¿Qué tiene que la muerte y resurrección de Cristo con la plenitud de la vida que tanto deseamos? ¿Es la muerte el único límite al progreso? ¿Por qué es tan decisiva la resurrección de Jesús? ¿En qué consiste un cielo nuevo y una tierra nueva?
Es posible que hayamos visto alguna película, leído algún libro o incluso jugado a algún videojuego en que aparezca el elixir de la vida. Con esta expresión, acuñada hace siglos, se trataba de describir la búsqueda por parte de los alquimistas de un medicamento, también llamado "panacea", que permitiera al ser humano vivir para siempre. En nuestra época, existe una corriente de pensamiento −llamada Transhumanismo− que constituye una versión actualizada de esta pretensión, y que se caracteriza por el seguimiento de tres grandes objetivos para la aparición de una humanidad perfecta: la súper longevidad, el súper conocimiento y el súper bienestar; en otras palabras, la búsqueda de una vida en plenitud.
¿Por qué, después de tantos siglos de progreso, buscamos todavía unos fines que siguen sin ser alcanzados? Es evidente que el hombre es un ser insatisfecho. Es alguien que, aunque consiga un nivel de vida y de felicidad que se pueda considerar satisfactorio, nunca se siente del todo satisfecho: quiere conocer siempre más, vivir cada vez mejor y hacerlo para siempre. Con el desarrollo científico y tecnológico, los conocimientos se han ampliado notablemente, y también la capacidad de evitar el dolor o de combatirlo. Sin embargo, antes o después, la existencia terrena se topa con un obstáculo que hasta el momento ningún ser humano ha conseguido saltar: la muerte.
Esta se presenta como algo profundamente injusto, como aquello que nunca debiera ocurrir. Y, sin embargo, si algo sabemos con seguridad en esta vida, es que un día moriremos. Nuestro ser está abierto a una perfección que queda truncada con la muerte. Por eso, los pueblos de todo tiempo y cultura han desarrollado modos de enfrentarse con aquello que trasciende esta vida, desplegando el sentido religioso que está anclado en la naturaleza humana. Las representaciones sobre la existencia de un más allá son variadas en el panorama religioso de la humanidad, y dan testimonio de ese deseo humano de infinito; a la vez que ninguna de ellas logra demostrar que es la única realmente verdadera.
En este vasto horizonte, el cristianismo irrumpe con una fuerza inusitada: afirma que ha habido un hombre que ha superado la muerte como límite; que, venciendo a la muerte, ha obtenido una vida que dura para siempre. Ese hombre es Jesucristo. Pero no se queda ahí, sino que además afirma que Jesús ha prometido, a quienes vivan de él y sigan su ejemplo, el poder participar de esa nueva existencia que vence a la muerte.
Ante la muerte de una persona querida, con frecuencia se escucha una frase como esta: «su desaparición constituye una pérdida». La muerte de un ser humano es injusta, pues cada uno es un ejemplar irrepetible, y por tanto su desaparición del mundo supone un auténtico empobrecimiento. Si esto es así para nosotros, se puede decir que la muerte de Cristo fue el acontecimiento más injusto de la historia, pues su vida, según nos ha llegado a través de los testimonios de su época, muestra una ejemplaridad fuera de lo común, que ha sido reconocida incluso por aquellos que tienen del cristianismo una opinión negativa.
Algunas piezas literarias describen esta búsqueda humana como el intento de volver a un paraíso perdido, como sugiere el título de la famosa obra de John Milton. Con ello hacen referencia a diversas tradiciones que hablan de una idílica época inicial de la humanidad, que fue quebrada por algún acontecimiento que hizo perder al hombre su inmortalidad y su bondad. La historia de algunos personajes de la mitología griega, como Aquiles, sugiere que el precio que el hombre ha de pagar para ser sí mismo y no un ser indiferenciado en el mundo divino es la aceptación de la propia mortalidad. En el pensamiento ilustrado, es frecuente encontrarse con la idea de que el ser humano, para poder ser él mismo, necesita emanciparse de su origen, de su dependencia de un Dios o de un entorno familiar que hasta entonces lo ha protegido. Valerse por sí mismo significa perder el miedo a enfrentarse a la muerte. Las promesas de vida después de la muerte serían, pues, una vuelta a los orígenes felices. Recuérdese que algunos clásicos literarios de muy diversas épocas, desde La odisea hasta El Señor de los anillos, se plantean como la vuelta del héroe a casa.
Se ha hablado previamente de la búsqueda de una existencia duradera, de un bienestar y de un conocimiento supremo. Pues bien, en realidad, la fe cristiana dice que exactamente eso era lo que el ser humano tenía en sus orígenes remotos, cuando fue creado por Dios en un estado de inocencia, que la doctrina de la Iglesia llama «justicia original»[1]: además de la amistad con Dios, el hombre gozaba de los dones de integridad, conocimiento, impasibilidad e inmortalidad. Fue el pecado, la desobediencia a Dios (cfr. Gn 3,6), lo que provocó la expulsión del paraíso, y por consiguiente la pérdida del acceso al árbol de la vida (cfr. Gn 3,22-24). La Biblia precisa en seguida que la historia primordial no concluye así, de modo trágico, sino que Dios mismo se ocupa de los humanos cubriendo su desnudez con unos vestidos improvisados (cfr. Gn 3,21), y prometiéndoles un futuro redentor (cfr. Gn 3,15). En efecto, Jesucristo, que se presenta como «el último Adán» (1Cor 15,45), nuevo inicio de la humanidad, permaneciendo a la vez en su condición divina, toma sobre sí la condición humana (cfr. Flp 2,5-11), con esos efectos de mortalidad, sufrimiento y exposición a la tentación, y realiza en su vida el proyecto de Dios, en plena obediencia al Padre hasta la entrega de su propia vida. Y gracias a ese acto supremo de amor, vence la muerte con su resurrección, reabriendo las puertas del paraíso a los hombres, que ahora pueden acceder de nuevo al árbol de la vida: los sacramentos, cuya fuente y cima es el alimento eucarístico[2]. En Él, de alguna manera, el Cielo de Dios, el Paraíso, se une a la tierra que habitamos, mientras esperamos su prometida manifestación gloriosa al final de los tiempos[3].
La fe cristiana habla, por tanto, de un más allá que se hace presente en nuestro más acá, de un Cielo que, siendo promesa de algo completamente nuevo, no asimilable a las categorías espacio temporales de nuestro mundo, a la vez será algo que responde a un deseo profundamente arraigado en nuestro ser. Es verdad que Jesús, después de su resurrección, ascendió a los Cielos, desde donde volverá; esos mismos Cielos que acogieron a María, que fue concebida sin pecado y por tanto participa de modo eminente del misterio de su Hijo; pero es también cierto, que esos Cielos no son otra cosa que el misterio de Dios que, a la vez que es trascendente a este mundo, está por completo dentro de él, de modo que, paradójicamente, ahora Jesús se encuentra más cerca de nosotros que cuando recorría los caminos de Palestina[4].
Con su resurrección y su promesa, Jesús ha introducido en el mundo de nuestra experiencia, muchas veces negativa por estar marcada por las consecuencias del pecado en nuestras vidas (ignorancia, dolor, muerte, etc.), una esperanza nueva, real, pues la existencia y resurrección de Jesús se han dado en nuestra historia y, a la vez, de algún modo la superan, porque la abren a lo que está más allá de ella, en la otra parte de la historia. Esa esperanza es creíble porque Jesús ha dado su vida, y no hay nada más creíble en este mundo que el ejemplo, que siendo de santidad −es decir, de caridad−, es simplemente incontestable. «Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Por eso, el martirio, desde los inicios del cristianismo hasta hoy, constituye la mayor muestra de la credibilidad y veracidad de una fe por la que se es capaz de dar la vida.
De este modo, se entiende que la vida eterna prometida por Jesús, de una parte ya ha comenzado en este mundo para el que cree y, a la vez, recibirá una plenitud transfiguradora que no podemos todavía soñar. «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman» (1Cor 2,9). Si la imaginamos con las categorías de este mundo, nos podría entrar la sospecha del aburrimiento de una vida que consistiría en «un continuo sucederse de días del calendario»[5]. Pero no se trata de un reduplicado de esta vida si no, más bien, de un don sorprendente, por el que vale la pena dejarse la vida, pues amamos y nos fiamos de quien dice que nos hará felices: «Muy bien, siervo bueno y fiel, […] entra en la alegría de tu Señor» (Mt 25,21.23). Cuando dos personas forman un proyecto común de vida, se dicen mutuamente que se harán felices, no porque piensen que la otra persona será un medio para alcanzar la felicidad, sino porque ocuparse de su felicidad será lo que les haga felices. Ciertamente, Dios es ya feliz en cuanto comunión trinitaria de Personas; pero, a la vez, quiere hacernos participar de su felicidad de la que, ya esta existencia terrena, vivida por amor, es un anticipo. Por eso, decía san Agustín que «amando al prójimo purgas el ojo para ver a Dios»[6].
Ver a Dios requiere seguir siendo criaturas de alma y cuerpo, y por tanto, que haya una resurrección final, que consiste en que, siendo Dios creador de todo, también la materia, el cosmos y nuestros cuerpos, transfigurados, puedan participar de la gloria divina, como de hecho participa ya la humanidad de Jesucristo, que existe para siempre en Dios. Se trata de algo muy importante para una correcta interpretación de las implicaciones del cristianismo en la sociedad, en la historia y en la cultura: el «cielo nuevo y la tierra nueva» (Ap 21,1) no serán algo completamente diferente, sino que, de alguna manera, el empeño por construir un mundo mejor acompañará al hombre en la eternidad.
Por tanto, el hombre es padre de sí mismo[7], pues sus decisiones le configuran, y eso quiere decir que se construye la eternidad con su actuar en este mundo, pues sus acciones le conforman. Por eso, resucitará no solo un cuerpo en un sentido puramente material, sino todo su ser con el bagaje de toda su historia[8]. De ahí que resulte tan certera la invitación a «vivir cada instante con vibración de eternidad»[9].
Ninguna otra doctrina como la de la resurrección suscitó las ironías de los paganos en los primeros siglos, como ya le ocurriera a san Pablo: «te escucharemos sobre eso en otra ocasión»; «las muchas letras te han hecho perder el juicio» (Hch 17,32; 26,24). Sin embargo, el dualismo entre materia y espíritu, que caracterizaba la cosmovisión griega, no ofrecía perspectivas de salvación de la dimensión material, considerada como fuente del mal. Tampoco las teorías, antiguas y nuevas, que prometen una reencarnación satisfacen, pues aunque parecen valorar la necesidad de que la materia esté presente en el destino del hombre, no parecen respetar la identidad real del hombre en la indisoluble unión de cuerpo y alma.
Mirando a Cristo se puede comprender que es razonable la promesa de la resurrección, si bien no está en la mano del Hombre alcanzarla, pues se trata de un puro don. Por eso, el cristianismo es una propuesta de sentido que, sin resolver del todo en esta vida los enigmas que rodean la existencia, ofrece una esperanza razonable de una vida imperecedera, por la que vale la pena seguir a Jesucristo y dar la vida por él.
Santiago Sanz
Fuente: opusdei.org.
[1] Cfr. San Juan Pablo II, El pecado del hombre y el estado de justicia original, Audiencia general, 3-IX-1986.
[2] Cfr. J. Ratzinger, Escatología. La muerte y la vida eterna, Herder, Barcelona 1992, p. 150.
[3] Cfr. S. Hahn, La cena del Cordero. La Misa, el cielo en la tierra, Rialp, Madrid 2016.
[4] Cfr. J. Ratzinger / Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, Encuentro, Madrid 2011, pp. 323-339.
[5] Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, 30-XI-2007, n. 12.
[6] San Agustín, In Evangelium Ioannis Tractatus, 17,8.
[7] Cfr. San Gregorio de Nisa, De vita Moysis, 2,3.
[8] Cfr. R. Guardini, El tránsito a la eternidad, PPC, Madrid 2003.
[9] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 239.
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