Evangelio del Domingo del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo (ciclo C) y comentario al evangelio
En aquel tiempo, Jesús acogió a la gente, les hablaba del Reino de Dios, y sanaba a los que tenían necesidad.
Empezaba a declinar el día, y se acercaron los doce para decirle:
−Despide a la muchedumbre, para que se vayan a los pueblos y aldeas de alrededor, a buscar albergue y a proveerse de alimentos; porque aquí estamos en un lugar desierto.
Él les dijo:
−Dadles vosotros de comer.
Pero ellos dijeron:
−No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos nosotros y compremos comida para todo este gentío −había unos cinco mil hombres.
Entonces les dijo a sus discípulos:
−Hacedlos sentar en grupos de cincuenta.
Así lo hicieron, y acomodaron a todos.
Tomando los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo y pronunció la bendición sobre ellos, los partió y empezó a dárselos a sus discípulos, para que los distribuyeran entre la muchedumbre. Comieron hasta que todos quedaron satisfechos. Y de lo que sobró recogieron doce cestos de trozos.
Los evangelios retratan con frecuencia a Jesús llevado de su inmenso amor por la gente, acogiendo a todos, predicando el Reino de Dios con paciencia y curando a los enfermos que le presentaban. En el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, Jesús también se preocupa de su indigencia material. Como explica el Papa Francisco, “su compasión no es un vago sentimiento; muestra en cambio toda la fuerza de su voluntad de estar cerca de nosotros y de salvarnos. Jesús nos ama mucho, y quiere estar con nosotros. Según llega la tarde, Jesús se preocupa de dar de comer a todas aquellas personas, cansadas y hambrientas y cuida de cuantos le siguen”[1].
El milagro de la multiplicación, que todos los evangelistas quisieron consignar, fue un preludio del derroche de amor de Jesús en la Eucaristía. De hecho, la escena está cargada de significado eucarístico. Por un lado, Jesús alimentó a la muchedumbre en un lugar desierto. Con este acto de bondad rememoraba y actualizaba el amor providente de Dios narrado en el Éxodo, cuando alimentó a Israel con el misterioso maná que bajaba del cielo cada día (cfr. Ex 16,1ss.) como preludio del verdadero pan del cielo de la Eucaristía (cfr. Jn 6,30ss.).
Por otro lado, los gestos de Jesús sobre los panes −“levantó los ojos al cielo y pronunció la bendición sobre ellos, los partió y empezó a dárselos” (v. 16)−, recordaban los gestos que hacía el cabeza de familia en las casas de Israel y prefiguraban los gestos de la institución de la Eucaristía en la última cena (cfr. 1Co 11, 23-26; Mc 14,12-26; Mt 26,17-20 y Lc 22,7-39). Eran los mismos gestos de la fracción del pan que haría el resucitado, a la mesa, con los discípulos de Emaús (cfr. Lc 24,30). Los mismos gestos, en definitiva, que repiten los sacerdotes en cada Misa. El amor de Jesús mostrado aquella tarde de la multiplicación se extendería así en el espacio y el tiempo. En este sentido, Santa Teresita del Niño Jesús explicaba de modo sorprendente que “Dios no baja del cielo todos los días para quedarse en un copón dorado, sino para encontrar otro cielo que le es infinitamente más querido que el primero: el cielo de nuestra alma, creada a su imagen, y Templo vivo de la adorable Trinidad”[2].
Con el milagro de la multiplicación, cerca de cinco mil personas quedaron saciadas e incluso sobró mucho: “doce cestos de trozos”. Este hecho, seguramente previsto por Jesús, además de reflejar el cuidado del Maestro por las cosas pequeñas, simbolizaba también la gran abundancia de los tiempos mesiánicos que anunciaron los profetas (cfr. Is 25,6; Sal 78,19-20), y anticipaba el sobreabundante amor de Jesús por los hombres, cumplido en el sacrificio de la cruz y perpetuado en la Eucaristía.
Por último, Jesús quiso hacer partícipes a los discípulos de su amor servicial por las muchedumbres. Por eso cuando ellos pretenden despedir a la gente, Jesús le dice: “dadles vosotros de comer”. Porque como dice el Papa Francisco “el Señor nos hace recorrer su camino, el del servicio, el de compartir, el del don, y lo poco que tenemos, lo poco que somos, si se comparte, se convierte en riqueza, porque el poder de Dios, que es el del amor, desciende sobre nuestra pobreza para transformarla. (…) Así que preguntémonos al adorar a Cristo presente realmente en la Eucaristía: ¿me dejo transformar por Él? ¿Dejo que el Señor, que se da a mí, me guíe para salir cada vez más de mi pequeño recinto, para salir y no tener miedo de dar, de compartir, de amarle a Él y a los demás?”[3].
Fuente: opusdei.org.
[1] Papa Francisco, Audiencia, 17 de agosto de 2016.
[2] Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma, Manuscrito A, Cap. V.
[3] Papa Francisco, Homilía, 30 de mayo de 2013.
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