Quizás conozcas esta breve historia; seguro que te gustará releerla, repasarla y… repensarla
Debía acondicionar mi vieja granja. Para ello, contraté a un profesional. Recuerdo que se llamaba Antonio.
El hombre pasó un duro primer día de trabajo, bajo un sol de justicia. Para colmo, su cortadora eléctrica se estropeó cuando más falta le hacía y le hizo perder más de una hora; y al finalizar la jornada, su antiguo camión se negaba a arrancar. Por más que lo intentó, no lograba saber qué le ocurría.
Se acercaba la noche, así que me ofrecí a acercarle en mi vehículo hasta su casa. Durante el trayecto, Antonio se mantuvo en silencio. Sin duda, estaba dándole vueltas a qué tendría el dichoso camión, cómo y cuándo podría repararlo y… cuánto le impediría su trabajo no poder disponer de aquel.
Cuando llegamos a nuestro destino, Antonio me invitó a conocer a su familia y a tomar una cerveza.
Mientras caminábamos hacia la puerta de su casa, el buen hombre se detuvo brevemente frente a un pequeño árbol y alzó los brazos, tocando las puntas de las ramas con ambas manos.
Cuando, tras ello, se abrió la puerta, el rostro de Antonio se transformó: sonrió, abrazó a sus dos pequeños hijos y le dio un beso a su esposa.
Estuve un rato charlando alegremente con ellos, transcurrido el cual me despedí y Antonio me acompañó hasta el coche.
Cuando pasamos cerca del árbol, sentí curiosidad y le pregunté por qué lo había tocado un rato antes. −“Oh, ese es mi árbol de problemas”, contestó. −“Sé que no puedo evitar tener problemas en el trabajo; pero una cosa es segura: los problemas no pertenecen a mi casa, ni a mi esposa, ni a mis hijos. Así que, simplemente, los cuelgo en el árbol cada noche cuando llego a mi hogar. Al día siguiente, los recojo otra vez. Lo mejor de todo −concluyó sonriendo− es que cuando salgo por la mañana a recogerlos, no hay tantos como los que recuerdo haber colgado la noche anterior”.
Es habitual −e inevitable− que uno salga del trabajo con más de una preocupación laboral. A veces, esta nos reconcome, nos desasosiega; y llegamos con ella no solo a casa, sino “hasta la cocina”, el salón o nuestra habitación. Y no solo es bueno, sino incluso necesario… intentar desconectar. Para conectar con la vida del hogar. Cada cosa debe tener su tiempo y su lugar. Si no, es como si permanecieras virtualmente en tu oficina, en tu taller, en el aula en la que impartes clase… y no acabaras de centrarte en lo ahora vital: dedicar tiempo a tu mujer o tu marido y a tus hijos. Un tiempo de calidad. En alegre convivencia, interesándote por cómo les ha ido el día, escuchándoles, jugando con los pequeños, dando a todos los tuyos muestras de cariño, colaborando a crear el mejor ambiente y… a hacer familia: tu propia familia. Estando presente con el corazón y… la cabeza (¡intenta que no siga en la oficina!).
Sé −por experiencia propia− que es fácil decirlo. Y más complicado hacerlo. Hay quien no acaba de encontrar el árbol… aunque tenga un bosque pegado a casa.
A veces, los problemas te impiden incluso conciliar el sueño. Normalmente, tu mujer o tu marido, lo nota. −¿No duermes?, pregunta alguien que conozco. Y cuando la respuesta es la obvia (nadie responde si está dormido), aquel añade: −Piensa en negro (que es como decir: Deja la mente en blanco).
Normalmente, además, de noche se ve todo más oscuro de lo que en realidad es. Nunca lo olvides.
Quería traerte hoy este relato porque creo que todos nos lo podemos aplicar un poco. O más que un poco.
¡Ah! El papa Francisco (que, aunque viaja bastante, también tiene que trabajar mucho desde casa), según leí, tiene otra fórmula. Y no es nada mala: como aquel que necesitaba acondicionar su granja, el papa “contrata” a alguien: para que le ayude… gratis et amore.
Leí una vez que, antes de dormir (y quizás para poder conciliar el sueño), el pontífice anota en un papelito sus principales preocupaciones para el día siguiente y deja lo que ha escrito bajo una figura de un San José, plácidamente dormido, que tiene en su habitación. Y aprovecha para pedirle al santo que, rezando, le ayude a resolverlo todo: a ser posible… de la noche a la mañana.
En fin, amiga o amigo lector: aplica la fórmula que prefieras, pero intenta no cargar con tus problemas en casa. Cuando llegues a tu hogar des-co-nec-ta. Al menos, inténtalo. Por favor.
Hace tiempo te escribía un post que te puede ayudar: 12 pautas para que no te rompa el estrés.
También puede servirte −y sacarte una sonrisa− el de “No te tomes tan en serio”, en el que comenzaba narrando con qué ánimo Tomás Moro intentaba afrontar un problema “capital” (nunca mejor dicho).
Te he mencionado a este santo… y no puedo dejar de traerte a otro: Juan Fisher y otra anécdota histórica.
Fisher, como Tomás Moro y por las mismas razones, perdió −literalmente− la cabeza. A ambos se las cortaron, por mejor decir.
Uno y otro se habían atrevido a expresar, ante el estupor e indignación del rey Enrique VIII, lo que este no quería oír: la verdad. La que contrariaba al monarca y sus intereses.
Por cierto (abro paréntesis): ¿Cuántas veces te has (me he) jugado el cuello por decir algo políticamente incorrecto, algo que no está “de moda”? Y lo de jugar el cuello lo digo metafóricamente… porque Juan y Tomás se lo jugaron físicamente. Más: ¿Cuántas veces has (he) callado lo de que “el emperador va desnudo” por miedo al qué dirán, por no incomodar o incomodarte, por pereza, por falsa “prudencia”…? Así nos va. Cierro paréntesis.
Acabo. Y lo hago con la anécdota histórica de Juan Fisher: Eran las cinco de la madrugada cuando, en la Torre, su carcelero le despertó para anunciarle que iba a ser ejecutado ese mismo día. Cuando, a preguntas de Fisher, el guardián le señaló que aún faltaba un rato para ello, el que luego sería decapitado le pidió que le dejase descansar un poco más… y durmió otras dos horas.
Eso es tener… la conciencia tranquila. Y confianza en la Providencia. No sé si le dejó o no “un papelito” a San José, pero seguro que se encomendó a él. Y, así, retomó el sueño antes de pasar a mejor vida.
Y tú y yo… que a veces nos ahogamos en un vaso de agua…
Acuérdate del árbol. O del santo. O de los dos. Y deja en sus brazos (o en sus ramas) el peso de tus problemas.
¿Me ayudas a difundir? ¡Muchas gracias!
José Iribas, en dametresminutos.wordpress.com.
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