Nuestra vida es nuestra biografía, nuestro entorno, nuestros amigos, nuestros padres y hermanos, nuestra mujer (o marido) y nuestros hijos…, y eso es exactamente lo que hay que rehacer…
Podría parecer este un artículo para tranquilizar a los padres, que bastante trabajo tenemos para educar a nuestros hijos. Ya dije en una entrada anterior (¿Se equivocó Dios?) que, si al mismo Creador la criatura le salió respondona, no vamos a ser menos los padres mortales.
Podría parecerlo, digo, porque voy a comenzar con una cita del segundo libro que me he leído de Mariolina Ceriotti Migliarese (este dedicado al varón: “Masculino, fuerza, eros, ternura”): “¡Ningún progenitor, ni siquiera el que sea objetivamente más limitado, puede seguir siendo culpable del fracaso de sus propios hijos más allá de una edad razonable!”. Si así fuera, añado yo, habríamos eliminado de un plumazo la noción de libertad y los hijos no serían más que un apéndice dependiente de la vida de sus padres.
Pero, no, el post no va encaminado a tranquilizar a los padres (¡que, por otra parte, ya se agradece!), sino a espolear a los hijos. E, hijos, lo somos todos. A renglón seguido, la autora citada escribe: “Y ningún hijo que tenga más de treinta años tendría que sentirse justificado de sus errores por haber tenido padres problemáticos”. En efecto, esto nos concierne a todos.
Al final, de lo que se trata es de agarrar las riendas de la propia vida y llevarla adonde uno quiere sin excusarse en las pretendidas culpas de los demás, en la sociedad, en las circunstancias. ¡Ser protagonista de la propia vida! Con todas las limitaciones que imponen las estructuras en que vivimos, naturalmente, pero con la determinación personal de encontrar el “modo propio” de existencia, mi estilo personal, que no puede descansar en los errores de los otros, sino en los míos propios, en mis errores y en mis aciertos.
La autora, neuropsiquiatra y psicoterapeuta, recomienda conocer las características personales, mis propios límites y el “material a disposición de cada uno” para construir la propia vida haciendo de todo ello algo original.
Este pensamiento me ha traído a la memoria una extendida expresión: ‘tengo que rehacer mi vida’. ¡Todos tenemos que rehacer nuestras vidas! La pregunta es: ¿con qué materiales vamos a hacerlo? ¿Con nuestros materiales o con los de otros?
Nuestra vida es nuestra biografía, nuestro entorno, nuestros amigos, nuestros padres y hermanos, nuestra mujer (o marido) y nuestros hijos…, y eso es exactamente lo que hay que rehacer. Se trata de re-construir, volver a edificar sobre los cimientos de nuestra propia trayectoria personal y con todos los ‘materiales’ de nuestra propia vida un edificio más fuerte, más alto y más bello, que perdure el tiempo de nuestra vida.
Rehacer la vida no consiste en deslocalizarse, saliendo de nuestra propia realidad para ir a ubicarnos en una vida que no es la nuestra, sino en agarrar con valentía todo lo que es nuestro, lo que nos concierne y compromete, apretarlo en nuestro corazón y volverlo a crear.
Con esa determinación, que no se agota en un instante, sino que se transforma en una decisión proyectiva, futuriza, elegimos una trayectoria y, para seguirla, disponemos de los talentos, virtudes y competencias que hemos sido capaces de desarrollar hasta ese mismo momento. Cuando uno tiene un pasado neblinoso, esos talentos parecen muy pocos y la determinación amenaza con quedarse en un mero brindis al sol.
Y, sin embargo, si esa determinación es sincera, nuestro pasado, aquel que pesaba sobre nuestras espaldas como una mochila cargada de piedras, recibe una nueva luz, un nuevo enfoque y perspectiva en función del futuro que hemos decidido en el presente.
En esta decisión sí emerge la libertad, una libertad que no se escuda en los demás, en el ambiente, en los traumas de la infancia, sino que es capaz de “rehacer” el pasado porque puede modelarlo y transformarlo, realzando y alumbrando lo que suma y atenuando lo que resta, incluso pidiendo ayuda a expertos, si es necesario, porque toda libertad bien fundada se apoya en la humildad.
Rehacer mi vida, sí, pero en mi propia vida, no en la de otro.