Le temblaba un poco la voz, pero consiguió transmitir íntegro su testimonio. Por la voz, aquel hombre debía rondar los 90 años, si no los había sobrepasado ya. Recordó con emoción, profundo agradecimiento a Dios, su matrimonio, y la luna de miel vivida con su esposa, ya difunta
Mantuvo después unos instantes de silencio que el locutor no osó interrumpir. Al recobrar la voz, comenzó a hablar de la segunda luna de miel. Su esposa, fallecida tres años atrás, había sufrido una enfermedad degenerativa durante quince años. Ella ya no le reconocía; pero él no olvidó jamás quien era ella, y la atendió con todo el amor y el cariño del que era capaz su corazón.
Esos años finales fueron su “segunda luna” de miel, por la que daba tantas gracias a Dios como por la primera.
Los que estaban presentes en el programa guardaron un profundo silencio. ¿Conmovidos? ¿Sorprendidos? Al final, estallaron en un sentido aplauso.
Como era natural, sus siete hijos le ayudaron en la atención de su esposa enferma. Pero él no dejó siquiera un día de pasar buenos ratos a su lado, acariciándole la mano, dejando un beso en su frente, en su cara, recolocándola en el lecho cuando era necesario. Manifestó a la enferma todo el amor y cariño que le había expresado cuando estaba en plenitud de salud y de vida.
Al oír este testimonio vino a mi memoria las palabras de otro hombre bien entrado en años que viajaba todos los días, entre ida y vuelta, unos 20 km en autobús, para pasar unas horas con su mujer, enferma de alzheimer que solo podía estar bien atendida en un hospital.
Una enfermera se compadeció un día del trabajo y el esfuerzo que esos viajes suponían para el buen hombre, y le comentó que quizá no era necesario que fuera todos los días porque su mujer no le reconocía, y él poco podía hacer para consolarla. Ellas, las enfermeras, le atendían con todo cariño.
El hombre, sonriendo, le dijo que pensaba seguir yendo todos los días que pudiera, y que solo la enfermedad le impediría hacer los viajes. “Ella no me reconoce, es verdad; le dijo a la enfermera; pero yo sí la reconozco: sé quién es: mi esposa, la madre de nuestros ocho hijos, y la abuela de nuestros 27 nietos.
Y recordé también aquella mujer, profesional de la comunicación que, en sus primeros cincuenta, sufrió en lo más hondo de su espíritu y de su cuerpo, al descubrir que su marido estaba cayendo en el alcoholismo. Con una profunda Fe que le llevó a redescubrir la adoración de Cristo en la Eucaristía, y con la fortaleza de volver a la batalla cada día, vio con gozo y paz cómo su esposo se sometía a los tratamientos adecuados para ir saliendo de ese estado. No fue fácil; se sucedieron algunas recaídas; pero al fin la Fe de aquella mujer alcanzó la gracia de ver curado a su marido.
Hoy, el hombre no deja de dar gracias a Dios por la esposa y las cinco hijas que le ha dado; y por el cariño y compañía de sus seres queridos que le alejaron de la perspectiva del suicidio que ya estaba comenzando a echar raíces en su corazón.
* * * * *
Al terminar de escribir estas líneas leo, con una cierta pena, la noticia del fuerte descenso de la natalidad en España durante los últimos diez años. Y a la vez, trato de convertir la pena en profunda esperanza al ver la realidad de familias como éstas que viven de Fe, y que tienen la gran Caridad de transmitir la Fe a sus hijos, a sus nietos viviendo un matrimonio, “en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad”, bien conscientes de que su unión es indisoluble, y la han vivido abiertos generosamente a la vida.