Quizás muchos franceses sentían oscuramente Notre Dame como un último, tenue vínculo con lo sagrado. Aunque no recen, aunque crean no creer, les reconfortaba saber que, en la penumbra del transepto, la Virgen gótica seguía velando sobre la ciudad
La caída entre llamas de la aguja de Notre Dame era una metáfora del hundimiento del cristianismo en Francia, por no decir en toda Europa. Para que la metáfora fuese perfecta, habríamos necesitado una caída ralentizada, pues así se ha producido el desplome de la fe: una sangría lenta del porcentaje de creyentes desde mediados de los 60, hasta llegar a una situación en la que sólo el 4.5% de los franceses practica con cierta regularidad el catolicismo, mientras el 63% se declaran “sin religión”, y en la que el Islam es ya probablemente la confesión más numerosa. En la muy secularizada capital −¿han leído a Houellebecq?− los porcentajes deben ser aún más desoladores. El obispo Sully ordenó en 1163 la construcción del edificio para honrar a la Virgen, no para engrosar las listas de patrimonio cultural de la UNESCO o enmarcar los selfies de turistas japoneses (tampoco para ser símbolo de la identidad francesa, en una época en que los europeos se identificaban por su religión, no por su nación). Muy pocos parisinos comparten ya la fe que inspiró a sus antepasados esa prodigiosa oración en piedra. Los franceses actuales creen en el cambio climático y la brecha de género, y lo que son capaces de construir es el infernal Centro Pompidou o el Arco de La Défense, imponente pero desalmado.
Y, sin embargo, la pesadumbre y el vértigo de los que lloraron en la tarde del lunes eran sinceros. Iba más allá del valor simbólico de uno de los iconos de París, o del hecho de que Notre Dame fuese un tesoro artístico. La orfandad de tantos ante la catedral en llamas no se explica solo por el amor al arte o el apego sentimental a un paisaje urbano. Quizás muchos franceses sentían oscuramente Notre Dame como un último, tenue vínculo con lo sagrado. Aunque no recen, aunque crean no creer, les reconfortaba saber que, en la penumbra del transepto, la Virgen gótica seguía velando sobre la ciudad, como en los últimos 800 años. Han descubierto que todavía la necesitaban cuando han creído perderla.
El amor laico a Notre Dame se intenta racionalizar como “apego a las raíces cristianas de Europa”. Hablar de “raíces” es una forma de admitir que ya no somos cristianos: que la fe es nuestro pasado, no nuestro presente. Un abismo nos separa del obispo Sully y los constructores de catedrales: ellos se estimaban creados a imagen y semejanza de Dios, y creían que este Dios les juzgaría después de la muerte; nosotros creemos ser un producto fortuito de la química del carbono, y que la realidad se apagará en un fundido en negro eterno dentro de pocas décadas, cuando nos llegue la hora, y que Cronos devorará para siempre todo lo que amamos. No se ve por qué tendríamos que valorar como “nuestras raíces” las ideas pre-científicas de unos medievales supersticiosos e ignorantes. En el discurso de las “raíces cristianas” hay algo de patético y contradictorio (sobre todo cuando, como casi siempre, brota de bocas ateas). Resultaba más consecuente la actitud arrogante de los ilustrados dieciochescos que inventaron la Edad Media tenebrosa y consideraron bárbara la arquitectura gótica, hasta el punto de plantear propuestas de demolición de Notre Dame, o bien de transformarla en templo de la Razón (como se hizo durante unos meses en 1793-94).
Francisco García Alonso me ha sugerido un posible paralelismo con el libro de Ezequiel: la gloria del Señor abandonó el templo de Jerusalén porque los israelitas ya no le adoraban y se habían entregado a la idolatría (“Hijo de hombre, ¿ves las grandes abominaciones que la casa de Israel comete aquí para alejarme de mi santuario?”, Ez 8, 6). El lunes por la tarde algunos tuvimos la impresión de que el Señor abandonaba una ciudad donde ya nadie cree en Él. Sin embargo, inesperadamente, los puentes y quais se llenaron de parisinos. Y no tomaban selfies del momento histórico: lloraban, y rezaban, quizás por primera vez en mucho tiempo. Y diez bomberos se jugaron la vida trepando a las torres para evitar que se propagase a ellas el fuego y se hundiese toda la estructura. Y, cuando por fin entraron en la nave, la cruz dorada les saludó triunfante. Y la Virgen gótica seguía esbozando su ambigua sonrisa desde el pilar junto al que se convirtió Paul Claudel el día de Navidad de 1885, ya en pleno ascenso del positivismo y el materialismo. Todavía estamos a tiempo.