Me parece que sacar partido a las máquinas no consiste tanto en dominar todas sus potencialidades, sino en saber emplearlas inteligentemente para lo que necesitemos o queramos sin dedicarles una atención o un tiempo excesivos
Me gusta que las máquinas que utilizo −desde la pluma estilográfica hasta el móvil y el ordenador, pasando por el reloj de pulsera o la maquinilla de afeitar− sean eficientes, no se estropeen y cumplan bien su función. Pretendo que las máquinas no me exijan atención ni tiempo de entrenamiento o de mantenimiento. Aspiro a que su uso sea −al menos para mí− transparente, que no requiera pensar, ni tomar decisiones, sino que baste con usarlas bien, esto es, ajustándose a su finalidad. No soy un friki.
Sin embargo, de vez en cuando me encuentro con personas que, por así decir, me echan en cara que no saco partido a las máquinas de las que dispongo, pues cuentan con unas potencialidades supuestamente maravillosas que podrían llegar a cambiar mi calidad de vida. Exagero un poco, pero no mucho. En parte por la edad se me hace cada vez más difícil aprender cosas nuevas: por ejemplo, no sé manejarme con hojas de Excel y mucho menos imprimirlas, y cuando de tarde en tarde lo necesito lo que hago es pedir ayuda a algún colega más joven y más experto. ¡No me trae cuenta ponerme a aprender cosas que voy a utilizar solo dos veces al año!
Cuando me dicen eso de que no saco partido a las máquinas, me viene a la cabeza aquel chotis castizo que se admiraba del progreso y la velocidad de los aeroplanos y se preguntaba «¿Y qué haces tan temprano en Nueva York?». Por poner un ejemplo: más de una vez me he planteado incorporar a mis pautas de trabajo los programas de dictado que transforman automáticamente la voz en texto. En teoría esto me vendría muy bien y potenciaría mi trabajo como escritor, ya que toda mi vida he escrito con solo dos dedos sobre el teclado, pero cuando lo he probado he descubierto que escribir despacio y con dos dedos no es un freno, sino que simplemente ese es el ritmo que me ayuda a pensar: ¿para qué quiero yo un dictáfono si pienso más despacio de lo que hablo?
Me ha interesado el libro de Cal NewportDeep Work. Rules for Focused Success in a Distracted World (2016) que merece una lectura por parte de todos aquellos que encuentren dificultades para concentrarse durante horas en su trabajo, quizá por llevar un estilo de vida lleno de distracciones, de atención a entretenimientos y diversiones facilitados por las máquinas modernas. Newport es particularmente hostil a las redes sociales y lo comprendo.
Soy uno de los primeros que en mi Universidad tuvo cuenta de correo electrónico a finales de los ochenta del siglo pasado; aunque esté ahora en declive el correo electrónico sigue teniendo un papel muy relevante en el mundo académico. Dedico casi dos horas diarias al despacho de la correspondencia ordinaria con colegas, alumnos y amigos, y además destino tres o cuatro horas cada domingo para escribir sin prisas a quienes quiero. Esa es para mí una de las tareas más gozosas de la semana.
De modo semejante, soy uno de los primeros usuarios de Facebook en España y un gran admirador de su fundador Mark Zuckerberg que ha creado un imperio con más de 2.000 millones de usuarios activos, que se ha ensanchado enormemente tras la adquisición de Whatsapp e Instagram. Me gusta Facebook porque me permite un cierto contacto con personas a las que quiero y con muchas otras a las que no conozco, pero a las que puedo llegar −y quizás ayudar con mis textos− con poco esfuerzo o dedicación por mi parte. En cambio, cuando apareció Twitter enseguida pude comprobar que es algo que solo sirve para políticos, artistas y periodistas, pero no para profesores o escritores como yo.
Mis alumnos están ahora en Instagram y mi experiencia de dar a conocer mis posts allí es verdaderamente muy pobre. Me parece que después de un año de prueba −con la ayuda de una eficiente alumna− voy a darme de baja: es para personas que quieren lucirse o llamar la atención con sus fotos, pero me parece que no sirve para difundir ideas a través de textos.
Con todo esto lo que quiero decir es que vale la pena dar prioridad a las personas sobre las máquinas y los programas. Suele decirse que las máquinas nos separan de los que están cerca y nos acercan a los que están lejos. Esto es así si no ponemos cuidado en las personas que tenemos cerca. En esta vida lo único que en muchos casos podemos elegir es a qué prestamos realmente atención: personas, tareas, máquinas, distracciones. Cuántas personas con las que me cruzo −en particular estudiantes− no me ven porque están concentrados en la pantalla de su móvil. Cuántas personas que no hacen lo que quieren simplemente porque están ocupados en tareas que quizás incluso no les interesan, sino que simplemente son el peaje de la publicidad en las redes sociales.
Me parece que sacar partido a las máquinas no consiste tanto en dominar todas sus potencialidades, sino en saber emplearlas inteligentemente para lo que necesitemos o queramos sin dedicarles una atención o un tiempo excesivos. Me dicen que hay millones de aplicaciones para móviles, pero realmente, ¿las necesito? Mi último descubrimiento ha sido la aplicación llamada “Salud” que sin yo saberlo lleva tres años midiendo los pasos y kilómetros que camino cada día: me ha encantado. ¿Hay alguna otra que desconozco y que me haría la vida más fácil o más amable?
Pienso que los seres humanos lo que necesitamos no son tanto programas o aplicaciones, sino sobre todo querer y sentirnos queridos. Hay máquinas o programas que nos acercan a los demás y nos ayudan para expresarles nuestro cariño y para recibirlo de quienes nos quieren. Quizás esos artefactos podrían ser llamados más bien “máquinas de querer” y es solo a estos a los que realmente deberíamos sacar más partido.