La Semana Santa es el centro del año litúrgico: revivimos en estos días los momentos decisivos de nuestra redención. La Iglesia nos lleva de la mano, con su sabiduría y su creatividad, del Domingo de Ramos a la Cruz y a la Resurrección
En el corazón del año litúrgico late el Misterio pascual, el Triduo del Señor crucificado, muerto y resucitado. Toda la historia de la salvación gira en torno a estos días santos, que pasaron desapercibidos para la mayor parte de los hombres, y que ahora la Iglesia celebra «desde donde sale el sol hasta el ocaso»[1]. Todo el año litúrgico, compendio de la historia de Dios con los hombres, surge de la memoria que la Iglesia conserva de la hora de Jesús: cuando, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin»[2].
La Iglesia despliega en estos días su sabiduría maternal para meternos en los momentos decisivos de nuestra redención: a poco que no ofrezcamos resistencia, nos vemos arrastrados por el recogimiento con que la liturgia de la Semana Santa nos introduce en la Pasión; la unción con la que nos mueve a velar junto al Señor; el estallido de gozo que mana de la Vigilia de la Resurrección. Muchos de los ritos que vivimos estos días echan sus raíces en muy antiguas tradiciones; su fuerza está aquilatada por la piedad de los cristianos y por la fe de los santos de dos milenios.
El Domingo de Ramos es como el pórtico que precede y dispone al Triduo pascual:«este umbral de la Semana Santa, tan próximo ya el momento en el que se consumó sobre el Calvario la Redención de la humanidad entera, me parece un tiempo particularmente apropiado para que tú y yo consideremos por qué caminos nos ha salvado Jesús Señor Nuestro; para que contemplemos ese amor suyo −verdaderamente inefable− a unas pobres criaturas, formadas con barro de la tierra»[3]
Cuando los primeros fieles escuchaban la proclamación litúrgica de los relatos evangélicos de la Pasión y la homilía que pronunciaba el obispo, se sabían en una situación bien distinta de la de quien asiste a una mera representación: «para sus corazones piadosos, no había diferencia entre escuchar lo que se había proclamado y ver lo que había sucedido»[4]. En los relatos de la Pasión, la entrada de Jesús en Jerusalén es como la presentación oficial que el Señor hace de sí mismo como el Mesías deseado y esperado, fuera del cual no hay salvación. Su gesto es el del Rey salvador que viene a su casa. De entre los suyos, unos no lo recibieron, pero otros sí, aclamándole como el Bendito que viene en nombre del Señor[5].
El Señor, siempre presente y operante en la Iglesia, actualiza en la liturgia, año tras año, esta solemne entrada en el «Domingo de Ramos en la Pasión del Señor», como lo llama el Misal. Su mismo nombre insinúa una duplicidad de elementos: triunfales unos, dolorosos otros. «En este día −se lee en la rúbrica− la Iglesia recuerda la entrada de Cristo, el Señor, en Jerusalén para consumar su Misterio pascual»[6]. Su llegada está rodeada de aclamaciones y vítores de júbilo, aunque las muchedumbres no saben entonces hacia dónde se dirige realmente Jesús, y se toparán con el escándalo de la Cruz. Nosotros, sin embargo, en el tiempo de la Iglesia, sí que sabemos cuál es la dirección de los pasos del Señor: Él entra en Jerusalén «para consumar su misterio pascual». Por eso, para el cristiano que aclama a Jesús como Mesías en la procesión del domingo de Ramos, no es una sorpresa encontrarse, sin solución de continuidad, con la vertiente dolorosa de los padecimientos del Señor.
Es ilustrativo el modo en que la liturgia nos traduce este juego de tinieblas y de luz en el designio divino: el Domingo de Ramos no reúne dos celebraciones cerradas, yuxtapuestas. El rito de entrada de la Misa no es otro que la procesión misma, y esta desemboca directamente en la colecta de la Misa. «Dios todopoderoso y eterno, tú quisiste −nos dirigimos al Padre− que nuestro Salvador se hiciese hombre y muriese en la cruz»[7]: aquí todo habla ya de lo que va a suceder en los días siguientes.
El Triduo pascual comienza con la Misa vespertina de la Cena del Señor. El Jueves Santo se encuentra entre la Cuaresma que termina y el Triduo que comienza. El hilo conductor de toda la celebración de este día, la luz que lo envuelve todo, es el Misterio pascual de Cristo, el corazón mismo del acontecimiento que se actualiza en los signos sacramentales.
La acción sagrada se centra en aquella Cena en que Jesús, antes de entregarse a la muerte, confió a la Iglesia el testamento de su amor, el Sacrificio de la Alianza eterna[8].
«Mientras instituía la Eucaristía, como memorial perenne de Él y de su Pascua, puso simbólicamente este acto supremo de la Revelación a la luz de la misericordia. En este mismo horizonte de la misericordia, Jesús vivió su pasión y muerte, consciente del gran misterio del amor de Dios que se habría de cumplir en la cruz»[9]. La liturgia nos introduce de un modo vivo y actual en ese misterio de la entrega de Jesús por nuestra salvación. «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente»[10]. El fiat del Señor que da origen a nuestra salvación se hace presente en la celebración de la Iglesia; por eso la Colecta no vacila en incluirnos, en presente, en la Última Cena: «Sacratissimam, Deus, frequentantibus Cenam…», dice el latín, con su habitual capacidad de síntesis; «nos has convocado hoy para celebrar aquella misma memorable Cena»[11].
Este es «el día santo en que nuestro Señor Jesucristo fue entregado por nosotros»[12]. Las palabras de Jesús, «me voy, y vuelvo a vosotros y os conviene que me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros»[13] nos introducen en el misterioso vaivén entre ausencia y presencia del Señor que preside todo el Triduo pascual y, desde él, toda la vida de la Iglesia. Por eso, ni el Jueves Santo, ni los días que lo siguen, son sin más jornadas de tristeza o de luto: ver así el Triduo sacro equivaldría a retroceder a la situación de los discípulos, anterior a la Resurrección. «La alegría del Jueves Santo arranca de ahí: de comprender que el Creador se ha desbordado en cariño por sus criaturas»[14]. Para perpetuar en el mundo este cariño infinito que se concentra en su Pascua, en su tránsito de este mundo al Padre, Jesús se nos entrega del todo, con su Cuerpo y su Sangre, en un nuevo memorial: el pan y el vino, que se convierten en «pan de vida» y «bebida de salvación»[15]. El Señor ordena que, en adelante, se haga lo mismo que acaba de hacer, en conmemoración suya[16], y nace así la Pascua de la Iglesia, la Eucaristía.
Hay dos momentos de la celebración que resultan muy elocuentes, si los vemos en su mutua relación: el lavatorio de los pies y la reserva del Santísimo Sacramento. El lavatorio de los pies a los Doce anuncia, pocas horas antes de la crucifixión, el amor más grande: «el de dar uno la vida por sus amigos»[17]. La liturgia revive este gesto, que desarmó a los apóstoles, en la proclamación del Evangelio y en la posibilidad de realizar la ablución de los pies de algunos fieles. Al concluir la Misa, la procesión para la reserva del Santísimo Sacramento y la adoración de los fieles revela la respuesta amorosa de la Iglesia a aquel inclinarse humilde del Señor sobre los pies de los Apóstoles. Ese tiempo de oración silenciosa, que se adentra en la noche, invita a rememorar la oración sacerdotal de Jesús en el Cenáculo[18].
La liturgia del Viernes Santo comienza con la postración de los sacerdotes, en lugar del acostumbrado beso inicial. Es un gesto de especial veneración al altar, que se halla desnudo, exento de todo, evocando al Crucificado en la hora de la Pasión. Rompe el silencio una tierna oración en que el celebrante apela a las misericordias de Dios −«Reminiscere miserationum tuarum, Domine»− y pide al Padre la protección eterna que el Hijo nos ha ganado con su sangre, es decir, dando su vida por nosotros[19].
Una antigua tradición reserva para este día la proclamación de la Pasión según san Juan como momento culminante de la liturgia de la Palabra. En este relato evangélico se alza la impresionante majestad de Cristo que «se entrega a la muerte con la plena libertad del Amor»[20]. El Señor responde con valentía a los que vienen a prenderle: «cuando les dijo “Yo soy”, se echaron hacia atrás y cayeron en tierra»[21]. Más adelante le oímos responder a Pilato: «mi reino no es de este mundo»[22], y por eso su guardia no lucha para liberarle. «Consummatum est»[23]: el Señor apura hasta el final la fidelidad a su Padre, y así vence al mundo[24].
Tras la proclamación de la Pasión y la oración universal, la liturgia dirige su atención hacia el Lignum Crucis, el árbol de la Cruz: el glorioso instrumento de la redención humana. La adoración de la santa Cruz es un gesto de fe y una proclamación de la victoria de Jesús sobre el demonio, el pecado y la muerte. Con Él, vencemos nosotros los cristianos, porque «esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe»[25].
La Iglesia envuelve a la Cruz de honor y reverencia: el obispo se acerca a besarla sin casulla y sin anillo[26]; tras él, sigue la adoración de los fieles, mientras los cantos celebran su carácter victorioso: «adoramos tu Cruz, Señor, y alabamos y glorificamos tu santa Resurrección. Por el madero ha venido la alegría al mundo»[27] Es una misteriosa conjunción de muerte y de vida en la que Dios quiere que nos sumerjamos: «unas veces renovamos el gozoso impulso que llevó al Señor a Jerusalén. Otras, el dolor de la agonía que concluyó en el Calvario... O la gloria de su triunfo sobre la muerte y el pecado. Pero, ¡siempre!, el amor −gozoso, doloroso, glorioso− del Corazón de Jesucristo»[28].
Un texto anónimo de la antigüedad cristiana recoge, como condensado, el misterio que la Iglesia conmemora el Sábado Santo: el descenso de Cristo a los infiernos. «¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey duerme. La tierra está temerosa y sobrecogida, porque Dios se ha dormido en la carne y ha despertado a los que dormían desde antiguo»[29]. Como vemos descansar a Dios en el Génesis al final de su obra creadora, el Señor descansa ahora de su fatiga redentora Y es que la Pascua, que está por despuntar definitivamente en el mundo, es «la fiesta de la nueva creación»[30]: al Señor le ha costado la vida devolvernos a la Vida.
«Dentro de un poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver»[31]: así decía el Señor a los Apóstoles en la víspera de su Pasión. Mientras esperamos su regreso, meditamos en su descenso a las tinieblas de la muerte, en las que estaban todavía sumergidos aquellos justos de la antigua Alianza Cristo, portando en su mano el signo liberador de la Cruz, pone fin a su sueño y los introduce en la luz del nuevo Reino: «Despierta, tú que duermes, pues no te creé para que permanezcas cautivo en el abismo»[32]. Desde las abadías carolingias del siglo VIII, se propagará por Europa la conmemoración de este gran Sábado: el día de la espera de la Resurrección, intensamente vivida por la Madre de Jesús, de donde proviene la devoción de la Iglesia a santa María los sábados; ahora, más que nunca, Ella es la stella matutina[33], la estrella de la mañana que anuncia la llegada del Señor: el Lucifer matutinus[34], el sol que viene de lo alto, oriens ex alto[35].
En la noche de este gran Sábado, la Iglesia se reúne en la más solemne de sus vigilias para celebrar la Resurrección del Esposo, incluso hasta las primeras horas del alba. Esta celebración es el núcleo fundamental de la liturgia cristiana a lo largo de todo el año. Una gran variedad de elementos simbólicos expresan el paso de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida nueva en la Resurrección del Señor: el fuego, el cirio, el agua, el incienso, la música y las campanas…
La luz del cirio es signo de Cristo, luz del mundo, que irradia y lo inunda todo; el fuego es el Espíritu Santo, encendido por Cristo en los corazones de los fieles; el agua significa el paso hacia la vida nueva en Cristo, fuente de vida; el alleluia pascual es el himno de los peregrinos en camino hacia la Jerusalén del cielo; el pan y del vino de la Eucaristía son prenda del banquete escatológico con el Resucitado. Mientras participamos en la Vigilia pascual, reconocemos con la mirada de la fe que la asamblea santa es la comunidad del Resucitado; que el tiempo es un tiempo nuevo, abierto al hoy definitivo de Cristo glorioso: «haec est dies, quam fecit Dominus»[36], este es el día nuevo que ha inaugurado el Señor, el día «que no conoce ocaso»[37].
Felix María Arocena
Fuente: opusdei.org.
[1] Misal Romano, Plegaria Eucarística III.
[2] Jn 13, 1.
[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 110.
[4] San León Magno, Sermo de Passione Domini 52, 1 (CCL 138, 307).
[5] Cfr. Mt 21, 9.
[6] Misal Romano, Domingo de Ramos en la Pasión del Señor, n. 1.
[7] Misal Romano, Domingo de Ramos en la Pasión del Señor, Colecta.
[8] Cfr. Misal Romano, Misa vespertina de la Cena del Señor, Jueves Santo, Colecta.
[9] Francisco, Bula Misericordiae Vultus, 11-IV-2015, n. 7.
[10] Jn 10, 17-18.
[11] Misal Romano, Misa vespertina de la Cena del Señor, Jueves Santo, Colecta.
[12] Misal Romano, Misa vespertina de la Cena del Señor, Jueves Santo, Communicantes propio.
[13] Jn 14, 28; Jn 16, 7.
[14] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 84.
[15] Misal Romano, ofertorio.
[16] Cfr. 1 Cor 11, 23-25.
[17] Cfr. Jn 15, 13.
[18] Cfr. Jn 17.
[19] Cfr. Misal Romano, Celebración de la Pasión del Señor, Viernes Santo, oración inicial.
[20] San Josemaría, Via Crucis, X estación.
[21] Jn 18, 6.
[22] Jn 18, 36.
[23] Jn 19, 30.
[24] Cfr. Jn 16, 33.
[25] 1 Jn 5, 4.
[26] Cfr. Ceremonial de los obispos, nn. 315. 322.
[27] Misal Romano, Celebración de la Pasión del Señor, Viernes Santo, n. 20.
[28] San Josemaría, Via Crucis, 14, 3.
[29] Homilía sobre el grande y santo Sábado (PG 43, 439).
[30] Benedicto XVI, Homilía en la Vigilia Pascual, 7-IV-2012.
[31] Jn 16, 16.
[32] Homilía sobre el grande y santo Sábado (PG 43, 462).
[33] Letanía Lauretana (cfr. Si 50, 6).
[34] Misal Romano, Vigilia Pascual, Pregón Pascual.
[35] Liturgia de las Horas, Himno Benedictus (Lc 1, 78).
[36] Sal 117 (118), 24.
[37] Cfr. Misal Romano, Vigilia Pascual, Pregón Pascual.
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