Isabel Sánchez Serrano, Secretaria central de la Asesoría del Opus Dei, el organismo formado por mujeres que ayuda al prelado en el gobierno pastoral de la prelatura, valora en este artículo la vida y el mensaje de la próxima beata
“El Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados”. Nos lo dice el Papa Francisco en la exhortación apostólica Gaudete et exsultate y… ¡no acabamos de creerlo! Algo en nuestro interior susurra que la frase encierra un truco, que se nos da gato por liebre: nuestra libertad fresca y abierta, por un libertad encarrilada y menor de edad; nuestro deseo de felicidad viva y con pulso, a cambio de una felicidad atrofiada, “celestial” y lejana. Surge el miedo ante un Dios que reclama y la duda de aspirar a la felicidad tan alta: apetecen más los sucedáneos.
Y de repente… ¡Guadalupe!: topamos con la historia de una mujer −carne y hueso− que brinda con Dios por la vida, riéndose a carcajadas. Y en su copa, de todo: grandes sueños, amistades recias, amores limpios, proyectos y éxitos profesionales, enfermedades, dolores, traspiés, pérdidas y ganancias. Todo ofrecido a Dios; todo vivido con Él y por Él. Todo metabolizado hasta convertirse en paz y alegría contagiosas, en amor desbordante, en luz que da luz.
El Espíritu Santo ha querido que esta fiel del Opus Dei, una mujer corriente, pionera en su época aun sin ser llamativa, vaya a ser elevada a los altares. En este primer cuarto del siglo XXI, tan repleto de incertidumbres y amenazas, la Iglesia nos propone como ejemplo, como intercesora y como amiga a una “repartidora de felicidad”. Guadalupe Ortiz de Landázuri es una santa de esas inadvertidas, llamadas a cambiar el curso de la historia, empezando quizá por la nuestra personal, si nos dejamos interpelar por su modo de transitar por este mundo −al que amó apasionadamente− y de desear el Cielo.
Es probable que, a estas alturas, los lectores estén lo suficientemente familiarizados con la biografía de la nueva beata como para comprender que su día a día rebosa de una felicidad brillante, aunque no falten los tonos oscuros del sufrimiento y el dolor.
Desde que Guadalupe descubre su vocación y decide entregar su vida por completo a Dios, cada jornada trasluce una alegría y un abandono que llaman nuestra atención, pues constatamos un extraño fenómeno físico: lo que en la vida normal pesa y tira para abajo (todo ese amasijo de frustraciones, injusticias, expectativas incumplidas, traspiés) a ella la eleva hacia Dios y la lleva a superarse.
En sus cartas a san Josemaría dejó constancia de pequeñas batallas perdidas, del pinchazo de las dificultades, de obstáculos en apariencia insuperables, el desorden, su propia limitación, la falta de recursos económicos durante la posguerra… Reconoce esas complicaciones, pero no se deja implicar ni complicar. Simplemente reza, pone medios para acometer lo que está a su alcance y resuelve con un habitual: “¡y tan contenta!” (Cartas a San Josemaría, del 28 de julio de 1946 y 19 de enero de 1947).
Y es lógico que nos preguntemos, un tanto abrumados: ¿es que para los santos no funciona la “ley de la gravedad”? Claro que sí. Todos ellos han sufrido, se han esforzado, se han desanimado y cansado, pueden haber caído, pero siempre se han levantado gracias al reconocimiento de una fuerza mucho mayor: la de saberse hijos amados de Dios. “En esta constancia para seguir adelante día a día −dice el Papa Francisco−, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad “de la puerta de al lado”, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios”. Guadalupe encarna bien esta nota. Sabe recomenzar y seguir adelante con una amplia sonrisa, porque el soporte de su dignidad es el reconocimiento de su identidad más íntima: hija de Dios. Él es su motor y su fin. Quien le daba una fuerte seguridad y firmeza interior, aunque ella se sintiera “una calamidad”.
Guadalupe no sólo ve y trata a Dios en sí misma, sino que sabe descubrirlo en los demás. Mirarlos como hijos de Dios la lleva a amarlos por encima de cualquier diferencia, de cualquier deficiencia, de cualquier error o rencor... Así la encontramos en México. Corren los años cincuenta y Guadalupe derrocha interés y cariño hacia estudiantes universitarias, señoras casadas, mujeres campesinas y empleados. Sabe aprender y sabe aportar. Un día le anuncian que una joven de origen español desea conocerla. Guadalupe se dispone a atenderla, diligente; pero cuando le dicen el nombre, se paraliza. Se trata de Ernestina de Champourcin, poeta exiliada, esposa de uno de los responsables de la muerte de su padre. Guadalupe titubea unos segundos y decide pasar por el oratorio de su casa: delante del Sagrario reconoce que aquella es también hija de Dios y eso le basta. Baja las escaleras con garbo y recibe a la poeta con gran amabilidad. Fue ese el comienzo de una sólida amistad que supo traspasar la barrera del perdón. Dios “tiraba” de Guadalupe hacia arriba, dilatándole el corazón y así las dificultades no la enredaban. Sonreía e iba hacia adelante, colocando las cosas en su lugar.
La futura beata había estudiado Químicas en la Universidad. No era una mujer que se conformara con un “ir tirando”, y sabía encontrar los huecos para aprender algo más. Tenía proyectos, sueños e ilusiones. Eran muchos y variados, pero no exclusivamente suyos, sino compartidos con Dios, a quien quería seguir y servir. Su posición en la vida era, ante todo, la de un apóstol y por eso, no retenía esos planes para sí con la fruición de un avaro, ni fundamentaba en ellos su seguridad personal. La fuerza vertical que la llevaba hacia arriba, arrastraba todas las facetas de su vida. Con el mismo gozo compartía entre sus amigos y familiares un producto resultado de su investigación en materiales aislantes y reflectantes, como las últimas noticias de los logros de las campesinas con las que trabajaba en México, pues estaba convencida de que la verdadera grandeza de una vida se mide por hacer en cada instante aquello a lo que Dios llama: entender y practicar la caridad en cada instante. Lo demás, éxitos y fracasos, estar aquí o ir para allá, es secundario. Lo importante es ir de sí en sí, hasta el final. Por eso, pudo anotar cuando se agravó su enfermedad: “Acepto la muerte, la vida, como sea. Alegre, si voy a Ti pronto, pero aceptando todo, quedándome para servir… como Tú quieras” (Testimonio de María Angustias Burgos, Testimoniales).
Guadalupe fue una mujer seducida por Dios, como tantos santos y profetas. Por seguir al Señor, acabó con un corazón rebosante de amores, con una alegría chispeante y con muchos sueños prendidos en las almas de los de su alrededor. Todo empezó un domingo de marzo de 1944, en una iglesia en Madrid. Durante la Misa, comenzó a fantasear con su futura posible boda en aquel lugar. Se imaginó a sí misma recorriendo el pasillo, vestida de novia, acercándose al altar. Y en esa ensoñación se encontraba cuando sintió que Dios le pedía algo más. Salió del lugar queriendo charlar con algún sacerdote. Se encontró con un amigo que le habló de Josemaría Escrivá de Balaguer, al que pronto conoció. En ese encuentro, decía ella misma, “se le cayeron las escamas de los ojos” y comenzó a soñar los sueños de Dios. Se dio cuenta de que el Señor le pedía “algo más” para darle “mucho más”: pidiéndole el corazón por completo como Numeraria del Opus Dei, había iluminado su vida, llenándola de sentido y de fecundidad (Cfr. Fernando Ocáriz, “Luz para ver, fuerza para querer”, ABC) ¡Tenía ahora una misión!
Hay que reconocer que los sueños de Dios no dejan de sorprender. Los nuestros, incluso los más ambiciosos, no son capaces de crear esas complejas tramas de personas y eventos de los que Dios se sirve tantas veces para hacer milagros en el día a día. Dios se sirvió de san Josemaría para que muchas personas le encontraran en su vida ordinaria, en su trabajo, en su familia. Entre ellas estaba Guadalupe, quien, a su vez, a ayudó a otras muchas a soñar con Dios. Y no sólo a sus amigos, parientes y vecinos, sino a nosotros mismos hoy. Decía el Papa Benedicto XVI al comienzo de su Pontificado que “podemos decir que estamos rodeados, guiados y conducidos por los amigos de Dios. La muchedumbre de los santos me protege, me sostiene y me conduce”.
A Guadalupe Ortiz de Landázuri, cristiana valiente y audaz, dedicamos hoy un brindis para que su beatificación nos dé luz para descubrir que cada uno somos un sueño de Dios y fuerza para aceptar sin reparos la oferta que el Señor nos hace: a una vida plena y a una gran felicidad. Gaudete et exsultate!
Isabel Sánchez Serrano
Fuente: opusdei.org.
[Publicado originariamente en Mundo Cristiano Un brindis por Guadalupe (artículo del Especial Mujer, química y en los altares)].
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