómo escribir? Recomiendo arrancar siempre con papel y lápiz volcando ahí lo que llevamos dentro, sin preocuparnos mucho ni de la redacción ni de la ortografía. Ya vendrá después el tiempo de la corrección cuidadosa sobre la pantalla del ordenador. Si ponemos nuestra vida en lo que escribimos, aquel texto, por así decir, se tendrá de pie él solo, por ser verdadero, por estar vivo. Este consejo −tomado de la profesora de escritura Joan Bolker− resulta clarividente. Lo primero es aclararse sobre lo que queremos decir y para ello no hay otro procedimiento mejor que volcar nuestras ideas y nuestro corazón sobre el papel, garabateando allí con palabras nuestras lo que queramos decir.
¿Dónde escribir? En cualquier sitio con tal de que consigamos un cierto aislamiento de las interrupciones, el móvil y las redes sociales, como decía más arriba. ¿Cuándo escribir? Cuando podamos. No importa la hora del día o de la noche. Lo que sí necesitamos es un espacio de tiempo relativamente largo; si es posible, de al menos una hora o dos.
Me gusta destacar que cuando escribimos −como hago yo ahora− nunca estamos solos: estamos al menos acompañados por aquellos lectores para quienes escribimos. Casi siempre escribimos para que nos quieran y así comprobar que verdaderamente no estamos solos. Mi admirada Hannah Arendt escribe que “la experiencia fundamental del yo pensante” está contenida en aquellas palabras de Catón el Viejo (239-149 a. C) que cita al final de La condición humana: «Numquam se plus agere quam nihil cum ageret, numquam minus solus esset quam cum solus esset». Arendt viene a traducir ese dicho latino como «cuando no hago nada es cuando más activa estoy; y cuando estoy enteramente a solas conmigo misma es cuando menos sola estoy».
Ni Catón ni Arendt con esa expresión latina se están refiriendo a Dios, sino más bien a que cuando uno se pone a solas a pensar y a escribir en una hoja en blanco, ahí comparecen los recuerdos, la imaginación, las personas e ideas queridas, las lecturas de tantos libros. Sin embargo, a menudo pienso que cuando escribimos de verdad también comparece Dios allí. Hace algún tiempo me deslumbró la frase de Jiménez Lozano en La luz de una candela: «Maurice Blanchot, glosando a Kafka, dice que escribir es una forma de oración. Y lo es. O, si no, es cacareo».