Lección en el acto de graduación de la XVIII Promoción del Máster en Matrimonio y Familia, Universidad de Navarra, 14 de junio 2019
En primer lugar deseo agradecer la amable invitación del profesor Javier Escrivá para impartir esta lección en el solemne acto de graduación del Máster Universitario en Matrimonio y Familia. Acepté encantado la invitación y de inmediato le ofrecí para mi lección el título «El valor de la ternura», pues sin duda en la sociedad actual, marcada tantas veces por el egoísmo consumista y una enorme violencia estructural, hace falta un cierto valor para defender la ternura como forma privilegiada de la relación humana. De inmediato me vino a la cabeza que un acto como este con expertos en el matrimonio y la familia, con verdaderos expertos en el amor, era la mejor ocasión para pensar juntos sobre este tema tan decisivo para la convivencia humana.
Una lección magistral es originalmente una clase, un poco más solemne que las clases habituales, pero también, si es posible, algo más breve −no pasaré de los 25 minutos que me han concedido− y quizá algo más simpática, que haga sonreír al auditorio compuesto en su mayor parte de parientes, amigos y conocidos que no han cursado el Máster. En esta ocasión el invitado es un filósofo, una de esas personas un tanto especiales que, siguiendo el ejemplo de Sócrates, el primero de los filósofos, se ven a sí mismos puestos sobre la ciudad −como el tábano sobre el caballo− para que no se amodorre. Los filósofos queremos cambiar el mundo, queremos cambiar incluso los sueños de quienes nos escuchan para que comiencen a vivir de verdad, esto es, apasionadamente, con cabeza y también con corazón. Como saben, Sócrates fue obligado a beber una copa de cicuta porque su actitud resultaba incómoda a sus conciudadanos; estoy bien seguro de salir hoy yo mejor parado. «Las lecciones magistrales −escribía un querido colega fallecido hace unos años− son una muestra de libertad y por eso forman en libertad»: el maestro muestra su alma al mostrar que la lección es verdaderamente suya y no tomada en préstamo de otro.
Voy a organizar mi lección en tres breves secciones que he titulado: 1º) Las edades de la ternura; 2º) Sexo y ternura; 3º) La «revolución de la ternura», en expresión del papa Francisco; y finalmente 4º) Una breve conclusión invitando a ser valientes para tratar con ternura a las personas de nuestro entorno.
En la lengua castellana solemos usar el adjetivo «tierno» para referirnos a la blandura de los alimentos −una carne, por ejemplo, puede ser dura o tierna−, a las hierbas o los brotes de las plantas fáciles de cortar o, sobre todo, al comportamiento encantador de niños pequeños o incluso de mascotas que nos cautivan por su candidez, su inocencia, su ingenuidad.
Me parece que la imagen más feliz de la ternura es la de la madre −o el padre− cuidando de su hijo en brazos. En los viajes largos en avión me impresiona siempre comprobar cómo unos padres pueden estar durante ocho o nueve horas seguidas totalmente pendientes de su hija o de su hijo pequeño. No piensan que estén haciendo nada extraordinario: advierten cualquier gesto o síntoma que requiera alguna acción por su parte: alimentación, movimiento, cambio de pañal o lo que sea.
Me deslumbró hace tres años la lectura del libro de Carolina del Olmo ¿Dónde está mi tribu? Maternidad y crianza en una sociedad individualista. Se trata de una filósofa madrileña que se lanzaba a pensar con valentía acerca de la maternidad a raíz del nacimiento de su primer hijo en el año 2009 (desde entonces ha tenido dos hijos más). Es un libro revolucionario porque denuncia la pobre acogida de la maternidad en nuestra sociedad −el menosprecio, diría yo más bien, de la maternidad, sobre todo en el imaginario de muchas mujeres jóvenes− e introduce en el horizonte la «lógica del don» −del darse− que tanto contrasta con la «lógica del interés», con el egoísmo individualista quizá predominante en nuestra cultura occidental. Del Olmo defiende el cuidado −que es otro nombre para la ternura− como un elemento central de la experiencia humana.
En ese libro encontré una maravillosa cita de Santiago Alba: «¿Para qué sirven los niños? Para cuidarlos; es decir, para volvernos cuidadosos» (Leer con niños). De eso se trata, de volvernos cuidadosos, de cuidarnos unos a otros. No solo de cuidar a los niños y a los ancianos; también los jóvenes y los adultos deben aprender a cuidar y a dejarse cuidar −que muchas veces es más difícil, como ha escrito mi maestro Alejandro Llano−: tanto jóvenes como adultos deben aprender a cuidarse unos a otros y a tratarse con ternura. Como leí en un whatsapp: «Amar es cuidar. Así de simple. Así de profundo».
En este sentido, otro libro que me ha impactado en estos últimos años —ya desde el propio título— es el del filósofo escocés Alasdair MacIntyre, Animales racionales y dependientes. Frente a la imagen moderna del hombre autónomo, aislado y solitario, MacIntyre pone de manifiesto que dependemos unos de otros no solo en la infancia o en la ancianidad, sino a lo largo de toda la vida, tanto en el ámbito familiar como en el social.
No se trata simplemente de una cadena de solidaridad, esto es, de que los padres cuidan de sus hijos para que estos a su vez cuiden de ellos en su vejez: esa es una visión economicista totalmente falsa. Los padres cuidan de sus hijos porque sí, sin pedir nada a cambio, y los hijos −afortunadamente en la mayor parte de los casos− cuidan de sus padres ancianos también porque sí, porque les quieren. Como sabéis vosotros muy bien, la familia es −¡ha de serlo siempre!− la comunidad en la que cada uno es −y así se siente− querido por sí mismo, por ser quien es. La manera de corresponder a ese amor es poniendo cada uno al servicio de la comunidad familiar aquello que le es más propio y personal. De esta manera cada uno aporta lo suyo a lo común y así todos se enriquecen. Pero además, si queremos hacer un mundo más humano, hemos de aprender a mirar a todos y a cada uno −sean o no de la propia familia− como alguien que vale por sí mismo. De esta manera el cariño familiar se ensanchará hasta hacerse verdaderamente global de forma que el mundo se transforme en un hogar.
Debo reconocer que cuando era joven siempre menosprecié el «ternurismo» porque me parecía quizás un sentimentalismo facilón. Me parece que la primera vez que me paré a pensar y a escribir sobre la ternura fue cuando ya cerca de los cuarenta me tropecé con un álbum recopilatorio de Ana Belén y Víctor Manuel que llevaba por título «Para la ternura siempre hay tiempo» y que traduje para mis adentros como «para la ternura siempre es tiempo». Así es. La ternura renuncia al control del tiempo [como los padres en el avión]. La prisa se opone a la ternura; la ternura es lenta, la prisa violenta. No hay ternura apresurada, no hay amor con prisas. Quien ama no tiene prisa.
A ninguno de quienes hoy me escucháis se os oculta que vivimos en una sociedad pansexualizada −de ordinario machista, esto es cosificadora de las mujeres− tanto en los medios de comunicación como en la publicidad, en las películas o en internet. El sexo es muy importante en la vida humana. No es −de ello estoy seguro− lo más importante, pero tiene un papel central en el desarrollo de una vida en plenitud. Dicen algunos que la revolución de mayo del 68 −que desvinculó placer sexual y reproducción− y el rechazo de buena parte de los valores que moderaban el impulso sexual han desarticulado por completo la realización personal en el ámbito de la sexualidad. Todos sabemos bien que cuando el placer sexual se convierte en objeto de consumo los seres humanos se cosifican en su mutua relación. Esto en la prostitución y en la pornografía es totalmente obvio.
Probablemente coincidiréis conmigo en que pedir al sexo que dé la felicidad es pedirle demasiado, es pedirle algo que no puede dar. Dejadme que cite un párrafo del conocido escritor Alex Rovira: «Sexo con ternura es expresión del amor; sin ternura, una relación basada en la sexualidad está condenada a la ruptura. Porque aunque pueda haber intensidad sensorial en el intercambio físico, sin ternura se produce una relación que se encierra en la búsqueda del propio placer y hace del otro un objeto de satisfacción y nada más. […] La pasión del enamoramiento es efímera y deja paso con el tiempo a una relación más reposada donde se instala la ternura. Sin ella, la relación de pareja está condenada al fracaso porque su ausencia genera aburrimiento, rutina, apatía, distancia y egoísmo».
No añado nada más sobre la relación esponsal, de varón y mujer, en el matrimonio y la familia, pero sí que me gustaría añadir algo −lo haré muy brevemente, aunque es un tema enorme− sobre las relaciones de varones y mujeres en el espacio público, en el ámbito laboral. Frente a esa sociedad hipersexualizada que decía antes, me gustaría afirmar rotundamente −con palabras de un buen amigo mío− que «el sexo es familiar», que el ámbito natural del sexo es el del matrimonio y que, por tanto, debe limitarse a él. Por consiguiente, hemos de empeñarnos en des-sexualizar el mundo laboral, el ámbito profesional, las relaciones sociales, incluidos los espectáculos y demás medios de entretenimiento. Me parece que los recientes y penosos escándalos sexuales en el mundo del cine o en la Iglesia católica son una terrible consecuencia de abusos de poder por parte de empresarios, clérigos u otros depredadores capaces de violentar a mujeres o a menores para satisfacer sus más bajos instintos.
Perdonad que me ponga tan serio, pero me parece que el asunto lo requiere. Se dice a veces que aquellos hombres que dañan con su comportamiento violento a las mujeres han sufrido probablemente en su infancia o juventud formas severas de violencia y abuso. No sé si es verdad. Lo que sí sé es que quienes han sufrido la violencia pueden aprender a curar su terrible experiencia pasada mediante el cariño y el servicio a los demás. Responder con ternura inteligente y concreta a la violencia es −en palabras de san Josemaría con gran fuerza poética− «ahogar el mal en abundancia de bien».
Defender que el sexo es familiar significa −decía antes− empeñarse en que los demás ámbitos de la sociedad estén des-sexualizados, esto es, que varones y mujeres solo estén disponibles para relacionarse sexualmente dentro del matrimonio. Pero, podríais decirme, ¿no eres consciente de la promiscuidad sexual generalizada entre tantos jóvenes y adultos en nuestra sociedad? Por supuesto que soy del todo consciente y respondería que la situación actual no es muy distinta −según los datos de que disponemos− de la que se encontraron los primeros cristianos en el Imperio Romano que en poco menos de dos siglos transformaron de abajo arriba la sociedad. Se trata realmente de hacer una nueva revolución: la revolución de la ternura.
Me parece que la primera vez que escuché al papa Francisco emplear la expresión «la revolución de la ternura» fue en su viaje a Cuba en el año 2015. Si no entendí mal, lo que venía a decir es que lo verdaderamente revolucionario en Cuba y en todas partes es que nos queramos unos a otros y que no tengamos miedo de expresarlo así.
Al escuchar aquella expresión, vinieron a mi memoria los ensayos de algunos de mis alumnos del curso precedente, a los que había pedido que escribieran sobre su vida familiar. Quedaron en mi memoria un puñado de ellos en los que con dolor hablaban de gritos, incomprensión, mal genio, discusiones, malentendidos, clamorosos silencios… y toda la retahíla de conductas desafortunadas que con frecuencia afligen a tantas familias. Como escribe Leon Tolstoi en el arranque de su maravillosa novela Anna Karenina: «Todas las familias felices se parecen, mientras que cada familia infeliz es infeliz a su propia manera».
Pues bien, decir que la ternura es revolucionaria no significa que a base de besos y de caricias puedan resolverse todos los problemas, pero sí, de alguna manera, que aquellos que más nos afectan tienen de ordinario que ver con nuestra relación con quienes tenemos a nuestro lado, nuestros amigos, parientes, colegas, vecinos. Y en estos casos, aplicando una ternura inteligente pueden cerrarse heridas a nivel familiar, pueden pensarse mejor las relaciones laborales para minimizar los conflictos y puede aminorarse la beligerancia social. Nos enternecemos porque amamos y la revolución de la ternura se nutre del amor. Fue conmovedor el discurso del papa Francisco en Filadelfia, hablando de la familia, cuando, ante la ingenua pregunta de un niño: «¿Qué hacía Dios antes de crear al mundo?» , tuvo que improvisar una respuesta: «Antes de crear al mundo… Dios amaba».
¿Cómo expresamos el amor a quienes nos rodean? Sin duda, son muchas las formas y han de adaptarse a las circunstancias de lugar, de tiempo, de tradiciones culturales y de situación de cada uno, pero quiero apuntar al menos tres:
1) La escucha serena, sin mirar el reloj ni el móvil: en palabras de la Madre Teresa de Calcuta, «estar con alguien, escucharle sin mirar el reloj y sin esperar resultados, nos enseña algo sobre el amor».
2) Pedir perdón y agradecer: es necesario en muchas circunstancias aprender a pedir perdón, a decir «lo siento, me equivoqué», «no lo haré más», y −como enseña el papa Francisco− exige también emplear muchas veces esas otras dos expresiones tan típicas del cariño: «gracias» y «por favor».
3) La sonrisa y la caricia: Los seres humanos llevamos el alma a flor de piel y una sonrisa o una caricia cambian nuestro día. Cuántas veces un malentendido, una discusión, un disgusto con aquella otra persona que queremos queda relegado al olvido simplemente con una caricia amable, con un beso. No hacen falta palabras; más bien sobran.
Debo terminar ya, pues me apura el tiempo concedido, y quiero hacerlo agradeciendo vuestra amable atención hacia mis palabras e invitando a todos −masterandos, profesores, amigos todos− a ser valientes y a atreverse a dar más abrazos, más besos, más caricias, más sonrisas, más escucha, más «gracias», más «perdón», más «por favor». Tened presente que la revolución de la ternura comienza siempre por los que tenemos más cerca.
Jaime Nubiola, en filosofiaparaelsigloxxi.wordpress.com.
[Graduación de la XVIII Promoción del Máster en Matrimonio y Familia, Universidad de Navarra, 14 de junio 2019]
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