Homilía del Prelado del Opus Dei, pronunciada en la misa de la festividad de san Josemaría, celebrada en la basílica de san Eugenio (Roma)
En el Evangelio que acabamos de escuchar, san Lucas nos cuenta que “la multitud se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios” (Lc 5,1). Aquel día muchas personas rodeaban a Cristo; tantas, que era difícil que todos le escuchasen con claridad. Se encontraban a la orilla de un lago y no había una colina cercana en la que Jesús pudiese situarse mejor, tal como lo había hecho en otras ocasiones. Entonces decide subir a una barca y apartarse un poco de la tierra firme. El Señor conocía perfectamente los corazones de aquellas gentes; aunque unos estarían allí por curiosidad, otros por simple coincidencia, otros por verdadera sed de Dios, Jesús sabía que todos necesitaban de su palabra para descubrir el sentido de sus vidas.
Contemplando a Cristo que desea dejarse ver por la multitud que le busca, podemos preguntarnos: ¿Se trata simplemente de una escena del pasado? ¿Ver a Jesús rodeado de tanta gente no es la imagen de un mundo que en nuestros días ya no existe?
San Josemaría, cuya festividad celebramos, al meditar este mismo pasaje, concluía que aquello que había sucedido hace dos mil años sigue sucediendo siempre: todos “están deseando oír el mensaje de Dios, aunque externamente lo disimulen”; todos, aunque muchas veces no tienen las palabras ni las fuerzas para expresar ese deseo, “sienten hambre de saciar su inquietud con la enseñanza del Señor” (Amigos de Dios, n. 260 y ss.). De manera similar se han expresado, en estos últimos años, los Romanos Pontífices. El Papa Francisco, por ejemplo, nos invita a dar a conocer a Jesús a quienes “buscan a Dios secretamente, movidos por la nostalgia de su rostro” (Evangelii gaudium, n. 14). Benedicto XVI, después de comparar nuestro tiempo a un desierto que anhela refrescarse con el agua viva, reconoce que ahora “son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita” (Homilía, 11-X-2012).
Existen tantos testimonios de personas que, ante el descubrimiento de la alegría que trae a sus vidas el camino cristiano, exclaman: ¡Pero yo no sabía! ¡Nadie me lo había dicho! ¡Yo pensaba que era otra cosa! Por eso, la escena que nos narra san Lucas no pertenece a un mundo del pasado. La gente quiere agolparse alrededor de Jesús porque busca sin cesar cosas buenas y bellas que llenen su corazón; todos tenemos, en lo más profundo de nuestra alma, anhelos que solo Él es capaz de saciar. Pidamos a Dios que nos haga capaces de reconocer esa nostalgia de su rostro, esos signos de la sed de Cristo en las demás personas. Pidamos a Dios que sepamos transmitir su verdadera imagen a quienes nos rodean; la imagen de ese Cristo que busca alejarse un poco de la orilla para que todos, hasta los más alejados, puedan verlo y escucharlo.
Al final de este pasaje del Evangelio, Jesús invita a Pedro, a Santiago y a Juan a seguirle como discípulos. Es impresionante pensar que, tan solo unos pocos años después, su afán apostólico haya llevado la Buena Nueva a muchos lugares importantes de la época; también hasta Roma. Los primeros cristianos, a pesar de enfrentar persecuciones e incomprensiones, sabían que el mundo les pertenecía. San Pablo, en la segunda lectura, enuncia con toda claridad la convicción que les llenaba de confianza: “Si somos hijos, también herederos” (Rom 8,17).
Efectivamente: este mundo es parte de nuestra herencia. En la primera lectura se dice que Dios colocó al hombre en el mundo "para que lo trabajara y lo custodiara"(Gn 2,15). Y en el salmo que cantamos –y que san Josemaría rezaba todas las semanas– se nos dice que, a través de Cristo, tenemos como herencia todas las naciones y que poseemos como propia toda la tierra (Cfr. Sal 2,8). La Sagrada Escritura nos lo dice claramente: este mundo es nuestro, es nuestro hogar, es nuestra tarea, es nuestra patria.
Por eso, al sabernos hijos de Dios, no podemos sentirnos extraños en nuestra propia casa; no podemos transitar por esta vida como visitantes en un lugar ajeno ni podemos caminar por nuestras calles con el miedo de quien pisa territorio desconocido. El mundo es nuestro porque es de nuestro Padre Dios. Como enseña santo Tomás de Aquino: todo está sometido a su gobierno omnipotente, nada se escapa a su misericordia, aunque muchas veces nosotros no alcancemos a verlo (Summa, I, q. 103, a.5, risp.). Estamos llamados a amar este mundo, no otro en el que pensamos que tal vez nos sentiríamos más a gusto; solo podemos amar a las personas concretas que nos rodean, a los desafíos concretos que tenemos por delante. No se puede emprender una tarea apostólica con la resignación de quien preferiría otro momento.
Cuando san Josemaría invitaba a amar el mundo apasionadamente, muchas veces nos ponía en guardia frente a esa “mística ojalatera” que pone condiciones al terreno que quiere evangelizar, pensando: “Ojalá las cosas fueran distintas”. Pidamos al Señor la capacidad de ilusionarnos con esta misión que nos ha confiado, como un hijo que se entusiasma por trabajar en las tareas de su propia casa.
Este día, en el que dirigimos nuestra mirada especialmente hacia san Josemaría, podemos tomar ejemplo de su fe para lanzarse a empresas que parecían imposibles, en un tiempo que en no pocos aspectos era más complicado y difícil que el nuestro. Dejémonos contagiar por esa confianza de nuestro Padre, que nos lleva a amar este mundo que hemos recibido por herencia y a procurar colmar esa nostalgia de Cristo en tantas personas con las que nos encontramos. Para esto nos apoyamos muy especialmente en la mediación de Nuestra Madre Santa María, que vela con amor y paciencia materna por la felicidad de todos sus hijos. Así sea.