La felicidad es como el sueño en una noche de insomnio: cuando más nos empeñamos en aprehenderla más esquiva se nos hace; solo cuando nos olvidamos de ella, vuelve a nosotros
Hace unos años publiqué un libro breve bajo el título “A las alfombras felices no les gusta volar”. Quería ser una sencilla respuesta a los clásicos y autorreferenciales libros de autoayuda, muchos de los cuales defienden una filosofía de vida centrada en uno mismo e invitan a pensar que la felicidad consiste en ir apartando de tu vida todo aquello que impide tu propia expresión personal. Y, desde esta perspectiva, hay muchos factores a purgar: un marido o mujer que ya no aporta, unos hijos que robarán tiempo, los amigos pesados, los aspectos rutinarios del trabajo, un ser dependiente que molesta y mil ataduras más que no nos dejan volar a nuestro libre albedrío.
Por eso, el subtítulo del libro era: “un libro de autoayuda a los demás” y la conclusión, una poco original y antigua verdad que fue revelada hace ya más de veinte siglos: hay más alegría en dar que en recibir.
En los últimos días se han publicado también diversas entrevistas a sus autores, que se rebelan contra la filosofía de algunos gurús del crecimiento personal y de la sonrisa fácil y artificial, conseguida a fuerza de ponerse unas anteojeras que oculten la realidad y nos orienten siempre hacia el mismo objetivo: nosotros mismos.
Describen al consumidor de este estilo de vida como “un individuo excesivamente centrado en sí mismo, obsesionado por su vida emocional, por la mejora de sí mismo, por la adquisición de productos de tipo emocional que le ayuden a controlarse mejor, que le ayuden a descubrir su pretendida autenticidad… Un ser que cree que la solución a sus problemas pasa por sí mismo, a solas, es un ser muy obsesionado, muy retraído hacia su mundo interior”.
Esta obsesión por la felicidad personal lleva a instrumentalizar todo en beneficio del propio bienestar. Lo importante soy yo, mi realización personal, encontrarme bien conmigo mismo, sobre todo conmigo mismo. Pero esta actitud tiene una derivada imprevisible: “siendo el discurso sobre la felicidad tan individualista, ayuda a generar los problemas asociados al individualismo: soledad, depresión, estrés… Estos discursos ponen mucho énfasis en la responsabilidad del individuo y pueden penalizarlo. Tienden a poner la carga de la responsabilidad en el individuo, como si los problemas fueran de uno solo, y no de todos”.
Y, claro, cuando mi felicidad personal, como defienden muchos libros de autoayuda, depende en un 90% de mí mismo y solo en un 10% de los demás, acabo egocentrado y olvido principios tan esenciales como el bien común o la justicia social, la cooperación o la ayuda mutua. La Humanidad no avanza sin sacrificios personales, y esta teoría de la felicidad tiende a huir de ellos como de la peste.
Cuando solo desarrollo sentimientos ‘happyflower’ y menosprecio otros tan necesarios como el odio al mal o la rabia ante la injusticia, cuando estoy centrado en mí y no soy capaz de sacrificarme por un bien superior a mí, abandono el mundo a su suerte. Con esta teoría, ni Mahatma Ghandi, ni Martin Luther King, ni Nelson Mandela ni la madre Teresa de Calcuta habrían existido.
La obsesión personal por la felicidad provoca una búsqueda obsesiva e interminable de la felicidad y un consumo continuo de productos de la industria de la felicidad. Los autores del libro sostienen que “en nuestra sociedad hay happycondríacos, seres que piensan que siempre pueden hacer algo más para ser felices”.
Ya advirtió Kierkegaard que la puerta de la felicidad no se abre hacia dentro, hacia uno mismo, sino hacia fuera, hacia los demás, y es que, como ya he dicho otras veces, con expresión tomada de Carlos Cardona, la felicidad es como el sueño en una noche de insomnio: cuando más nos empeñamos en aprehenderla más esquiva se nos hace; solo cuando nos olvidamos de ella, vuelve a nosotros.
Es lo que les pasa a las alfombras, que como están hechas para que los demás puedan caminar confortablemente sobre ellas, solo son felices cuando esos ‘demás’ pueden pisarlas y descansar sobre ellas. Al ser humano le sucede algo parecido: está hecho para amar y solo será feliz cuando logre olvidarse un poco de sí mismo y encuentre un sentido fuera de sí para vivir.